Fue un pecado quererla, Señor, y, sin
embargo
mis labios están dulces por ese amor amargo.
Ella fue como un agua callada que corría...
Si
es culpa tener sed, toda la culpa es mía.
Perdónala Señor, Tú que le diste a ella
su
frescura de lluvia y su esplendor de estrella.
Su alma era transparente como
un vaso vacío:
yo lo llené de amor. Todo el pecado es
mío.
Pero ¿cómo no amarla, si Tú hiciste que
fuera
turbadora y fragante como la primavera?
¿Cómo no haberla amado, si era como el
rocío
sobre la yerba seca y ávida del estío?
Traté de rechazarla, Señor, inútilmente,
como un
surco que intenta rechazar la simiente.
Era de otro. Era de otro que no la merecía,
y
por eso, en sus brazos, seguía siendo mía.
Era de otro, Señor. Pero hay cosas sin
dueño:
las rosas y los ríos, y el amor y el ensueño.
Y ella me dio su amor como se da una rosa
como
quien lo da todo, dando tan poca cosa...
Una embriaguez extraña nos venció poco a
poco.
Ella no fue culpable, Señor... ni yo tampoco!
Toda la culpa es tuya, porque la hiciste bella
y
me diste los ojos para mirarla a ella.
Sí, nuestra culpa es tuya, si es una culpa
amar
y si es culpable un río cuando corre hacia el mar.
Es tan bella, Señor, y tan suave, y tan
clara,
que sería un pecado mayor si no la amara.
Y por eso, perdóname, Señor, porque es tan
bella,
que Tú, que hiciste el agua, y la flor, y la estrella;
Tú, que oyes
el lamento de este dolor sin nombre,
¡Tú también la amarías, si pudieras ser
hombre!
José Angel Buesa