La felicidad son pétalos de años que Dios pone en nuestras manos para convertirla en una rosa. La buscamos a nuestra medida, le fabricamos un entorno irreal que no tiene.
La soñamos más que la vivimos y muchas veces, llevándola dentro, la sacamos y la desfiguramos en un ambiente de superficialidad.
Es intimidad en el amigo, luz en el hogar; es detalle, beso, sonrisa, flores, cielo, mar. Es verdad que la felicidad no es siempre estable, fija, duradera.
Más bien parece un parpadeo, una luz que dura minutos, como huecos de trecho en trecho en una red muy tupida.
Los sufrimientos, en cambio, parecen un beso que se estanca, se posiciona, se adueña, se queda.
Si no se agota en ti la resistencia de la voluntad, ni la fuerza de las emociones, ni el hambre de aventura, ni la frescura de los hondos manantiales de la vida, has conocido la felicidad.
Si los golpes no te rompen la fe, si la indiferencia no te cierra las manos, si el egoísmo y la avaricia no te secan los sentimientos y llegas al fin con capacidad de emoción, de llanto, de perdón, de ternura, de plegaria, de luz, has conocido la felicidad...
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