Todas... todas tenemos algo de guerrera en nosotras. Por muy suave que sea nuestra voz, llevamos un rugido escondido bajo la piel.
Hemos librado batallas invisibles, algunas contra el mundo, otras contra nosotras mismas, pero siempre nos levantamos. Nos crecen alas en los hombros y raíces en el útero. Podemos florecer como amapolas entre el trigo.
Somos escultores de nuestros destinos, incluso cuando el mármol es tosco o las herramientas escasas. Cada cicatriz, cada lágrima y cada sonrisa es un capítulo de valentía escrito en el libro de nuestras vidas, un testimonio de que somos invencibles.
Porque ser mujer significa desafiar la gravedad, significa bailar al borde del caos con la gracia de quien sabe que puede vencer. Somos guerreras de la vida cotidiana, de los sueños, de la libertad. Guerreras en los matrimonios, en los divorcios, en dar luz a la vida. En el parto de la vida... Y aunque la armadura es invisible, la fuerza que la sostiene es infinita.
No hay cadenas que impongan caminos ni muros que nos puedan detener. Somos el viento que se cuela por las grietas más estrechas, el agua que erosiona las rocas más duras. Cada paso que damos resuena con la fuerza de quienes nos precedieron y el coraje de quienes vendrán. Sabemos de dónde venimos, por dónde hemos caminado antes, los caminos que hemos recorrido antes...
No hay cosas imposibles cuando nuestros sueños golpean nuestro pecho con poder. No hay horizonte demasiado lejano cuando decidimos volar. Somos nosotras quienes escribimos nuestra historia, quienes rompemos moldes y desafiamos las normas. Porque ser mujer significa ser creadora, soñadora y luchadora, todo al mismo tiempo.