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General: Ana Karenina ( Leon Tolstoi)
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Respuesta  Mensaje 1 de 11 en el tema 
De: Atlantida  (Mensaje original) Enviado: 19/01/2020 02:40

León Tolstoi

Ana Karenina

PRIMERA PARTE

I

 

Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada.

En casa de los Oblonsky andaba todo trastrocado. La esposa acababa de enterarse de que su marido mantenía relaciones con la institutriz francesa y se había apresurado a declararle que no podía seguir viviendo con él.

Semejante situación duraba ya tres días y era tan dolorosa para los esposos como para los demás miembros de la familia. Todos, incluso los criados, sentían la íntima impresión de que aquella vida en común no tenía ya sentido y que, incluso en una posada, se encuentran más unidos los huéspedes de lo que ahora se sentían ellos entre sí.

La mujer no salía de sus habitaciones; el marido no comía en casa desde hacía tres días; los niños corrían libremente de un lado a otro sin que nadie les molestara. La institutriz inglesa había tenido una disputa con el ama de llaves y escribió a una amiga suya pidiéndole que le buscase otra colocación; el cocinero se había ido dos días antes, precisamente a la hora de comer; y el cochero y la ayudante de cocina manifestaron que no querían continuar prestando sus servicios allí y que sólo esperaban que les saldasen sus haberes para irse.

El tercer día después de la escena tenida con su mujer, el príncipe Esteban Arkadievich Oblonsky -Stiva, como le llamaban en sociedad-, al despertar a su hora de costumbre, es decir, a las ocho de la mañana, se halló, no en el dormitorio conyugal, sino en su despacho, tendido sobre el diván de cuero.

Volvió su cuerpo, lleno y bien cuidado, sobre los flexibles muelles del diván, como si se dispusiera a dormir de nuevo, a la vez que abrazando el almohadón apoyaba en él la mejilla.

De repente se incorporó, se sentó sobre el diván y abrió los ojos.

"¿Cómo era", pensó, recordando su sueño. "¡A ver, a ver! Alabin daba una comida en Darmstadt... Sonaba una música americana... El caso es que Darmstadt estaba en América... ¡Eso es! Alabin daba un banquete, servido en mesas de cristal... Y las mesas cantaban: "Il mio tesoro"..: Y si do era eso, era algo más bonito todavía.

" Había también unos frascos, que luego resultaron ser mujeres..."

Los ojos de Esteban Arkadievich brillaron alegremente al recordar aquel sueño. Luego quedó pensativo y sonrió.

"¡Qué bien estaba todo!" Había aún muchas otras cosas magníficas que, una vez despierto, no sabía expresar ni con palabras ni con pensamientos.

Observó que un hilo de luz se filtraba por las rendijas de la persiana, alargó los pies, alcanzó sus zapatillas de tafilete bordado en oro, que su mujer le regalara el año anterior con ocasión de su cumpleaños, y, como desde hacía nueve años tenía por costumbre, extendió la mano hacia el lugar donde, en el dormitorio conyugal, acostumbraba tener colocada la bata.

Sólo entonces se acordó de cómo y por qué se encontraba en su gabinete y no en la alcoba con su mujer; la sonrisa desapareció de su rostro y arrugó el entrecejo.

-¡Ay, ay, ay! -se lamentó, acordándose de lo que había sucedido.

Y de nuevo se presentaron a su imaginación los detalles de la escena terrible; pensó en la violenta situación en que se encontraba y pensó, sobre todo, en su propia culpa, que ahora se le aparecía con claridad.

-No, no me perdonará. ¡Y lo malo es que yo tengo la culpa de todo. La culpa es mía, y, sin embargo, no soy culpable. Eso es lo terrible del caso! ¡Ay, ay, ay! -se repitió con desesperación, evocando de nuevo la escena en todos sus detalles.

Lo peor había sido aquel primer momento, cuando al regreso del teatro, alegre y satisfecho con una manzana en las manos para su mujer, no la había hallado en el salón; asustado, la había buscado en su gabinete, para encontrarla al fin en su dormitorio examinando aquella malhadada carta que lo había descubierto todo.

Dolly, aquella Dolly, eternamente ocupada, siempre llena de preocupaciones, tan poco inteligente, según opinaba él, se hallaba sentada con el papel en la mano, mirándole con una expresión de horror, de desesperación y de ira.

-¿Qué es esto? ¿Qué me dices de esto? -preguntó, señalando la carta.

Y ahora, al recordarlo, lo que más contrariaba a Esteban Arkadievich en aquel asunto no era el hecho en sí, sino la manera como había contestado entonces a su esposa.

Le había sucedido lo que a toda persona sorprendida en una situación demasiado vergonzosa: no supo adaptar su aspecto a la situación en que se encontraba.

Así, en vez de ofenderse, negar, disculparse, pedir perdón o incluso permanecer indiferente --cualquiera de aquellas actitudes habría sido preferible-, hizo una cosa ajena a su voluntad ("reflejos cerebrales" , juzgó Esteban Arkadievich, que se interesaba mucho por la fisiología): sonreír, sonreír con su sonrisa habitual, benévola y en aquel caso necia.

Aquella necia sonrisa era imperdonable. Al verla, Dolly se había estremecido como bajo el efecto de un dolor físico, y, según su costumbre, anonadó a Stiva bajo un torrente de palabras duras y apenas hubo terminado, huyó a refugiarse en su habitación.

Desde aquel momento, se había negado a ver a su marido.

"¡Todo por aquella necia sonrisa!", pensaba Esteban Arkadievich. Y se repetía, desesperado, sin hallar respuesta a su pregunta: "¿Qué hacer, qué hacer?".

 



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Respuesta  Mensaje 2 de 11 en el tema 
De: Atlantida Enviado: 19/01/2020 02:41

II

Esteban Arkadievich era leal consigo mismo. No podía, pues, engañarse asegurándose que estaba arrepentido de lo que había hecho.

No, imposible arrepentirse de lo que hiciera un hombre como él, de treinta y cuatro años, apuesto y aficionado a las damas; ni de no estar ya enamorado de su mujer, madre de siete hijos, cinco de los cuales vivían, y que tenía sólo un año menos que él.

De lo que se arrepentía era de no haber sabido ocultar mejor el caso a su esposa. Con todo, comprendía la gravedad de la situación y compadecía a Dolly, a los niños y a sí mismo.

Tal vez habría tomado más precauciones para ocultar el hecho mejor si hubiese imaginado que aquello tenía que causar a Dolly tanto efecto.

Aunque no solía pensar seriamente en el caso, venía suponiendo desde tiempo atrás que su esposa sospechaba que no le era fiel, pero quitando importancia al asunto. Creía, además, que una mujer agotada, envejecida, ya nada hermosa, sin atractivo particular alguno, buena madre de familia y nada más, debía ser indulgente con él, hasta por equidad.

¡Y he aquí que resultaba todo lo contrario!

"¡Es terrible, terrible! ", se repetía Esteban Arkadievich, sin hallar solución. "¡Con lo bien que iba todo, con lo a gusto que vivíamos! Ella era feliz rodeada de los niños, yo no la estorbaba en nada, la dejaba en entera libertad para que se ocupase de la casa y de los pequeños. Claro que no estaba bien que ella fuese precisamente la institutriz de la casa. ¡Verdaderamente, hay algo feo, vulgar, en hacer la corte a la institutriz de nuestros propios hijos!... ¡Pero, qué institutriz! (Oblonsky recordó con deleite los negros y ardientes ojos de mademoiselle Roland y su encantadora sonrisa.) ¡Pero mientras estuvo en casa no me tomé libertad alguna! Y lo peor del caso es que... ¡Todo eso parece hecho adrede! ¡Ay, ay! ¿Qué haré? ¿Qué haré?"

Tal pregunta no tenía otra respuesta que la que la vida da a todas las preguntas irresolubles: vivir al día y procurar olvidar. Pero hasta la noche siguiente Esteban Arkadievich no podría refugiarse en el sueño, en las alegres visiones de los frascos convertidos en mujeres. Era preciso, pues, buscar el olvido en el sueño de la vida.

"Ya veremos", se dijo, mientras se ponía la bata gris con forro de seda azul celeste y se anudaba el cordón a la cintura. Luego aspiró el aire a pleno pulmón, llenando su amplio pecho, y, con el habitual paso decidido de sus piernas ligeramente torcidas sobre las que tan hábilmente se movía su corpulenta figura, se acercó a la ventana, descorrió los visillos y tocó el timbre.

El viejo Mateo, su ayuda de cámara y casi su amigo, apareció inmediatamente llevándole el traje, los zapatos y un telegrama.

Detrás de Mateo entró el barbero, con los útiles de afeitar.

-¿Han traído unos papeles de la oficina? -preguntó el Príncipe, tomando el telegrama y sentándose ante el espejo.

-Están sobre la mesa -contestó Mateo, mirando con aire inquisitivo y lleno de simpatía a su señor.

Y, tras un breve silencio, añadió, con astuta sonrisa:

-Han venido de parte del dueño de la cochera...

Esteban Arkadievich, sin contestar, miró a Mateo en el espejo. Sus miradas se cruzaron en el cristal: se notaba que se comprendían. La mirada de Esteban parecía preguntar: "¿Por qué me lo dices? ¿No sabes a qué vienen?".

Mateo metió las manos en los bolsillos, abrió las piernas, miró a su señor sonriendo de un modo casi imperceptible y añadió con sinceridad:

-Les he dicho que pasen el domingo, y que, hasta esa fecha, no molesten al señor ni se molesten.

Era una frase que llevaba evidentemente preparada.

Esteban Arkadievich comprendió que el criado bromeaba y no quería sino que se le prestase atención. Abrió el telegrama, lo leyó, procurando subsanar las habituales equivocaciones en las palabras, y su rostro se iluminó.

-Mi hermana Ana Arkadievna llega mañana, Mateo -dijo, deteniendo un instante la mano del barbero, que ya trazaba un camino rosado entre las largas y rizadas patillas.

-¡Loado sea Dios! -exclamó Mateo, dando a entender con esta exclamación que, como a su dueño, no se le escapaba la importancia de aquella visita en el sentido de que Ana Arkadievna, la hermana queridísima, había de contribuir a la reconciliación de los dos esposos.

-¿La señora viene sola o con su marido? -preguntó Mateo.

Esteban Arkadievich no podía contestar, porque en aquel momento el barbero le afeitaba el labio superior; pero hizo un ademán significativo levantando un dedo. Mateo aprobó con un movimiento de cabeza ante el espejo.

-Sola, ¿eh? ¿Preparo la habitación de arriba?

-Consulta a Daria Alejandrovna y haz lo que te diga.

-¿A Daria Alejandrovna? -preguntó, indeciso, el ayuda de cámara.

-Sí. Y llévale el telegrama. Ya me dirás lo que te ordena.

Mateo comprendió que Esteban quería hacer una prueba, y se limitó a decir:

-Bien, señor

Ya el barbero se había marchado y Esteban Arkadievich, afeitado, peinado y lavado, empezaba a vestirse, cuando, lento sobre sus botas crujientes y llevando el telegrams en la mano, penetró Mateo en la habitación.

