Llega sigilosa como una sombra. Un día te miras en el espejo y descubres el gris en las sienes, surcos en la cara y languidez en la mirada. Y te dices: “Ese no puedo ser yo”. Pero sí, eres tú, el mismo de siempre; solo que con treinta años más que la última vez que te miraste, cuando aún pisabas fuerte y la vejez te resultaba ajena y lejana. Pero no hay que preocuparse. “Lo importante es ser joven de espíritu”, dicen algunos. Como si el espíritu no se resintiera cuando lo hacen huesos y articulaciones; como si el espíritu no flaqueara con el paso y el peso de los años.
Está bien conservar el espíritu joven, claro que sí; pero no tanto como para emular a jóvenes de veinte años teniendo uno cuarenta, sesenta u ochenta. Ahora bien, nadie debe avergonzarse de ser viejo. La vejez es una etapa más de la vida. Y, a pesar de ser la última, no por ello es la menos importante; pues no conozco ninguna que la iguale en sabiduría, plenitud, serenidad y sosiego. La vejez es el final de un ciclo vital; es la madurez y cosecha de los frutos de una vida. También la caña de trigo primero es brote tierno, después tallo verde y luego espiga agostada que rinde generosa sus frutos.
Pedro Serrano