Un niño confía sin reflexionar. No puede vivir sin confiar en quienes le rodean. Su confianza no tiene nada de virtuoso, es una realidad vital. Para encontrar a Dios, de lo que mejor disponemos es de nuestro corazón de niño que es espontáneamente abierto, que se atreve a pedir sencillamente, que quiere ser amado. Bien dijo Jesús: «Si no cambiáis y no os hacéis como los niños, no entraréis en el reino de los cielos.» (Mateo 18,3)