“Aparta mis ojos, que no vean la vanidad; Avívame en tu camino”
(Salmos 119:37).
El apóstol Pablo fue, quizá, un de los mayores viajeros de su tiempo. Visitó muchas tierras y vio muchos escenarios en los diferentes países. Cuando regresó, escribió sobre sus viajes. Sus epístolas eran bastantes leidas por las primeras iglesias. En todo cuanto escribió, mientras, ninguna línea había sobre el paisaje de los países por donde pasó. No había una línea sobre las maravillas de la arquitectura de sus días. También no había una línea siquiera sobre las costumbres de los pueblos por donde andaba. ¿No es eso singular? Existe una razón para eso. El apóstol era “ciego”.
Cuando viajaba, él era ciego para todo lo de más que estuviese fuera de los propósitos de Dios. El camino de Damasco, cuando él encontró al Señor Jesus, Fue cegado por la visión de Su grande gloria y, de aquel momento en delante, él no podía ver nada además de la voluntad del Señor y de Su Evangelio.
¿qué ha despertado la atención de nuestros ojos? ¿En que hemos fijado nuestra visión? Las cosas de este mundo han sacado nuestra atención de lo que realmente importa o, firmados en el amor de Dios ¿hemos cerrado los ojos para los engaños de este mundo tenebroso?
Nuestros ojos, muchas veces, buscan en lo material una fuente de placer y alegría. Queremos andar en la moda, tener una buena casa y un carro nuevo, queremos ser admirados por aquéllos que se nos cercan, queremos tener mucho dinero para aprovechar lo mejor que la vida ofrece. Nuestros ojos están fijados en estas cosas y no consiguen mirar más nada.
Estamos tan distraídas y deslumbradas con el marketing coloreado de una satisfacción provisoria que no conseguimos percibir qué solo Dios puede darnos la verdadera y eterna felicidad.
Pablo encontró a Jesus y aprendió esta verdad. Haga como él –
cierre los ojos para el mundo y mantengalos abiertos para Dios. Solo así usted será realmente feliz.