-Me ha ordenado deciros que se va. "Que haga lo que le parezca", me ha dicho. -Y el buen criado miraba a su señor, riendo con los ojos, con las manos en los bolsillos y la cabeza ligeramente inclinada.

Esteban Arkadievich callaba. Después, una bondadosa y triste sonrisa iluminó su hermoso semblante.

-Y bien, Mateo, ¿qué te parece? -dijo moviendo la cabeza.

-Todo se arreglará, señor -opinó optimista el ayuda de cámara.

-¿Lo crees así?

-Sí, señor.

-¿Por qué te lo figuras? ¿Quién va? -agregó el Principe al sentir detrás de la puerta el roce de una falda.

-Yo, señor -repuso una voz firme y agradable.

Y en la puerta apareció el rostro picado de viruelas del aya, Matena Filimonovna.

-¿Qué hay, Matrecha? -preguntó Esteban Arkadievich, saliendo a la puerta.

Aunque pasase por muy culpable a los ojos de su mujer y a los suyos propios, casi todos los de la casa, incluso Matrecha, la más íntima de Daria Alejandrovna, estaban de su parte.

-¿Qué hay? -repitió el Principe, con tristeza.

-Vaya usted a verla, señor, pídale perdón otra vez... ¡Acaso Dios se apiade de nosotros! Ella sufre mucho y da lástima de mirar.. Y luego, toda la casa anda revuelta. Debe usted tener compasión de los niños. Pídale perdón, señor.. ¡Qué quiere usted! Al fin y al cabo no haría mas que pagar sus culpas. Vaya a verla...

-No me recibirá...

-Pero usted habrá hecho lo que debe. ¡Dios es misericordioso! Ruegue a Dios, señor, ruegue a Dios...

-En fin, iré... -dijo Esteban Arkadievich, poniéndose encarnado. Y, quitándose la bata, indicó a Mateo-: Ayúdame a vestirme.

Mateo, que tenía ya en sus manos la camisa de su señor, sopló en ella como limpiándola de un polvo invisible y la ajustó al cuerpo bien cuidado de Esteban Arkadievich con evidente satisfacción.

 


Respuesta  Mensaje 3 de 11 en el tema 
De: Atlantida Enviado: 19/01/2020 02:42

III

 

Esteban Arkadievich, ya vestido, se perfumó con un pulverizador, se ajustó los puños de la camisa y, con su ademán habitual, guardó en los bolsillos los cigarros, la cartera, el reloj de doble cadena...

Se sacudió ligeramente con el pañuelo y, sintiéndose limpio, perfumado, sano y materialmente alegre a pesar de su disgusto, salió con redo paso y se dirigió al comedor, donde le aguardaban el café y, al lado, las camas y los expedientes de la oficina.

Leyó las cartas. Una era muy desagradable, porque procedía del comerciante que compraba la madera de las propiedades de su mujer y, como sin reconciliarse con ella no era posible realizar la operación, parecía que se mezclase un interés material con su deseo de restablecer la armonía en su casa. La posibilidad de que se pensase que el interés de aquella venta le inducía a buscar la reconciliación le disgustaba.

Leído el correo, Esteban Arkadievich tomó los documentos de la oficina, hojeó con rapidez un par de expedientes, hizo unas observaciones en los márgenes con un enorme lápiz, y luego comenzó a tomarse el café, a la vez que leía el periódico de la mañana, húmeda aún la tinta de imprenta.

Recibía a diario un periódico liberal no extremista, sino partidario de las orientaciones de la mayoría. Aunque no le interesaban el arte, la política ni la ciencia, Esteban Arkadievich profesaba firmemente las opiniones sustentadas por la mayoría y por su periódico. Sólo cambiaba de ideas cuando éstos variaban o, dicho con más exactitud, no las cambiaba nunca, sino que se modiîicaban por sí solas en él sin que ni él mismo se diese cuenta.

No escogía, pues, orientaciones ni modos de pensar, antes dejaba que las orientaciones y modos de pensar viniesen a su encuentro, del mismo modo que no elegía el corte de sus sombreros o levitas, sino que se limitaba a aceptar la moda corriente. Como vivía en sociedad y se hallaba en esa edad en que ya se necesita tener opiniones, acogía las ajenas que le convenían. Si optó por el liberalismo y no por el conservadurismo, que también tenía muchos partidarios entre la gente, no fue por convicción íntima, sino porque el liberalismo cuadraba mejor con su género de vida.

El partido liberal aseguraba que todo iba mal en Rusia y en efecto, Esteban Arkadievich tenía muchas deudas y sufría siempre de una grave penuria de dinero. Agregaban los liberales que el matrimonio era una institución caduca, necesitada de urgente reforma, y Esteban Arkadievich encontraba, en efecto, escaso interés en la vida familiar, por lo que tenía que fingir contrariando fuertemente sus inclinaciones.

Finalmente, el partido liberal sostenía o daba a entender que la religión no es más que un freno para la parte inculta de la población, y Esteban Arkadievich estaba de acuerdo, ya que no podía asistir al más breve oficio religioso sin que le dolieran las piernas1. Tampoco comprendía por qué se inquietaba a los fieles con tantas palabras terribles y solemnes relativas al otro mundo cuando en éste se podía vivir tan bien y tan a gusto. Añádase a esto que Esteban Arkadievich no desaprovechaba nunca la ocasión de una buena broma y se divertía con gusto escandalizando a las gentes tranquilas, sosteniendo que ya que querían envanecerse de su origen, era preciso no detenerse en Rurik2 y renegar del mono, que era el antepasado más antiguo.

De este modo, el liberalismo se convirtió para Esteban Arkadievich en una costumbre; y le gustaba el periódico, como el cigarro después de las comidas, por la ligera bruma con que envolvía su cerebro.

Leyó el artículo de fondo, que afirmaba que es absurdo que en nuestros tiempos se levante el grito aseverando que el radicalismo amenaza con devorar todo lo tradicional y que urge adoptar medidas para aplastar la hidra revolucionaria, ya que, "muy al contrario, nuestra opinión es que el mal no está en esta supuesta hidra revolucionaria, sino en el terco tradicionalismo que retarda el progreso..." .

Luego repasó otro artículo, éste sobre finanzas, en el que se citaba a Bentham y a Mill, y se atacaba de una manera velada al Ministerio. Gracias a la claridad de su juicio comprendía en seguida todas las alusiones, de dónde partían y contra quién iban dirigidas, y el comprobarlo le producía cierta satisfacción.

Pero hoy estas satisfacciones estaban acibaradas por el recuerdo de los consejos de Matrena Filimonovna y por la idea del desorden que reinaba en su casa.

Leyó después que, según se decía, el conde Beist había partido para Wiesbaden, que no habría ya nunca más canas, que se vendía un cochecillo ligero y que una joven ofrecía sus servicios.

Pero semejantes noticias no le causaban hoy la satisfacción tranquila y ligeramente irónica de otras veces.

Terminado el periódico, la segunda taza de café y el kalach3 con mantequilla, Esteban Arkadievich se levantó, se limpió las migas que le cayeran en el chaleco y, sacando mucho el pecho, sonrió jovialmente, no como reflejo de su estado de espíritu, sino con el optimismo de una buena digestión.

Pero aquella sonrisa alegre le recordó de pronto su situación, y se puso serio y reflexionó.

Tras la puerta se oyeron dos voces infantiles, en las que reconoció las de Gricha, su hijo menor, y la de Tania, su hija de más edad. Los niños acababan de dejar caer alguna cosa.

-¡Ya te dije que los pasajeros no pueden ir en el techo! -gritaba la niña en inglés-. ¿Ves? Ahora tienes que levantarlos.

"Todo anda revuelto -pensó Esteban Arkadievich-. Los niños juegan donde quieren, sin que nadie cuide de ellos."

Se acercó a la puerta y les llamó. Los chiquillos, dejando una caja con la que representaban un tren, entraron en el comedor.

Tania, la predilecta del Príncipe, corrió atrevidamente hacia él y se colgó a su cuello, feliz de poder respirar el característico perfume de sus patillas. Después de haber besado el rostro de su padre, que la ternura y la posición inclinada en que estaba habían enrojecido, Tania se disponía a salir. Pero él la retuvo.

-¿Qué hace mamá? -preguntó, acariciando el terso y suave cuello de su hija-. ¡Hola! -añadió, sonriendo, dirigiéndose al niño, que le había saludado.

Reconocía que quería menos a su hijo y procuraba disimularlo y mostrarse igualmente amable con los dos, pero el pequeño se daba cuenta y no correspondió con ninguna sonrisa a la sonrisa fría de su padre.

-Mamá ya está levantada -contestó la niña.

Esteban Arkadievich suspiró.

"Eso quiere decir que ha pasado la noche en vela", pensó.

-¿Y está contenta?

La pequeña sabía que entre sus padres había sucedido algo, que mamá no estaba contenta y que a papá debía constarle y no había de fingir ignorarlo preguntando con aquel tono indiferente. Se ruborizó, pues, por la mentira de su padre. Él, a su vez, adivinó los sentimientos de Tania y se sonrojó también.

-No sé -repuso la pequeña-: mamá nos dijo que no estudiásemos hoy, que fuésemos con miss Hull a ver a la abuelita.

-Muy bien. Ve, pues, donde te ha dicho la mamá, Tania. Pero no; espera un momento -dijo, reteniéndola y acariciando la manita suave y delicada de su hija.

Tomó de la chimenea una caja de bombones que dejara allí el día antes y ofreció dos a Tania, eligiendo uno de chocolate y otro de azúcar, que sabía que eran los que más le gustaban.

-Uno es para Gricha, ¿no, papá? -preguntó la pequeña, señalando el de chocolate.

-Sí, sí...

Volvió a acariciarla en los hombros, le besó la nuca y la dejó marchar.

-El coche está listo, señor -dijo Mateo-. Y le está esperando un visitante que quiere pedirle no sé qué...

-¿Hace rato que está ahí?

-Una media horita.

-¿Cuántas veces te he dicho que anuncies las visitas en seguida?

-¡Lo menos que puedo hacer es dejarle tomar tranquilo su café, señor -replicó el criado con aquel tono entre amistoso y grosero que no admitía réplica.

-Vaya, pues que entre -dijo Oblonsky, con un gesto de desagrado.

La solicitante, la esposa del teniente Kalinin, pedía una cosa estúpida a imposible. Pero Esteban Arkadievich, según su costumbre, la hizo entrar, la escuchó con atención y, sin interrumpirla, le dijo a quién debía dirigirse para obtener lo que deseaba y hasta escribió, con su letra grande, hermosa y clara, una carta de presentación para aquel personaje.

Despachada la mujer del oficial, Oblonsky tomó el sombrero y se detuvo un momento, haciendo memoria para recordar si olvidaba algo. Pero nada había olvidado, sino lo que quería olvidar: su mujer.

"Eso es. ¡Ah, sí!" , se dijo, y sus hermosas facciones se ensombrecieron. "¿Iré o no?"

En su interior una voz le decía que no, que nada podía resultar sino fingimientos, ya que era imposible volver a convertir a su esposa en una mujer atractiva, capaz de enamorarle, como era imposible convertirle a él en un viejo incapaz de sentirse atraído por las mujeres hermosas.

