En la playa me dediqué a construir un castillo de arena, tardé
varias horas, cuándo fuí a por mis hermanos para enseñarles mi
obra de arte al volver me di cuenta que estaba destruido.
¿Alguien pasó sobre el? ¿Lo hicieron a propósito? Fueron algunas de mis
preguntas que se quedaron sin respuesta. Siendo chiquilla aún,
lloré por mi desventura, lo peor fué que mis hermanos ni siquiera
creyeron que ese montón de arena hubiese sido parte del castillo que
yo decía. Mamá fue la única que se quedó a mi lado consolándome ,
el daño estaba hecho, poco se podía hacer ya.
Era tarde y teníamos que volver a casa.
“No llores más, piensa que sí no era ahora sería mañana, tenía
que quedarse aquí. A ver mírame a los ojos y dime
¿lo has pasado bien construyéndolo? Sí. Entonces ha válido la pena,
quédate con esas horas de satisfacción, la próxima vez que vengamos
prométeme que construirás uno igual o mejor. Tú puedes.
Ahora ve y sumérgete en el agua te sentirás mejor”.
Ese recuerdo tiene ya muchos años, pero aún sigue haciendo mella
en mi diario vivir. Y es que la vida es así, lo que muchas veces nos
lleva horas, meses, años en construir, alguien más llega y lo destruye en cuestión de segundos. Suele suceder en el ámbito personal, laboral, sentimental,
familiar, nacional. Y cuándo eso pasa no podemos darnos el lujo de
quedarnos cruzados de brazos, tenemos que volver a trabajar
y si es posible redoblar esfuerzos para levantarnos y sentirnos plenos,
satisfechos. No para demostrar a nadie de lo que somos capaces,
pues para la gente tal vez nada sea suficiente,
¿Pero que importa? Sí se está en paz con Dios y uno mismo, con eso basta.