Te conocí. Primero, desde lejos, desarbolando yo sexo y amores dispuestos al asalto; ya había entre tus sábanas un hombre. Ambos a mí cercanos, se imponía un cierto desapego en mis acciones. Mantuve encadenada a mi pantera, y acallé sus rugidos. Cada noche te nombraba en voz baja, recabando por respuesta no más que los mandobles hirientes del silencio, manteniéndome insomne. Tú, a tu vez, murmurabas mentalmente mi nombre, hallándote tu esposo distraída, navegante de utópicas regiones. La conexión habíase fraguado, aunque se demoró en salir a flote.
Íbamos encendiendo luminarias que el otro no veía. Dos islotes sin conexión, aislados, y en sus muelles, anclados, sin partir, dos galeones. Avistaba tus velas a lo lejos, vislumbrabas las mías, y el redoble de lejanos latidos eran potros salvajes al galope, sin encajar en puntos intermedios, mutuo reclamo que ambos desconocen.
Y un día, al fin, cayeron las barreras, y entretejimos muslos y sudores. Ah, cuánto tiempo, amor, evaporado. ¿Habrá alguien que tal vez nos lo perdone?