Nada, pues, podía resultar sino disimulo y mentira, dos cosas que repugnaban a su carácter.

"No obstante, algo hay que hacer. No podemos seguir así", se dijo, tratando de animarse.

Ensanchó el pecho, sacó un cigarrillo, lo encendió, le dio dos chupadas, lo tiró en el cenicero de nácar y luego, con paso rápido, se dirigió al salón y abrió la puerta que comunicaba con el dormitorio de su mujer.

 


Respuesta  Mensaje 4 de 11 en el tema 
De: Atlantida Enviado: 19/01/2020 02:43

IV

 

Daria Alejandrovna, vestida con una sencilla bata y rodeada de prendas y objetos esparcidos por todas partes, estaba de pie ante un armario abierto del que iba sacando algunas cosas. Se había anudado con prisas sus cabellos, ahora escasos, pero un día espesos y hermosos, sobre la nuca, y sus ojos, agrandados por la delgadez de su rostro, tenían una expresión asustada.

Al oír los pasos de su marido, interrumpió lo que estaba haciendo y se volvió hacia la puerta, intentando en vano ocultar bajo una expresión severa y de desprecio, la turbación que le causaba aquella entrevista.

Lo menos diez veces en aquellos tres días había comenzado la tarea de separar sus cosas y las de sus niños para llevarlas a casa de su madre, donde pensaba irse. Y nunca conseguía llevarlo a cabo.

Como todos los días, se decía a sí misma que no era posible continuar así, que había que resolver algo, castigar a su marido, afrentarle, devolverle, aunque sólo fuese en parte, el dolor que él le había causado. Pero mientras se decía que había de marchar, reconocía en su interior que no era posible, porque no podía dejar de considerarle como su esposo, no podía, sobre todo, dejar de amarle.

Comprendía, además, que si aquí, en su propia casa, no había podido atender a sus cinco hijos, peor lo habría de conseguir en otra. Ya el más pequeño había experimentado las consecuencias del desorden que reinaba en la casa y había enfermado por tomar el día anterior un caldo mal condimentado, y poco faltó para que los otros se quedaran el día antes sin comer.

Sabía, pues, que era imposible marcharse; pero se engañaba a sí misma fingiendo que preparaba las cosas para hacerlo.

Al ver a su marido, hundió las manos en un cajón, como si buscara algo, y no se volvió para mirarle hasta que lo tuvo a su lado. Su cara, que quería ofrecer un aspecto severo y resuelto, denotaba sólo sufrimiento a indecisión.

-¡Dolly! -murmuró él, con voz tímida.

Y bajó la cabeza, encogiéndose y procurando adoptar una actitud sumisa y dolorida, pero, a pesar de todo, se le veía rebosante de salud y lozanía. Ella le miró de cabeza a pies con una rápida mirada.

"Es feliz y está contento -se dijo-. ¡Y en cambio yo! ¡Ah, esa odiosa bondad suya que tanto le alaban todos! ¡Yo le aborrezco más por ella!"

Contrajo los labios y un músculo de su mejilla derecha tembló ligeramente.

-¿Qué quiere usted? -preguntó con voz rápida y profunda, que no era la suya.

-Dolly -repitió él con voz insegura-. Ana llega hoy.

-¿Y a mí qué me importa? No pienso recibirla -exclamó su mujer.

-Es necesario que la recibas, Dolly.

-¡Váyase de aquí, váyase! -le gritó ella, como si aquellas exclamaciones le fuesen arrancadas por un dolor físico.

Oblonsky pudo haber estado tranquilo mientras pensaba en su mujer, imaginando que todo se arreglaría, según le dijera Mateo, en tanto que leía el periódico y tomaba el café. Pero al contemplar el rostro de Dolly, cansado y dolorido, al oír su resignado y desesperado acento, se le cortó la respiración, se le oprimió la garganta y las lágrimas afluyeron a sus ojos.

-¡Oh, Dios mío, Dolly, qué he hecho! -murmuró. No pudo decir más, ahogada la voz por un sollozo.

Ella cerró el armario y le miró.

-¿Qué te puedo decir, Dolly? Sólo una cosa: que me perdones... ¿No crees que los nueve años que llevamos juntos merecen que olvidemos los momentos de...

Dolly bajó la cabeza, y escuchó lo que él iba a decirle, como si ella misma le implorara que la convenciese.

-¿... los momentos de ceguera? -siguió él.

E iba a continuar, pero al oír aquella expresión, los labios de su mujer volvieron a contraerse, como bajo el efecto de un dolor físico, y de nuevo tembló el músculo de su mejilla.

-¡Váyase, váyase de aquí -gritó con voz todavía más estridente- y no hable de sus cegueras ni de sus villanías!

Y trató ella misma de salir, pero hubo de apoyarse, desfalleciente, en el respaldo de una silla. El rostro de su marido parecía haberse dilatado; tenía los labios hinchados y los ojos llenos de lágrimas.

-¡Dolly! -murmuraba, dando rienda suelta a su llanto-. Piensa en los niños... ¿Qué culpa tienen ellos? Yo sí soy culpable y estoy dispuesto a aceptar el castigo que merezca. No encuentro palabras con qué expresar lo mal que me he portado. ¡Perdóname, Dolly!

Ella se sentó. Oblonsky oía su respiración, fatigosa y pesada, y se sintió invadido, por su mujer, de una infinita compasión. Dolly quiso varias veces empezar a hablar; pero no pudo. Él esperaba.

-Tú te acuerdas de los niños sólo para valerte de ellos, pero yo sé bien que ya están perdidos -dijo ella, al fin, repitiendo una frase que, seguramente, se había dicho a sí misma más de una vez en aquellos tres días.

Le había tratado de tú. Oblonsky la miró reconocido, y se adelantó para cogerle la mano, pero ella se apartó de su esposo con repugnancia.

-Pienso en los niños, haría todo lo posible para salvarles, pero no sé cómo. ¿Quitándoles a su padre o dejándoles cerca de un padre depravado, sí, depravado? Ahora, después de lo pasado -continuó, levantando la voz-, dígame: ¿cómo es posible que sigamos viviendo juntos? ¿Cómo puedo vivir con un hombre, el padre de mis hijos, que tiene relaciones amorosas con la institutriz de sus hijos?

-¿Y qué quieres que hagamos ahora? ¿Qué cabe hacer? -repuso él, casi sin saber lo que decía, humillando cada vez más la cabeza.

-Me da usted asco, me repugna usted -gritó Dolly, cada vez más agitada-. ¡Sus lágrimas son agua pura! ¡Jamás me ha amado usted! ¡No sabe lo que es nobleza ni sentimiento!... Le veo a usted como a un extraño, sí, como a un extraño -dijo, repitiendo con cólera aquella palabra para ella tan terrible: un extraño.

Oblonsky la miró, asustado y asombrado de la ira que se retrataba en su rostro. No comprendía que lo que provocaba la ira de su mujer era la lástima que le manifestaba. Ella sólo veía en él compasión, pero no amor.

"Me aborrece, me odia y no me perdonará", pensó Oblonsky.

-¡Es terrible, terrible! -exclamó.

Se oyó en aquel momento gritar a un niño, que se había, seguramente, caído en alguna de las habitaciones. Daria Alejandrovna prestó oído y su rostro se dulcificó repentinamente. Permaneció un instante indecisa como si no supiera qué hacer y, al fin, se dirigió con rapidez hacia la puerta.

"Quiere a mi hijo", pensó el Príncipe. "Basta ver cómo ha cambiado de expresión al oírle gritar. Y si quiere a mi hijo, ¿cómo no ha de quererme a mí?"

-Espera, Dolly: una palabra más -dijo, siguiéndola.

-Si me sigue, llamaré a la gente, a mis hijos, para que todos sepan que es un villano. Yo me voy ahora mismo de casa. Continúe usted viviendo aquí con su amante. ¡Yo me voy ahora mismo de casa!

Y salió, dando un portazo.

Esteban Arkadievich suspiró, se secó el rostro y lentamente se dirigió hacia la puerta.

"Mateo dice que todo se arreglará" , reflexionaba, "pero no sé cómo. No veo la manera ¡Y qué modo de gritar! ¡Qué términos! Villano, amante... -se dijo, recordando las palabras de su mujer-. ¡Con tal que no la hayan oído las criadas! ¡Es terrible! " , se repitió. Permaneció en pie unos segundos, se enjugó las lágrimas, suspiró, y, levantando el pecho, salió de la habitación.

Era viernes. En el comedor, el relojero alemán estaba dando cuerda a los relojes. Esteban Arkadievich recordó su broma acostumbrada, cuando, hablando de aquel alemán calvo, tan puntual, decía que se le había dado cuerda a él para toda la vida a fin de que él pudiera darle a su vez a los relojes, y sonrió. A Esteban Arkadievich le gustaban las bromas divertidas. "Acaso", volvió a pensar, "se arregle todo! ¡Qué hermosa palabra arreglar!", se dijo. "Habrá que contar también ese chiste. "

Llamó a Mateo:

-Mateo, prepara la habitación para Ana Arkadievna. Di a María que te ayude.

-Está bien, señor.

Esteban Arkadievich se puso la pelliza y se encaminó hacia la escalera.

-¿No come el señor en casa? -preguntó Mateo, que iba a su lado.

-No sé; veremos. Toma, para el gasto -dijo Oblonsky, sacando diez rublos de la cartera-. ¿Te bastará?

-Baste o no, lo mismo nos tendremos que arreglar --dijo Mateo, cerrando la portezuela del coche y subiendo la escalera.

Entre tanto, calmado el niño y comprendiendo por el ruido del carruaje que su esposo se iba, Daria Alejandrovna volvió a su dormitorio. Aquél era su único lugar de refugio contra las preocupaciones domésticas que la rodeaban apenas salía de allí. Ya en aquel breve momento que pasara en el cuarto de los niños, la inglesa y Matrena la habían preguntado acerca de varias cosas urgentes que había que hacer y a las que sólo ella podía contestar. "¿Qué tenían que ponerse los niños para ir de paseo?" "¿Les daban leche?" "¿Se buscaba otro cocinero o no?"

-¡Déjenme en paz! -había contestado Dolly, y, volviéndose a su dormitorio, se sentó en el mismo sitio donde antes había hablado con su marido, se retorció las manos cargadas de sortijas que se deslizaban de sus dedos huesudos, y comenzó a recordar la conversación tenida con él.

"Ya se ha ido", pensaba. "¿Cómo acabará el asunto de la institutriz? ¿Seguirá viéndola? Debí habérselo preguntado.

No, no es posible reconciliarse... Aun si seguimos viviendo en la misma casa, hemos de vivir como extraños el uno para el otro. ¡Extraños para siempre!", repitió, recalcando aquellas terribles palabras. "¡Y cómo le quería! ¡Cómo le quería, Dios mío! ¡Cómo le he querido! Y ahora mismo: ¿no le quiero, y acaso más que antes? Lo horrible es que ..."

No pudo concluir su pensamiento porque Matrena Filimonovna se presentó en la puerta.

-Si me lo permite, mandaré a buscar a mi hermano, señora --dijo-. Si no, tendré que preparar yo la comida, no sea que los niños se queden sin comer hasta las seis de la tarde, como ayer.

