La vida no te prepara para los golpes silenciosos,
esos que no se ven venir y que, sin previo aviso,
trastocan tus cimientos.
No te enseña a decir adiós cuando no quieres,
a soltar aquello que amas o a aceptar
las cicatrices que nadie más entiende.
Crecemos con la idea de que las respuestas
siempre estarán allí, pero la verdad
es que muchas veces caminas en la oscuridad,
tanteando con miedo y esperanza.
La vida no te prepara para el caos de ser adulto,
para las noches donde el insomnio
es tu único compañero, o para esos días
en que la incertidumbre pesa más que la esperanza.
No hay manual que explique cómo lidiar con el fracaso,
cómo soportar las pérdidas, ni cómo enfrentar
la soledad en medio de una multitud.
Tampoco te prepara para los momentos
de pura felicidad,
para esos instantes tan perfectos
que casi duelen de tan efímeros.
No te advierte que el tiempo vuela cuando amas,
que las risas de hoy pueden ser los recuerdos
que más anheles mañana.
Pero quizás, lo más valioso es que la vida
no te prepara porque, en su imprevisibilidad,
te obliga a crecer. Cada caída, cada lágrima,
cada sonrisa inesperada te convierte en quien eres.
Al final, la vida no está diseñada para que estés listo,
sino para que aprendas sobre la marcha,
construyendo tus propias respuestas
y hallando belleza incluso en el desorden.