Sueños
Esta noche ha sido distinta: He soñado. Eso me sucede con tan poca frecuencia que me decidí a abrir el cuaderno y contarles. Escojo un par de palabras mientras la tinta se adhiere a esta piel suavemente, sin quejarse, deslizándose. Levanto la vista ante un sonido inesperado. Cierro el cuaderno, abro la puerta. Es mi amiga Miriam, quien se dispone a contarme que su novio le ha dejado por enésima vez; y que ésta, como todas las anteriores, no ha sido culpa suya. Yo le escucho, con mi cordura heredada y mi locura aprendida.
Me gusta cómo me miente. En un vaivén de palabras la he perdido. Nos perdemos. Abro el cuaderno, cierro los ojos. Me escapo de esta vida propia y ajena que me persigue y que me encuentra. Mis pasos errantes me han traído a un mercado, donde se comercia con niveles de vida, ideologías y pensamientos adheridos a los bienes materiales. Esto nadie lo entiende y muy pocos lo saben. Yo les miro y les descifro.
Intuyo y acierto. Estoy en el tren. Abro el cuaderno, cierro el vagón. Mis oídos se pierden en una conversación tan efímera como su contenido: el susurro de un “te quiero” que se pierde entre vapores y pasos. Cierro el cuaderno. Les observo con ojos llenos de ayeres, con un dejo de costumbre. Les hago míos, les nombro, les admiro y les desprecio. Ellos no me ven, no me imaginan, no existo. Resulta obsceno observarles así: oculto en el anonimato, en la comodidad del camuflaje de las multitudes que roban la propia individualidad (y la personalidad).
Me pierdo; me encuentro. Abro el cuaderno: aspiro la frescura del verde y los colores, que me llenan de primaveras viejas y de recuerdos que no han ocurrido – y acaso jamás ocurrirán. Cierro. Me encierro. Me angustio. Suspiro. Escucho: El ruiseñor canta. Habla de temas tan sublimes que ponerlos en lengua humana sería querer materializar lo etéreo.
Dejo las palabras. Me abandono en la noche – en su olor a naranjo – y sueño. Sueño sin cesar y sin culpa: mañana lo habré olvidado todo.
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