-Ahora salgo y miraré lo que se haya de hacer. ¿Habéis enviado por leche fresca?

Y Daria Alejandrovna, sumiéndose en las preocupaciones cotidianas, ahogó en ellas momentáneamente su dolor.

 


Respuesta  Mensaje 5 de 11 en el tema 
De: Atlantida Enviado: 19/01/2020 02:43

IV

 

Daria Alejandrovna, vestida con una sencilla bata y rodeada de prendas y objetos esparcidos por todas partes, estaba de pie ante un armario abierto del que iba sacando algunas cosas. Se había anudado con prisas sus cabellos, ahora escasos, pero un día espesos y hermosos, sobre la nuca, y sus ojos, agrandados por la delgadez de su rostro, tenían una expresión asustada.

Al oír los pasos de su marido, interrumpió lo que estaba haciendo y se volvió hacia la puerta, intentando en vano ocultar bajo una expresión severa y de desprecio, la turbación que le causaba aquella entrevista.

Lo menos diez veces en aquellos tres días había comenzado la tarea de separar sus cosas y las de sus niños para llevarlas a casa de su madre, donde pensaba irse. Y nunca conseguía llevarlo a cabo.

Como todos los días, se decía a sí misma que no era posible continuar así, que había que resolver algo, castigar a su marido, afrentarle, devolverle, aunque sólo fuese en parte, el dolor que él le había causado. Pero mientras se decía que había de marchar, reconocía en su interior que no era posible, porque no podía dejar de considerarle como su esposo, no podía, sobre todo, dejar de amarle.

Comprendía, además, que si aquí, en su propia casa, no había podido atender a sus cinco hijos, peor lo habría de conseguir en otra. Ya el más pequeño había experimentado las consecuencias del desorden que reinaba en la casa y había enfermado por tomar el día anterior un caldo mal condimentado, y poco faltó para que los otros se quedaran el día antes sin comer.

Sabía, pues, que era imposible marcharse; pero se engañaba a sí misma fingiendo que preparaba las cosas para hacerlo.

Al ver a su marido, hundió las manos en un cajón, como si buscara algo, y no se volvió para mirarle hasta que lo tuvo a su lado. Su cara, que quería ofrecer un aspecto severo y resuelto, denotaba sólo sufrimiento a indecisión.

-¡Dolly! -murmuró él, con voz tímida.

Y bajó la cabeza, encogiéndose y procurando adoptar una actitud sumisa y dolorida, pero, a pesar de todo, se le veía rebosante de salud y lozanía. Ella le miró de cabeza a pies con una rápida mirada.

"Es feliz y está contento -se dijo-. ¡Y en cambio yo! ¡Ah, esa odiosa bondad suya que tanto le alaban todos! ¡Yo le aborrezco más por ella!"

Contrajo los labios y un músculo de su mejilla derecha tembló ligeramente.

-¿Qué quiere usted? -preguntó con voz rápida y profunda, que no era la suya.

-Dolly -repitió él con voz insegura-. Ana llega hoy.

-¿Y a mí qué me importa? No pienso recibirla -exclamó su mujer.

-Es necesario que la recibas, Dolly.

-¡Váyase de aquí, váyase! -le gritó ella, como si aquellas exclamaciones le fuesen arrancadas por un dolor físico.

Oblonsky pudo haber estado tranquilo mientras pensaba en su mujer, imaginando que todo se arreglaría, según le dijera Mateo, en tanto que leía el periódico y tomaba el café. Pero al contemplar el rostro de Dolly, cansado y dolorido, al oír su resignado y desesperado acento, se le cortó la respiración, se le oprimió la garganta y las lágrimas afluyeron a sus ojos.

-¡Oh, Dios mío, Dolly, qué he hecho! -murmuró. No pudo decir más, ahogada la voz por un sollozo.

Ella cerró el armario y le miró.

-¿Qué te puedo decir, Dolly? Sólo una cosa: que me perdones... ¿No crees que los nueve años que llevamos juntos merecen que olvidemos los momentos de...

Dolly bajó la cabeza, y escuchó lo que él iba a decirle, como si ella misma le implorara que la convenciese.

-¿... los momentos de ceguera? -siguió él.

E iba a continuar, pero al oír aquella expresión, los labios de su mujer volvieron a contraerse, como bajo el efecto de un dolor físico, y de nuevo tembló el músculo de su mejilla.

-¡Váyase, váyase de aquí -gritó con voz todavía más estridente- y no hable de sus cegueras ni de sus villanías!

Y trató ella misma de salir, pero hubo de apoyarse, desfalleciente, en el respaldo de una silla. El rostro de su marido parecía haberse dilatado; tenía los labios hinchados y los ojos llenos de lágrimas.

-¡Dolly! -murmuraba, dando rienda suelta a su llanto-. Piensa en los niños... ¿Qué culpa tienen ellos? Yo sí soy culpable y estoy dispuesto a aceptar el castigo que merezca. No encuentro palabras con qué expresar lo mal que me he portado. ¡Perdóname, Dolly!

Ella se sentó. Oblonsky oía su respiración, fatigosa y pesada, y se sintió invadido, por su mujer, de una infinita compasión. Dolly quiso varias veces empezar a hablar; pero no pudo. Él esperaba.

-Tú te acuerdas de los niños sólo para valerte de ellos, pero yo sé bien que ya están perdidos -dijo ella, al fin, repitiendo una frase que, seguramente, se había dicho a sí misma más de una vez en aquellos tres días.

Le había tratado de tú. Oblonsky la miró reconocido, y se adelantó para cogerle la mano, pero ella se apartó de su esposo con repugnancia.

-Pienso en los niños, haría todo lo posible para salvarles, pero no sé cómo. ¿Quitándoles a su padre o dejándoles cerca de un padre depravado, sí, depravado? Ahora, después de lo pasado -continuó, levantando la voz-, dígame: ¿cómo es posible que sigamos viviendo juntos? ¿Cómo puedo vivir con un hombre, el padre de mis hijos, que tiene relaciones amorosas con la institutriz de sus hijos?

-¿Y qué quieres que hagamos ahora? ¿Qué cabe hacer? -repuso él, casi sin saber lo que decía, humillando cada vez más la cabeza.

-Me da usted asco, me repugna usted -gritó Dolly, cada vez más agitada-. ¡Sus lágrimas son agua pura! ¡Jamás me ha amado usted! ¡No sabe lo que es nobleza ni sentimiento!... Le veo a usted como a un extraño, sí, como a un extraño -dijo, repitiendo con cólera aquella palabra para ella tan terrible: un extraño.

Oblonsky la miró, asustado y asombrado de la ira que se retrataba en su rostro. No comprendía que lo que provocaba la ira de su mujer era la lástima que le manifestaba. Ella sólo veía en él compasión, pero no amor.

"Me aborrece, me odia y no me perdonará", pensó Oblonsky.

-¡Es terrible, terrible! -exclamó.

Se oyó en aquel momento gritar a un niño, que se había, seguramente, caído en alguna de las habitaciones. Daria Alejandrovna prestó oído y su rostro se dulcificó repentinamente. Permaneció un instante indecisa como si no supiera qué hacer y, al fin, se dirigió con rapidez hacia la puerta.

"Quiere a mi hijo", pensó el Príncipe. "Basta ver cómo ha cambiado de expresión al oírle gritar. Y si quiere a mi hijo, ¿cómo no ha de quererme a mí?"

-Espera, Dolly: una palabra más -dijo, siguiéndola.

-Si me sigue, llamaré a la gente, a mis hijos, para que todos sepan que es un villano. Yo me voy ahora mismo de casa. Continúe usted viviendo aquí con su amante. ¡Yo me voy ahora mismo de casa!

Y salió, dando un portazo.

Esteban Arkadievich suspiró, se secó el rostro y lentamente se dirigió hacia la puerta.

"Mateo dice que todo se arreglará" , reflexionaba, "pero no sé cómo. No veo la manera ¡Y qué modo de gritar! ¡Qué términos! Villano, amante... -se dijo, recordando las palabras de su mujer-. ¡Con tal que no la hayan oído las criadas! ¡Es terrible! " , se repitió. Permaneció en pie unos segundos, se enjugó las lágrimas, suspiró, y, levantando el pecho, salió de la habitación.

Era viernes. En el comedor, el relojero alemán estaba dando cuerda a los relojes. Esteban Arkadievich recordó su broma acostumbrada, cuando, hablando de aquel alemán calvo, tan puntual, decía que se le había dado cuerda a él para toda la vida a fin de que él pudiera darle a su vez a los relojes, y sonrió. A Esteban Arkadievich le gustaban las bromas divertidas. "Acaso", volvió a pensar, "se arregle todo! ¡Qué hermosa palabra arreglar!", se dijo. "Habrá que contar también ese chiste. "

Llamó a Mateo:

-Mateo, prepara la habitación para Ana Arkadievna. Di a María que te ayude.

-Está bien, señor.

Esteban Arkadievich se puso la pelliza y se encaminó hacia la escalera.

-¿No come el señor en casa? -preguntó Mateo, que iba a su lado.

-No sé; veremos. Toma, para el gasto -dijo Oblonsky, sacando diez rublos de la cartera-. ¿Te bastará?

-Baste o no, lo mismo nos tendremos que arreglar --dijo Mateo, cerrando la portezuela del coche y subiendo la escalera.

Entre tanto, calmado el niño y comprendiendo por el ruido del carruaje que su esposo se iba, Daria Alejandrovna volvió a su dormitorio. Aquél era su único lugar de refugio contra las preocupaciones domésticas que la rodeaban apenas salía de allí. Ya en aquel breve momento que pasara en el cuarto de los niños, la inglesa y Matrena la habían preguntado acerca de varias cosas urgentes que había que hacer y a las que sólo ella podía contestar. "¿Qué tenían que ponerse los niños para ir de paseo?" "¿Les daban leche?" "¿Se buscaba otro cocinero o no?"

-¡Déjenme en paz! -había contestado Dolly, y, volviéndose a su dormitorio, se sentó en el mismo sitio donde antes había hablado con su marido, se retorció las manos cargadas de sortijas que se deslizaban de sus dedos huesudos, y comenzó a recordar la conversación tenida con él.

"Ya se ha ido", pensaba. "¿Cómo acabará el asunto de la institutriz? ¿Seguirá viéndola? Debí habérselo preguntado.

No, no es posible reconciliarse... Aun si seguimos viviendo en la misma casa, hemos de vivir como extraños el uno para el otro. ¡Extraños para siempre!", repitió, recalcando aquellas terribles palabras. "¡Y cómo le quería! ¡Cómo le quería, Dios mío! ¡Cómo le he querido! Y ahora mismo: ¿no le quiero, y acaso más que antes? Lo horrible es que ..."

No pudo concluir su pensamiento porque Matrena Filimonovna se presentó en la puerta.

-Si me lo permite, mandaré a buscar a mi hermano, señora --dijo-. Si no, tendré que preparar yo la comida, no sea que los niños se queden sin comer hasta las seis de la tarde, como ayer.

-Ahora salgo y miraré lo que se haya de hacer. ¿Habéis enviado por leche fresca?

Y Daria Alejandrovna, sumiéndose en las preocupaciones cotidianas, ahogó en ellas momentáneamente su dolor.

