No importa cuán ocupado o cuán repleto esté mi horario, tomo tiempo para descansar. Sé que las cosas por hacer estarán allí para que las acometa más tarde. Ahora es el momento para sentarme tranquilo, para crear un espacio sagrado y practicar la Presencia de Dios.

La quietud es un regalo, así como lo es el silencio. En este espacio no hay nada que hacer, no hay otro lugar para estar, no hay prisa. Libero la tensión acumulada en los músculos de mi cara, de mis hombros, espalda, piernas y torso.

Mi cuerpo se restablece. La luz y el amor divinos me sustentan. Gozo de tranquilidad mientras experimento la dicha que me ofrece un entrono apacible. Cuando esté listo, regreso a las actividades renovado y enfocado.

Cuando pido una oración, confío en que quienes oran por mí visualicen que mi mayor bien se manifiesta. Hago lo mismo cuando oro por los demás. No me enfoco en lo que los pueda estar preocupando sino en la actividad del Espíritu en ellos.

Me sereno y uso mi fe para afirmar que aquellos por quienes oro son seres divinos, empoderados por el Cristo en ellos. Ninguna situación terrenal es más grande que su divinidad y su habilidad de reclamar y usar ideas divinas. Tengo confianza en esta verdad, especialmente cuando la confianza de ellos se tambalea. Mis oraciones apoyan a mis seres queridos. Les envío la paz de saber que todo está bien en el espíritu. Doy gracias por la guía clara y por las bendiciones abundantes que se manifiestan.