No hay lugar como el lecho para hablarnos, cuando el sexo se aquieta. Sólo cuatro paredes, todo un mundo. ¿Quién necesita más? Tanta belleza en los desnudos blandos, adosados, apagado el fervor de la refriega. Pocas palabras antes. Muchas menos durante. Es la postguerra, con su dorada calma de armisticio, que desata las lenguas. A tal galantería te reclamo, sin exclusión de tacto. Son las yemas, trazando carismáticos senderos sobre la piel en calma, que se expresan. Dormido el arrebato, la mente se despierta. Tiempo del otro amor, del que se filtra fluyendo en confidencias. Tengo horas para ti, vidas tenemos sobresaltándose en sus madrigueras, pugnando por salir, con la blancura de la autenticidad, de la inocencia. El deseo es el lobo que repentinamente nos asedia, amordaza la mente, y exige su tributo. Las ideas permanecen estáticas, perdidas, por un tiempo, en la niebla. Ahora, que al lobo lo domina el sueño, conversemos, amor. Revolotean en torno a nuestro lecho preguntas y respuestas que nunca antes tuvieron la osadía de abandonar sus cuevas. En este lecho del amor ferviente, se proclama la tregua, y estandartes de paz van tremolando candor y transparencia. Háblame, hablemos. La quietud del lecho nos desnuda por dentro y nos enreda más que la furia del amor nos hizo vincularnos por fuera.