 


Respuesta  Mensaje 6 de 11 en el tema 
De: Atlantida Enviado: 19/01/2020 02:44

VI

 

Cuando Oblonsky preguntó a Levin a qué había ido a Moscú, Levin se sonrojó y se indignó consigo mismo por haberse sonrojado y por no haber sabido decirle: "He venido para pedir la mano de tu cuñada" , pues sólo por este motivo se encontraba en Moscú.

Los Levin y los Scherbazky, antiguas familias nobles de Moscú, habían mantenido siempre entre sí cordiales relaciones, y su amistad se había afirmado más aún durante los años en que Levin fue estudiante. Éste se preparó a ingresó en la Universidad a la vez que el joven príncipe Scherbazky, el hermano de Dolly y Kitty. Levin frecuentaba entonces la casa de los Scherbazky y se encariñó con la familia.

Por extraño que pueda parecer, con lo que Levin estaba encariñado era precisamente con la casa, con la familia y, sobre todo, con la parte femenina de la familia.

Levin no recordaba a su madre; tenía sólo una hermana, y ésta mayor que él. Así, pues, en casa de los Scherbazky se encontró por primera vez en aquel ambiente de hogar aristocrático a intelectual del que él no había podido gozar nunca por la muerte de sus padres.

Todo, en los Scherbazky, sobre todo en las mujeres, se presentaba ante él envuelto como en un velo misterioso, poético; y no sólo no veía en ellos defecto alguno, sino que suponía que bajo aquel velo poético que envolvía sus vidas se ocultaban los sentimientos más elevados y las más altas perfecciones.

Que aquellas señoritas hubiesen de hablar un día en francés y otro en inglés; que tocasen por turno el piano, cuyas melodías se oían desde el cuarto de trabajo de su hermano, donde los estudiantes preparaban sus lecciones; que tuviesen profesores de literatura francesa, de música, de dibujo, de baile; que las tres, acompañadas de mademoiselle Linon, fuesen por las tardes a horas fijas al boulevard Tverskoy, vestidas con sus abrigos invernales de satén -Dolly de largo, Natalia de medio largo y Kitty completamente de corto, de modo que se podían distinguir bajo el abriguito sus piernas cubiertas de tersas medias encarnadas-; que hubiesen de pasear por el boulevard Tverskoy acompañadas por un lacayo con una escarapela dorada en el sombrero; todo aquello y mucho más que se hacía en aquel mundo misterioso en el que ellos se movían, Levin no podía comprenderlo, pero estaba seguro de que todo lo que se hacía allí era hermoso y perfecto, y precisamente por el misterio en que para él se desenvolvía, se sentía enamorado de ello.

Durante su época de estudiante, casi se enamoró de la hija mayor, Dolly, pero ésta se casó poco después con Oblonsky. Entonces comenzó a enamorarse de la segunda, como si le fuera necesario estar enamorado de una a otra de las hermanas. Pero Natalia, apenas presentada en sociedad, se casó con el diplomático Lvov. Kitty era todavía una niña cuando Levin salió de la Universidad. El joven Scherbazky, que había ingresado en la Marina, pereció en el Báltico y desde entonces las relaciones de Levin con la familia, a pesar de su amistad con Oblonsky, se hicieron cada vez menos estrechas. Pero cuando aquel año, a principios de invierno, Levin volvió a Moscú después de un año de ausencia y visitó a los Scherbazky, comprendió de quién estaba destinado en realidad a enamorarse. Al parecer, nada más sencillo -conociendo a los Scherbazky, siendo de buena familia, más bien rico que pobre, y contando treinta y dos años de edad-, que pedir la mano de la princesita Kitty. Seguramente le habrían considerado un buen partido. Pero, como Levin estaba enamorado, Kitty le parecía tan perfecta, un ser tan por encima de todo lo de la tierra, y él se consideraba un hombre tan bajo y vulgar, que casi no podía imaginarse que ni Kitty ni los demás le encontraran digno de ella.

Pasó dos meses en Moscú como en un sueño, coincidiendo casi a diario con Kitty en la alta sociedad, que comenzó a frecuentar para verla más a menudo; y, de repente, le pareció que no tenía esperanza alguna de lograr a su amada y se marchó al pueblo.

La opinión de Levin se basaba en que a los ojos de los padres de Kitty él no podía ser un buen partido, y que tampoco la deliciosa muchacha podía amarle.

Ante sus padres no podía alegar una ocupación determinada, ninguna posición social, siendo así que a su misma edad, treinta y dos años, otros compañeros suyos eran: uno general ayudante, otro director de un banco y de una compañía ferroviaria, otro profesor, y el cuarto presidente de un tribunal de justicia, como Oblonsky...

Él, en cambio, sabía bien cómo debían de juzgarle los demás: un propietario rural, un ganadero, un hombre sin capacidad, que no hacía, a ojos de las gentes, sino lo que hacen los que no sirven para nada: ocuparse del ganado, de cazar, de vigilar sus campos y sus dependencias.

La hermosa Kitty no podía, pues, amar a un ser tan feo como Levin se consideraba, y, sobre todo, tan inútil y tan vulgar. Por otra parte, debido a su amistad con el hermano de ella ya difunto, sus relaciones con Kitty habían sido las de un hombre maduro con una niña, lo cual le parecía un obstáculo más. Opinaba que a un joven feo y bondadoso, cual él creía ser, se le puede amar como a un amigo, pero no con la pasión que él profesaba a Kitty. Para eso había que ser un hombre gallardo y, más que nada, un hombre destacado.

Es verdad que había oído decir que las mujeres aman a veces a hombres feos y vulgares, pero él no lo podía creer, y juzgaba a los demás por sí mismo, que sólo era capaz de amar a mujeres bonitas, misteriosas y originales.

No obstante, después de haber pasado dos meses en la soledad de su pueblo, comprendió que el sentimiento que le absorbía ahora no se parecía en nada a los entusiasmos de su primera juventud, pues no le dejaba momento de reposo, y vio claro que no podría vivir sin saber si Kitty podría o no llegar a ser su mujer. Comprendió, además, que sus temores eran hijos de su imaginación y que no tenía ningún serio motivo para pensar que hubiera de ser rechazado. Y fue así como se decidió a volver a Moscú, resuelto a pedir la mano de Kitty y casarse con ella, si le aceptaban... Y si no... Pero no quiso ni pensar en lo que sucedería si era rechazada su proposición.

 


Respuesta  Mensaje 7 de 11 en el tema 
De: Atlantida Enviado: 19/01/2020 02:45

VII

 

Llegó a Moscú en el tren de la mañana y en seguida se dirigió a casa de Koznichev, su hermano mayor por parte de madre. Después de mudarse de ropa, entró en el despacho de su hermano dispuesto a exponerle los motivos de su viaje y pedirle consejo.

Pero Koznichev no se hallaba solo. Le acompañaba un profesor de filosofía muy renombrado que había venido de Jarkov con el exclusivo objeto de discutir con él un tema filosófico sobre el que ambos mantenían diferentes puntos de vista.

El profesor sostenía una ardiente polémica con los materialistas, y Koznichev, que la seguía con interés, después de leer el último artículo del profesor, le escribió una carta exponiéndole sus objeciones y censurándole las excesivas concesiones que hacía al materialismo.

El polemista se puso en seguida en camino para discutir la cuestión. El punto debatido estaba entonces muy en boga, y se reducía a aclarar si existía un límite de separación entre las facultades psíquicas y fisiológicas del hombre y dónde se hallaba tal límite, de existir.

Sergio Ivanovich acogió a su hermano con la misma sonrisa fría con que acogía a todo el mundo, y después de presentarle al profesor, reanudó la charla.

El profesor, un hombre bajito, con lentes, de frente estrecha, interrumpió un momento la conversación para saludar y luego volvió a continuarla, sin ocuparse de Levin.

Este se sentó, esperando que el filósofo se marchase, pero acabó interesándose por la discusión.

Había visto en los periódicos los artículos de que se hablaba y los había leído, tomando en ellos el interés general que un antiguo alumno de la facultad de ciencias puede tomar en el desarrollo de las ciencias; pero, por su parte, jamás asociaba estas profundas cuestiones referentes a la procedencia del hombre como animal, a la acción refleja, la biología, la sociología, y a aquella que, entre todas, le preocupaba cada vez más: la significación de la vida y la muerte.

En cambio, su hermano y el profesor, en el curso de su discusión, mezclaban las cuestiones científicas con las referentes al alma, y cuando parecía que iban a tocar el tema principal, se desviaban en seguida, y se hundían de nuevo en la esfera de las sutiles distinciones, las reservas, las citas, las alusiones, las referencias a opiniones autorizadas, con lo que Levin apenas podía entender de lo que trataban.

-No me es posible admitir -dijo Sergio Ivanovich, con la claridad y precisión, con la pureza de dicción que le eran connaturales- la tesis sustentada por Keiss; es a saber: que toda concepción del mundo exterior nos es transmitida mediante sensaciones. La idea de que existimos la percibimos nosotros directamente, no a través de una sensación, puesto que no se conocen órganos especiales capaces de recibirla.

-Pero Wurst, Knaust y Pripasov le contestarían que la idea de que existimos brota del conjunto de todas las sensaciones y es consecuencia de ellas. Wurst afirma incluso que sin sensaciones no se experimenta la idea de existir.

-Voy a demostrar lo contrario... -comenzó Sergio Ivanovich.

Levin, advirtiendo que los interlocutores, tras aproximarse al punto esencial del problema, iban a desviarse de nuevo de él, preguntó al profesor:

-Entonces, cuando mis sensaciones se aniquilen y mi cuerpo muera, ¿no habrá ya para mí existencia posible?

El profesor, contrariado como si aquella interrupción le produjese casi un dolor físico, miró al que le interrogaba y que más parecía un palurdo que un filósofo, y luego volvió los ojos a Sergio Ivanovich, como preguntándole: ¿Qué queréis que le diga?

Pero Sergio Ivanovich hablaba con menos afectación a intransigencia que el profesor, y comprendía tanto las objeciones de éste como el natural y simple punto de vista que acababa de ser sometido a examen, sonrió y dijo:

-Aún no estamos en condiciones de contestar adecuadamente a esa pregunta.

-Cierto; no poseemos bastantes datos -afirmó el profesor. Y continuó exponiendo sus argumentos-. No --dijo-. Yo sostengo que si, corno afirma Pripasov, la sensación tiene su fundamento en la impresión, hemos de establecer entre estas dos nociones una distinción rigurosa.

Levin no quiso escuchar más y esperaba con impaciencia que el profesor se marchase.

 


Respuesta  Mensaje 8 de 11 en el tema 
De: Atlantida Enviado: 19/01/2020 02:45

VIII

 

Cuando el profesor se hubo ido, Sergio dijo a su hermano: -Celebro que hayas venido. ¿Por mucho tiempo? ¿Y cómo van las tierras?

Levin sabía que a su hermano le interesaban poco las tierras, y si le preguntaba por ellas lo hacía por condescendencia. Le contestó, pues, limitándose a hablarle de la venta del trigo y del dinero cobrado.

