Desvelo de los ángeles
Para Lidia y Augusto en la hora del tránsito del Hijo. «Escucharé en la noche tus palabras: ... niño, mi niño...». Pablo Neruda I Sobre albas de maitines los Ángeles caminan. ¿Hacia qué territorios de música y laureles llevan su paz inmensa y transparente? ¿Junto a qué latitudes de transido desvelo van con el nardo intacto de su historia? En espejos de nieve se miran y en perpetuo sosiego, nos recuerdan. Pero no duermen nunca: arañan nuestra sangre llena de amargas heces; suben por nuestras duras primaveras de sueños, y en nuestra cal sonámbula y helada, sollozan... Y un día están, de nuevo, con su ceguera triste de raíces oprimiendo el camino de las llagas. II Los Ángeles son nuestros: son nuestras alas rotas; son las anclas dormidas sobre lechos de herrumbres, en la raíz penosa de la tierra. Es nuestra voz de niebla y de distancia: -esa que no pudimos usar en el instante de elegir el camino marinero. Los ojos de los Ángeles no duermen: están en nuestras órbitas salobres buscando el necesario reverso de la luz. Y sus labios sumisamente eligen las palabras que nombran la morada del sueño. Sus manos son jazmines sellados de silencio, junto a una cruz de nieve, eterna y pura. III Los Ángeles navegan siempre... Un necesario acontecer los llama hacia seguras islas de recuerdo y nostalgia. Ardientes Rosas de los Vientos crecen sobre el pecho, librado de mármoles tempranos, y una remota música de brújulas les traza itinerarios sobre un atlas de nube, hacia dolientes rumbos de lunas desoladas. Están entre archipiélagos de sombras, reinando sobre imperios de glaciales contornos. Cruzan la absorta dimensión del aire, y el alba numerosa que los lleva se ilumina de pájaros azules. Los Ángeles, sin rostro y sin memoria, navegan por los cauces nocturnos de la sangre. Un cielo azul, invicto y despejado, cuida su paz de sueños sin fronteras.
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