El hombre es salvo en comunidad no individualmente, como muchos tendemos a creer, más que nunca en nuestros días.
¿A qué viene esto? Podría decírseme.
A la religión.
Nuestra manera, individual, de ir buscando a Dios, para no caer en desviaciones dañinas e incluso amenazantes, debe ser guiada por la experiencia y sabiduría de nuestros mayores que, no en vano, tienen ya un buen trecho del camino recorrido.
Si la idea es polemizar y aún más romper con toda tradición… hasta luego.
Es esta palabra “tradición” fundamental en lo que, en adelante, trataremos.
La tradición puede ser vista de dos maneras distintas y sólidas por nosotros los católicos, si no me equivoco.
En primer lugar, la Tradición Oral que es el elemento constitutivo principal de toda identidad nacional, cultural o religiosa: Es una tradición que no es ajena a ninguna de nuestras latitudes y sobre la cual nos referimos constantemente en nuestros mitos, leyendas y demás cantares de otros tiempos lejanos como vigentes.
La segunda tradición es más controvertida y sobre la cual se han cernido toda clase intrigas y señalamientos. La tradición apostólica. Tradición que, para nosotros, resguarda y administra la interpretación – y puesta en práctica – de las escrituras: Fruto de aquella primera tradición y su decantamiento, claro.
¿Qué quiere decir esto de decantamiento?
Ahí viene la experiencia de fe.
Primero, es muy distinta la interpretación que cada uno pueda dar a una serie de hechos dispersos y, aún más, a una serie de textos descontextualizados y, segundo, son innegables todas las influencias de otras doctrinas y costumbres “contaminantes” que se pueden ir dando durante este proceso de interpretación, que es necesario depurar lo que se atesora y designa como Bien de la creencia y el uso que de éste se da y se deba dar.
Nosotros, con nuestra experiencia de fe Judeo – Cristiana, hemos elevado a la categoría de Palabra de Dios una serie de escritos que, vistos desde un ángulo, tienen un notable hilo conductor que, sin embargo, es posible hilvanar y deshilvanar de maneras tan enrevesadas que hemos llegado a matar en nombre de Dios y luego llorarle de arrepentimiento.
La Biblia es un libro complejo, mítico. Sensacional. ¡Formidable!
Y cuando he dicho mítico es distinto a legendario. No hay libro que haya marcado de manera más decisiva el desarrollo de la historia de la humanidad y contiene una serie de relatos que constituyen una riquísima identidad nacional, cultural, religiosa e incluso política y social, fuertemente arraigadas.
La Biblia contiene varias de las más bellas y brillantes páginas de la literatura universal: Nunca podré olvidar el “prólogo” del evangelio de Juan y el principio del Génesis: “En el principio…” justamente.
Además, la Biblia contiene postales históricas y socioculturales formidables. Una muy buena crónica en varias ocasiones y es, ante todo, un ejercicio de transmutación de la realidad, como toda buena literatura, de volcamiento total del alma y la vida de muchos hombres y pueblos sobre unos textos que hemos bañado en sangre, lamentablemente.
Es de muchos sabido que las cartas paulinas no son todas de Pablo y que el libro de los Hechos es un texto bisagra, sin olvidarnos de otros relatos en el antiguo testamento como el relato de Josué, que cumple esta misma función, o el libro de Job y Daniel, por ejemplo, que tienen sus variantes de estilo y, un poco, en el sentido.
Y… ¿Qué decir de los dos capítulos iniciales del Génesis? ¿No es esa suficiente prueba de que son fruto de dos vertientes distintas? Esto no quiere decir que no sean Palabra de Dios, al contrario, enriquece su potencial; es sólo que, usualmente, cuando usamos estas palabras y otras relacionadas con la fe, suena más a fetichismo, magia y adivinación que a otra cosa.
Es por esto, precisamente, que tenemos la imagen del profeta cómo un tipo clarividente capaz de adelantarse a los acontecimientos más que al tío que interpreta los hechos que vive o los pasados para darles un sentido de fe, para la gloria del Señor.
Es más profeta, para nosotros, mayoritariamente, Nostradamus que el reverendo Martín Luther King, por ejemplo.
Juan, el bautista, no adivinó nada y fue el precursor.
A esto me refiero.
Es posible que vinieran algunas clases de profecías dentro de los escritos bíblicos, más no por eso debemos buscar en ellos una crónica anticipada de lo que serán nuestras cotidianidades a tiempo futuro y una anticipación de los sucesos más trascendentales de nuestra historia con fines terroríficos y propagandísticos, como se suele hacer en muchas ocasiones.
Corrientemente buscamos en la Biblia códices que nos develen misterios inalcanzables para los mortales comunes y corrientes, no una serie de normas prácticas que nos ayuden a corregir errores pasados y redirigir nuestras vidas a un futuro más armónico y plenos en la presencia del señor.
Buscamos lo espectacular en el más sencillo de los seres… Dios.
DE LA RED.