Habría querido hablar a su hermano de sus proyectos de matrimonio, pedirle consejo. Pero, escuchando su conversación con el profesor y oyendo luego el tono de protección con que le preguntaba por las tierras (las propiedades de su madre las poseían los dos hermanos en común, aunque era Levin quien las administraba), tuvo la sensación de que no habría ya de explicarse bien, de que no podía empezar a hablar a su hermano de su decisión, y de que éste no habría de ver seguramente las cosas como él deseaba que las viera.

-Bueno, ¿y qué dices del zemstvo? -preguntó Sergio, que daba mucha importancia a aquella institución.

-A decir verdad, no lo sé.

-¿Cómo? ¿No perteneces a él?

-No. He presentado la dimisión -contestó Levin- y no asisto a las reuniones.

-¡Es lástima! --dijo Sergio Ivanovich arrugando el entrecejo.

Levin, para disculparse, comenzó a relatarle lo que sucedía en las reuniones.

-Ya se sabe que siempre pasa así -le interrumpió su hermano-. Los rusos somos de ese modo. Tal vez la facultad de ver los defectos propios sea un hermoso rasgo de nuestro carácter. Pero los exageramos y nos consolamos de ellos con la ironía que tenemos siempre en los labios. Una cosa te diré: si otro pueblo cualquiera de Europa hubiese tenido una institución análoga a la de los zemstvos -por ejemplo, los alemanes o los ingleses-, la habrían aprovechado para conseguir su libertad política. En cambio nosotros sólo sabemos reímos de ella.

-¿Qué querías que hiciera? -replicó Levin, excusándose-. Era mi última prueba, puse en ella toda mi alma... Pero no puedo, no tengo aptitudes.

-No es que no tengas: es que no enfocas bien el asunto -dijo Sergio Ivanovich.

-Tal vez tengas razón --concedió Levin abatido.

-¿Sabes que nuestro hermano Nicolás está otra vez en Moscú?

Nicolás, hermano de Constantino y de Sergio, por parte de madre, y mayor que los dos, era un calavera. Había disipado su fortuna, andaba siempre con gente de dudosa reputación y estaba reñido con ambos hermanos.

-¿Es posible? -preguntó Levin con inquietud-. ¿Cómo lo sabes?

-Prokofy le ha visto en la calle.

-¿En Moscú? ¿Sabes dónde vive?

Levin se levantó, como disponiéndose a marchar en seguida.

-Siento habértelo dicho -dijo Sergio Ivanovich, meneando la cabeza al ver la emoción de su hermano-. Envié a informarme de su domicilio; le remití la letra que aceptó a Trubin y que pagué yo. Y mira lo que me contesta...

Y Sergio Ivanovich alargó a su hermano una nota que tenía bajo el pisapapeles.

Levin leyó la nota, escrita con la letra irregular de Nicolás, tan semejante a la suya:

 

Os ruego encarecidamente que me dejéis en paz. Es lo único que deseo de mis queridos hermanitos.

 

Nicolás Levin.

 

Después de leerla, Cónstantino permaneció en pie ante su hermano, con la cabeza baja y el papel entre las manos.

En su interior luchaba con el deseo de olvidar a su desgraciado hermano y la convicción de que obrar de aquel modo sería una mala acción.

-Al parecer, se propone ofenderme; pero no lo conseguirá -seguía diciendo Sergio-. Yo estaba dispuesto a ayudarle con todo mi corazón; mas ya ves que es imposible.

-Sí, sí... -repuso Levin-. Comprendo y apruebo tu actitud... Pero yo quiero verle.

-Ve si lo deseas, mas no te lo aconsejo -dijo Sergio Ivanovich-. No es que yo le tema con respecto a las relaciones entre tú y yo: no conseguirá hacernos reñir. Pero creo que es mejor que no vayas, y así te lo aconsejo. Es imposible ayudarle. Sin embargo, haz lo que te parezca mejor.

-Quizá sea imposible ayudarle, pero no quedaría tranquilo, sobre todo ahora, si...

-No te comprendo bien -repuso Sergio Ivanovich-, lo único que comprendo es la lección de humildad. Desde que Nicolás comenzó a ser como es, yo comencé a considerar eso que llaman una "bajeza", con menos severidad. ¡Ya sabes lo que hizo!

-¡Es terrible, terrible! -repetía Levin.

Después de obtener del lacayo de su hermano las señas de Nicolás, Levin decidió visitarle en seguida, pero luego, reflexionándolo mejor, aplazó la visita hasta la tarde.

Ante todo, para tranquilizar su espíritu, necesitaba resolver el asunto que le traía a Moscú. Para ello se dirigió, pues, a la oficina de Oblonsky y, después de haber conseguido las informaciones que necesitaba sobre los Scherbazky, tomó un coche y se dirigió al lugar donde le habían dicho que podía encontrar a Kitty.

 


Respuesta  Mensaje 9 de 11 en el tema 
De: Atlantida Enviado: 19/01/2020 02:46

VIII

 

Cuando el profesor se hubo ido, Sergio dijo a su hermano: -Celebro que hayas venido. ¿Por mucho tiempo? ¿Y cómo van las tierras?

Levin sabía que a su hermano le interesaban poco las tierras, y si le preguntaba por ellas lo hacía por condescendencia. Le contestó, pues, limitándose a hablarle de la venta del trigo y del dinero cobrado.

Habría querido hablar a su hermano de sus proyectos de matrimonio, pedirle consejo. Pero, escuchando su conversación con el profesor y oyendo luego el tono de protección con que le preguntaba por las tierras (las propiedades de su madre las poseían los dos hermanos en común, aunque era Levin quien las administraba), tuvo la sensación de que no habría ya de explicarse bien, de que no podía empezar a hablar a su hermano de su decisión, y de que éste no habría de ver seguramente las cosas como él deseaba que las viera.

-Bueno, ¿y qué dices del zemstvo? -preguntó Sergio, que daba mucha importancia a aquella institución.

-A decir verdad, no lo sé.

-¿Cómo? ¿No perteneces a él?

-No. He presentado la dimisión -contestó Levin- y no asisto a las reuniones.

-¡Es lástima! --dijo Sergio Ivanovich arrugando el entrecejo.

Levin, para disculparse, comenzó a relatarle lo que sucedía en las reuniones.

-Ya se sabe que siempre pasa así -le interrumpió su hermano-. Los rusos somos de ese modo. Tal vez la facultad de ver los defectos propios sea un hermoso rasgo de nuestro carácter. Pero los exageramos y nos consolamos de ellos con la ironía que tenemos siempre en los labios. Una cosa te diré: si otro pueblo cualquiera de Europa hubiese tenido una institución análoga a la de los zemstvos -por ejemplo, los alemanes o los ingleses-, la habrían aprovechado para conseguir su libertad política. En cambio nosotros sólo sabemos reímos de ella.

-¿Qué querías que hiciera? -replicó Levin, excusándose-. Era mi última prueba, puse en ella toda mi alma... Pero no puedo, no tengo aptitudes.

-No es que no tengas: es que no enfocas bien el asunto -dijo Sergio Ivanovich.

-Tal vez tengas razón --concedió Levin abatido.

-¿Sabes que nuestro hermano Nicolás está otra vez en Moscú?

Nicolás, hermano de Constantino y de Sergio, por parte de madre, y mayor que los dos, era un calavera. Había disipado su fortuna, andaba siempre con gente de dudosa reputación y estaba reñido con ambos hermanos.

-¿Es posible? -preguntó Levin con inquietud-. ¿Cómo lo sabes?

-Prokofy le ha visto en la calle.

-¿En Moscú? ¿Sabes dónde vive?

Levin se levantó, como disponiéndose a marchar en seguida.

-Siento habértelo dicho -dijo Sergio Ivanovich, meneando la cabeza al ver la emoción de su hermano-. Envié a informarme de su domicilio; le remití la letra que aceptó a Trubin y que pagué yo. Y mira lo que me contesta...

Y Sergio Ivanovich alargó a su hermano una nota que tenía bajo el pisapapeles.

Levin leyó la nota, escrita con la letra irregular de Nicolás, tan semejante a la suya:

 

Os ruego encarecidamente que me dejéis en paz. Es lo único que deseo de mis queridos hermanitos.

 

Nicolás Levin.

 

Después de leerla, Cónstantino permaneció en pie ante su hermano, con la cabeza baja y el papel entre las manos.

En su interior luchaba con el deseo de olvidar a su desgraciado hermano y la convicción de que obrar de aquel modo sería una mala acción.

-Al parecer, se propone ofenderme; pero no lo conseguirá -seguía diciendo Sergio-. Yo estaba dispuesto a ayudarle con todo mi corazón; mas ya ves que es imposible.

-Sí, sí... -repuso Levin-. Comprendo y apruebo tu actitud... Pero yo quiero verle.

-Ve si lo deseas, mas no te lo aconsejo -dijo Sergio Ivanovich-. No es que yo le tema con respecto a las relaciones entre tú y yo: no conseguirá hacernos reñir. Pero creo que es mejor que no vayas, y así te lo aconsejo. Es imposible ayudarle. Sin embargo, haz lo que te parezca mejor.

-Quizá sea imposible ayudarle, pero no quedaría tranquilo, sobre todo ahora, si...

-No te comprendo bien -repuso Sergio Ivanovich-, lo único que comprendo es la lección de humildad. Desde que Nicolás comenzó a ser como es, yo comencé a considerar eso que llaman una "bajeza", con menos severidad. ¡Ya sabes lo que hizo!

-¡Es terrible, terrible! -repetía Levin.

Después de obtener del lacayo de su hermano las señas de Nicolás, Levin decidió visitarle en seguida, pero luego, reflexionándolo mejor, aplazó la visita hasta la tarde.

Ante todo, para tranquilizar su espíritu, necesitaba resolver el asunto que le traía a Moscú. Para ello se dirigió, pues, a la oficina de Oblonsky y, después de haber conseguido las informaciones que necesitaba sobre los Scherbazky, tomó un coche y se dirigió al lugar donde le habían dicho que podía encontrar a Kitty.

 


Respuesta  Mensaje 10 de 11 en el tema 
De: Atlantida Enviado: 19/01/2020 02:47

X

 

Levin, al entrar en el restaurante con su amigo, no dejó de observar en él una expresión particular, una especie de alegría radiante y contenida que se manifestaba en el rostro y en toda la figura de Esteban Arkadievich.

Oblonsky se quitó el abrigo y, con el sombrero ladeado, pasó al comedor, dando órdenes a los camareros tártaros que, vestidos de frac y con las servilletas bajo el brazo, le rodearon, pegándose materialmente a sus faldones.

Saludando alegremente a derecha a izquierda a los conocidos, que aquí como en todas partes le acogían alegremente, Esteban Arkadievich se dirigió al mostrador y tomó un vasito de vodka acompañándolo con un pescado en conserva, y dijo a la cajera francesa, toda cintas y puntillas, algunas frases que la hicieron reír a carcajadas. En cuanto a Levin, la vista de aquella francesa, que parecía hecha toda ella de cabellos postizos y de poudre de riz y vinaigres de toilette8, le producía náuseas. Se alejó de allí como pudiera hacerlo de un estercolero. Su alma estaba llena del recuerdo de Kitty y en sus ojos brillaba una sonrisa de triunfo y de felicidad.

-Por aquí, Excelencia, tenga la bondad. Aquí no importunará nadie a Su Excelencia -decía el camarero tártaro que con más ahínco seguía a Oblonsky y que era un hombre grueso, viejo ya, con los faldones del frac flotantes bajo la ancha cintura-. Haga el favor, Excelencia -decía asimismo a Levin, honrándolo también como invitado de Esteban Arkadievich.

Colocó rápidamente un mantel limpio sobre la mesa redonda, ya cubierta con otro y colocada bajo una lámpara de bronce. Luego acercó dos sillas tapizadas y se paró ante Oblonsky con la servilleta y la carta en la mano, aguardando órdenes.

-Si Su Excelencia desea el reservado, podrá disponer de él dentro de poco. Ahora lo ocupa el príncipe Galitzin con una dama... Hemos recibido ostras francesas.

-¡Caramba, ostras!

Esteban Arkadievich reflexionó.

-¿Cambiamos el plan, Levin? -preguntó, poniendo el dedo sobre la carta.

Y su rostro expresaba verdadera perplejidad.

-¿Sabes si son buenas las ostras? -interrogó.

-De Flensburg, Excelencia. De Ostende no tenemos hoy.

-Pasemos porque sean de Flensburg, pero ¿son frescas?

-Las hemos recibido ayer.

-¿Entonces empezamos por las ostras y cambiamos el plan?

-Me es indiferente. A mí lo que más me gustaría sería el schi y la kacha9, pero aquí no deben de tener de eso.

-¿El señor desea kacha à la russe? -preguntó el tártaro, inclinándose hacia Levin como un aya hacia un niño.

-Bromas aparte, estoy conforme con lo que escojas -dijo Levin a Oblonsky-. He patinado mucho y tengo apetito. -Y añadió, observando una expresión de descontento en el rostro de Esteban Arkadievich-: No creas que no sepa apreciar tu elección. Estoy seguro de que comeré muy a gusto.

-¡No faltaba más! Digas lo que quieras, el comer bien es uno de los placeres de la vida -repuso Esteban Arkadievich-. Ea, amigo: tráenos primero las ostras. Dos -no, eso sería poco-, tres docenas... Luego, sopa juliana...

-Printanière, ¿no? -corrigió el tártaro.

Pero Oblonsky no quería darle la satisfacción de mencionar los platos en francés.

-Sopa juliana, juliana, ¿entiendes? Luego rodaballo, con la salsa muy espesa; luego... rosbif, pero que sea bueno, ¿eh? Después, pollo y algo de conservas.

El tártaro, recordando la costumbre de Oblonsky de no nombrar los manjares con los nombres de la cocina francesa, no quiso insistir, pero se tomó el desquite, repitiendo todo lo encargado tal como estaba escrito en la carta.

-Soupe printanière, turbot à la Beaumarchais, poularde à l'estragon, macedoine de fruits...

Y en seguida después, como movido por un resorte, cambió la carta que tenía en las manos por la de los vinos y la presentó a Oblonsky.

-¿Qué bebemos?

-Lo que quieras; acaso un poco de... champaña -indicó Levin.

-¿Champaña para empezar? Pero bueno, como tú quieras. ¿Cómo te gusta? ¿Carta blanca?

-Cachet blanc -dijo el tártaro.

-Sí: esto con las ostras. Luego, ya veremos.

-Bien, Excelencia. ¿De vinos de mesa?

-Tal vez Nuit... Pero no: vale más el clásico Chablis.

-Bien. ¿Tomará Su Excelencia su queso?

-Sí: de Parma. ¿O prefieres otro?

-A mí me da lo mismo -dijo Levin, sin poder reprimir una sonrisa.

El tártaro se alejó corriendo, con los faldones de su frac flotándole hacia atrás, y cinco minutos más tarde volvió con una bandeja llena de ostras ya abiertas en sus conchas de nácar y con una botella entre los dedos.

Esteban Arkadievich arrugó la servilleta almidonada, colocó la punta en la abertura del chaleco y, apoyando los brazos sobre la mesa, comenzó a comer las ostras.

-No están mal -dijo, mientras separaba las-ostras de las conchas con un tenedorcito de plata y las engullía una tras otra-. No están mal -repitió, mirando con sus brillantes ojos, ora a Levin, ora al tártaro.

Levin comió ostras también, aunque habría preferido queso y pan blanco, pero no podía menos de admirar a Oblonsky.

Hasta el mismo tártaro, después de haber descorchado la botella y escanciado el vino espumoso en las finas copas de cristal, contempló con visible placer a Esteban Arkadievich, mientras se arreglaba su corbata blanca.

-¿No te gustan las ostras? -preguntó éste a Levin-. ¿O es que estás preocupado por algo?

Deseaba que Levin se sintiese alegre. Levin no estaba triste, se sentía sólo a disgusto en el ambiente del restaurante, que contrastaba tanto con su estado de ánimo de aquel momento. No, no se encontraba bien en aquel establecimiento con sus reservados donde se llevaba a comer a las damas; con sus bronces, sus espejos y sus tártaros. Sentía la impresión de que aquello había de mancillar los delicados sentimientos que albergaba su corazón.

-¿Yo?-. Sí, estoy preocupado... Además, a un pueblerino como yo, no puedes figurarte la impresión que le causan estas cosas. Es, por ejemplo, como las uñas de aquel señor que me presentaste en tu oficina.

-Ya vi que las uñas del pobre Grinevich te impresionaron mucho -dijo Oblonsky, riendo.

-¡Son cosas insoportables para mí! -repuso Levin-. Ponte en mi lugar, en el de un hombre que vive en el campo. Allí procuramos tener las manos de modo que nos permitan trabajar más cómodamente; por eso nos cortamos las uñas y a veces nos remangamos el brazo... En cambio, aquí la gente se deja crecer las uñas todo lo que pueden dar de sí y se pone unos gemelos como platos para acabar de dejar las manos en estado de no poder servir para nada.

Esteban Arkadievich sonrió jovialmente.

-Señal de que no es preciso un trabajo rudo, que se labora con el cerebro... -alegó.

-Quizá. Pero de todos modos a mí eso me causa una extraña impresión; como me la causa el que nosotros los del pueblo procuremos comer deprisa para ponernos en seguida a trabajar otra vez, mientras que aquí procuráis no saciaros demasiado aprisa y por eso empezáis por comer ostras.

-Naturalmente -repuso su amigo-. El fin de la civilización consiste en convertir todas las cosas en un placer.

-Pues si ése es el fin de la civilización, prefiero ser un salvaje.

-Eres un salvaje sin necesidad de eso. Todos los Levin lo sois.

Levin suspiró. Recordó a su hermano Nicolás y se sintió avergonzado y dolorido. Arrugó el entrecejo. Pero ya Oblonsky le hablaba de otra cosa que distrajo su atención.

-¿Visitarás esta noche a los Scherbazky? ¿Quiero decir a...? -agregó, separando las conchas vacías y acercando el queso, mientras sus ojos brillaban de manera significativa.

-No dejaré de ir -repuso Levin-, aunque creo que la Princesa me invitó de mala gana.

-¡No digas tonterías! Es su modo de ser. Sírvanos la sopa, amigo -dijo Oblonsky al camarero-. Es su manera de grande dame. Yo también pasaré por allí, pero antes he de estar en casa de la condesa Bonina. Hay allí un coro, que... Como te decía, eres un salvaje... ¿Cómo se explica tu desaparición repentina de Moscú? Los Scherbazky no hacían más que preguntarme por ti, como si yo pudiera saber... Y sólo sé una cosa: que haces siempre lo contrario que los demás.

-Tienes razón: soy un salvaje -concedió Levin, hablando lentamente, pero con agitación-, pero si lo soy, no es por haberme ido entonces, sino por haber vuelto ahora.

-¡Qué feliz eres! -interrumpió su amigo, mirándole a los ojos.

-¿Por qué?

-Conozco los buenos caballos por el pelo y a los jóvenes enamorados por los ojos -declaró Esteban Arkadievich-. El mundo es tuyo... El porvenir se abre ante ti...

-¿Acaso tú no tienes ya nada ante ti?

-Sí, pero el porvenir es tuyo. Yo tengo sólo el presente, y este presente no es precisamente de color de rosa.

-¿Y eso?

-No marchan bien las cosas... Pero no quiero hablar de mí, y además no todo se puede explicar -dijo Esteban Arkadievich-. Cambia los platos -dijo al camarero. Y prosiguió-: Ea, ¿a qué has venido a Moscú?

-¿No lo adivinas? -contestó Levin, mirando fijamente a su amigo, sin apartar de él un instante sus ojos profundos.

-Lo adivino, pero no soy el llamado a iniciar la conversación sobre ello... Juzga por mis palabras si lo adivino o no -dijo Esteban Arkadievich con leve sonrisa.

-Y entonces, ¿qué me dices? -preguntó Levin con voz trémula, sintiendo que todos los músculos de su rostro se estremecían-. ¿Qué te parece el asunto?

Oblonsky vació lentamente su copa de Chablis sin quitar los ojos de Levin.

-Por mi parte -dijo- no desearía otra cosa. Creo que es lo mejor que podría suceder.

-¿No te equivocas? ¿Sabes a lo que te refieres? -repuso su amigo, clavando los ojos en él-. ¿Lo crees posible?

-Lo creo. ¿Por qué no?

-¿Supones sinceramente que es posible? Dime todo lo que piensas. ¿No me espera una negativa? Casi estoy seguro...

-¿Por qué piensas así? -dijo Esteban Arkadievich, observando la emoción de Levin.

-A veces lo creo, y esto fuera terrible para mí y para ella.

-No creo que para ella haya nada terrible en esto. Toda muchacha se enorgullece cuando piden su mano.

-Todas sí; pero ella no es como todas.

Esteban Arkadievich sonrió. Conocía los sentimientos de su amigo y sabía que para él todas las jóvenes del mundo estaban divididas en dos clases: una compuesta por la generalidad de las mujeres, sujetas a todas las flaquezas, y otra compuesta sólo por "ella" , que no tenía defecto alguno y estaba muy por encima del género humano.

-¿Qué haces? ¡Toma un poco de salsa! -dijo, deteniendo la mano de Levin, que separaba la fuente.

Levin, obediente, se sirvió salsa; pero impedía, con sus preguntas, que Esteban Arkadievich comiera tranquilo.

-Espera, espera -dijo-. Comprende que esto para mí es cuestión de vida o muerte. A nadie he hablado de ello. Con nadie puedo hablar, excepto contigo. Aunque seamos diferentes en todo, sé que me aprecias y yo te aprecio mucho también. Pero, ¡por Dios!, sé sincero conmigo.

-Yo te digo lo que pienso -respondió Oblonsky con una sonrisa-. Te diré más aún: mi esposa, que es una mujer extraordinaria...

Suspiró, recordando el estado de sus relaciones con ella y, tras un breve silencio, continuó:

-Tiene el don de prever los sucesos. Adivina el carácter de la gente y profetiza los acontecimientos... sobre todo si se trata de matrimonios... Por ejemplo: predijo que la Schajovskaya se casaría con Brenteln. Nadie quería creerlo. Pero resultó. Pues bien: está de tu parte.

-¿Es decir, que...?

-Que no sólo simpatiza contigo, sino que asegura que Kitty será indudablemente tu esposa.

Al oír aquellas palabras, el rostro de Levin se iluminó con una de esas sonrisas tras de las que parecen próximas a brotar lágrimas de ternura.

-¡Conque dice eso! -exclamó-. Siempre he opinado que tu esposa era una mujer admirable. Bien; basta. No hablemos más de eso -añadió, levantándose.

-Bueno, pero siéntate.

Levin no podía sentarse. Dio un par de vueltas con sus firmes pasos por la pequeña habitación, pestañeando con fuerza para dominar sus lágrimas, y sólo entonces volvió a instalarse en su silla.

-Comprende -dijo- que esto no es un amor vulgar. Yo he estado enamorado, pero no como ahora. No es ya un sentimiento, sino una fuerza superior a mí que me lleva a Kitty. Me fui de Moscú porque pensé que eso no podría ser, como no puede ser que exista felicidad en la tierra. Luego he luchado conmigo mismo y he comprendido que sin ella la vida me será imposible. Es preciso que tome una decisión.

-¿Por qué te fuiste?

-¡Ah, espera, espera! ¡Se me ocurren tantas cosas para preguntarte! No sabes el efecto que me han causado tus palabras. La felicidad me ha convertido casi en un ser indigno. Hoy me he enterado de que mi hermano Nicolás está aquí, ¡y hasta de él me había olvidado, como si creyera que también él era feliz! ¡Es una especie de locura! Pero hay una cosa terrible. A ti puedo decírtela, eres casado y conoces estos sentimientos... Lo terrible es que nosotros, hombres ya viejos y con un pasado... y no un pasado de amor, sino de pecado... nos acercamos a un ser puro, a un ser inocente. ¡No me digas que no es repugnante! Por eso uno no puede dejar de sentirse indigno.

-Y no obstante a ti de pocos pecados puede culpársete.

-Y sin embargo, cuando considero mi vida, siento asco, me estremezco y me maldigo y me quejo amargamente... Sí.

-Pero ¡qué quieres! El mundo es así -dijo Esteban Arkadievich.

-Sólo un consuelo nos queda, y es el de aquella oración tan bella de que siempre me acuerdo: "Perdónanos, Señor, no según nuestros merecimientos, sino según tu misericordia". Sólo así me puede perdonan

 


Respuesta  Mensaje 11 de 11 en el tema 
De: Atlantida Enviado: 19/01/2020 02:47

XI

 

Levin bebió el vino de su copa. Ambos callaron.

-Tengo algo más que decirte -indicó, al fin, Esteban Arkadievich-. ¿Conoces a Vronsky?

-No. ¿Por qué?

-Trae otra botella --dijo Oblonsky al tártaro, que acudía siempre para llenar las copas en el momento en que más podía estorbar. Y añadió:

-Porque es uno de tus rivales.

-¿Quien es ese Vronsky? -preguntó Levin.

Y el entusiasmo infantil que inundaba su rostro cedió el lugar a una expresión aviesa y desagradable.

-Es hijo del conde Cirilo Ivanovich Vronsky y uno de los más bellos representantes de la juventud dorada de San Petersburgo. Le conocí en Tver cuando serví allí. Él iba a la oficina para asuntos de reclutamiento. Es apuesto, inmensamente rico, tiene muy buenas relaciones y es edecán de Estado Mayor y, además, se trata de un muchacho muy bueno y muy simpático. Luego le he tratado aquí y resulta que es hasta inteligente e instruido. ¡Un joven que promete mucho!

Levin, frunciendo las cejas, guardó silencio.

-Llegó poco después de irte tú y se ve que está enamorado de Kitty hasta la locura. Y, ¿comprendes?, la madre...

-Perdona, pero no comprendo nada --dijo Levin, malhumorado.

Y, acordándose de su hermano, pensó en lo mal que estaba portándose con él.

-Calma, hombre, calma --dijo Esteban Arkadievich, sonriendo y dándole un golpecito en la mano-. Te he dicho lo que sé. Pero creo que en un caso tan delicado como éste, la ventaja está a tu favor.

Levin, muy pálido, se recostó en la silla.

-Yo te aconsejaría terminar el asunto lo antes posible -dijo Oblonsky, llenando la copa de Levin.

--Gracias; no puedo beber más -repuso Levin, separando su copa-. Me emborracharía. Bueno, ¿y cómo van tus cosas?-- continuó, tratando de cambiar de conversación.

-Espera; otra palabra -insistió Esteban Arkadievich-. Arregla el asunto lo antes posible; pero no hoy. Vete mañana por la mañana, haz una petición de mano en toda regla y que Dios te ayude.

-Recuerdo que querías siempre cazar en mis tierras ---dijo Levin-. ¿Por qué no vienes esta primavera?

Ahora lamentaba profundamente haber iniciado aquella conversación con Oblonsky, pues se sentía igualmente herido en sus más íntimos sentimientos por lo que acababa de saber sobre las pretensiones rivales de un oficial de San Petersburgo, como por los consejos y suposiciones de Esteban Arkadievich.

Oblonsky, comprendiendo lo que pasaba en el alma de Levin, sonrió.

-Iré, iré... -dijo-. Pues sí, hombre: las mujeres son el eje alrededor del cual gira todo. Mis cosas van mal, muy mal. Y también por culpa de ellas. Vamos: dame un consejo de amigo -añadió, sacando un cigarro y sosteniendo la copa con una mano.

-¿De qué se trata?

-De lo siguiente: supongamos que estás casado, que amas a tu mujer y que te seduce otra...

-Dispensa, pero me es imposible comprender eso. Sería como si, después de comer aquí a gusto, pasáramos ante una panadería y robásemos un pan.

Los ojos de Esteban Arkadievich brillaban más que nunca.

-¿Por qué no? Hay veces en que el pan huele tan bien que no puede uno contenerse:

 

Himmlisch ist's, wenn itch bezwungen

Meine irdische Begier;

Aber doch wenn's nicht gelungen

Hatt' ich auch recht hübsch Plaisir!10.

 

Y, después de recitar estos versos, Esteban Arkadievich sonrió maliciosamente. Levin no pudo reprimir a su vez una sonrisa.

-Hablo en serio -siguió diciendo Oblonsky-. Comprende: se trata de una mujer, de un ser débil enamorado, de una pobre mujer sola en el mundo y sin medios de vida que me lo ha sacrificado todo. ¿Cómo voy a dejarla? Suponiendo que nos separemos por consideración a mú familia, ¿cómo no voy a tener compasión de ella, cómo no ayudarla, cómo no suavizar el mal que le he causado?

-Dispensa. Ya sabes que para mí las mujeres se dividen en dos clases... Es decir.. no... Bueno, hay mujeres y hay... En fin: nunca he visto esos hermosos y débiles seres caídos, ni los veré nunca; pero de los que son como esa francesa pintada de ahí fuera, con sus postizos, huyo como de la peste. ¡Y todas las mujeres caídas, para mí, son como ésa!

-¿Y qué me dices de la del Evangelio?

-¡Calla, calla! Nunca habría Cristo pronunciado aquellas palabras si llega a saber el mal use que había de hacerse de ellas. De todo el Evangelio, nadie recuerda más que esas palabras. De todos modos, no digo lo que pienso, sino lo que siento. Aborrezco a las mujeres perdidas. A ti te repugnan las arañas; a mí, esta especie de mujeres. Seguramente no has estudiado la vida de las arañas, ¿verdad? Pues yo tampoco la de...

-Hablar así es muy fácil. Eres como aquel personaje de Dickens que con la mano izquierda tira detrás del hombro derecho los asuntos difíciles de resolver. Pero negar un hecho no es contestar una pregunta. Dime, ¿qué debo hacer en este caso? Tu mujer ha envejecido y tú te sientes pletórico de vida. Casi sin darte cuenta, te encuentras con que no puedes amar a tu esposa con verdadero amor, por más respeto que te inspire. ¡Si entonces aparece el amor ante ti, estás perdido! ¡Estás perdido! -repitió Esteban Arkadievich con desesperación y tristeza.

Levin sonrió.

-¡Sí, estás perdido! -repitió Oblonsky-. Y entonces, ¿qué hacer?

-No robar el pan tierno.

Esteban Arkadievich se puso a reír.

-¡Oh, moralista! Pero el caso es éste: hay dos mujeres. Una de ellas no se apoya más que en sus derechos, en nombre de los cuales te exige un amor que no le puedes conceder. La otra te lo sacrifica todo y no te pide nada a cambio. ¿Qué hacer, cómo proceder? ¡Es un drama terrible!

-Mi opinión sincera es que no hay tal drama. Porque, a lo que se me alcanza, ese amor... esos dos amores... que, como recordarás, Platón define en su Simposion, constituyen la piedra de toque de los hombres. Unos comprenden el uno, otros el otro. Y los que profesan el amor no platónico no tienen por qué hablar de dramas. Es un amor que no deja lugar a lo dramático. Todo el drama consiste en unas palabras: "Gracias por las satisfacciones que me has proporcionado, y adiós". En el amor platónico no puede haber tampoco drama, porque en él todo es puro y claro, y porque...

Levin recordó en aquel momento sus propios pecados y las luchas internas que soportara, y añadió inesperadamente:

-Al fin y al cabo, tal vez tengas razón... Bien puede ser. Pero no sé, decididamente no sé...

-Mira -dijo Esteban Arkadievich-: tu gran defecto y tu gran cualidad es que eres un hombre entero. Como es éste tu carácter, quisieras que el mundo estuviera compuesto de fenómenos enteros, y en realidad no es así. Tú, por ejemplo, desprecias la actividad social y el trabajo oficial porque quisieras que todo esfuerzo estuviera en relación con su fin, y eso no sucede en la vida. Desearías que la tarea de un hombre tuviera una finalidad, que el amor y la vida matrimonial fueran una misma cosa, y tampoco ocurre así. Toda la diversidad, la hermosura, el encanto de la vida, se componen de luces y sombras.

Levin suspiró, pero nada dijo. Pensaba en sus asuntos y no escuchaba a Oblonsky.

Y de pronto los dos comprendieron que, aunque eran amigos, aunque habían comido y bebido juntos -lo que debía haberlos aproximado más-, cada uno pensaba en sus cosas exclusivamente y no se preocupaba para nada del otro. Oblonsky había experimentado más de una vez esa impresión de alejamiento después de una comida destinada a aumentar la cordialidad y sabía lo que hay que hacer en tales ocasiones.

-¡La cuenta! -gritó, saliendo a la sala inmediata.

Encontró allí a un edecán de regimiento y entabló con él una charla sobre cierta artista y su protector. Halló así alivio y descanso de su conversación con Levin, el cual le arrastraba siempre a una tensión espiritual y cerebral excesivas.

Cuando el tártaro apareció con la cuenta de veintiséis rublos y algunos copecks, más un suplemento por vodkas, Levin -que en otro momento, como hombre del campo, se habría horrorizado de aquella enormidad, de la que le correspondía pagar catorce rublos-, no prestó al hecho atención alguna.

Pagó, pues, aquella cantidad y se dirigió a su casa para cambiar de traje a ir a la de los Scherbazky, donde había de decidirse su destino.

 



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