Creo que la amistad tiene edad.
No es como el amor que puede sentirse alocado nuevamente cuando renace a los 80, como el odio que es siempre negro y mezquino o la envidia que echa raíces en el alma casi desde que nacemos. La amistad tiene etapas, a semejanza de nosotros mismos, y se hace humana en la forma de crecer y cumplir años.
Cuando nace, acompaña al ser humano con inocencia de niña. Nos permite tener esos amigos del cole con la cadencia inexperta del que apenas sabe hablar. Y por eso nos provoca sentimientos encontrados, confundidos entre el ego que esos días es compañero de pupitre y las ganas de sentirse compinchado en la aventura fantasiosa de los juegos.
Así pasa sus primeros cumpleaños, con palmadas de mil manos diferentes y emociones que cambian con el curso académico de la vida, el descanso del verano o la alegría de la afición compartida.
Y de esa manera la encuentra la adolescencia. Y ahí, ahí es donde ella puede al fin lucir sus galas porque todo huele a hormona estrenada y a sentimientos exagerados aflorando por los poros de una piel recién cambiada. Es el momento del “esto nunca acabará”, “te quiero un montonazo” y otras frases hechas más, copiadas de una tarjeta postal o convertidas en numero uno en la red que actualmente nos enreda la vida.
Luego, después de esa explosión carnavalera de la fiesta y la alegría, tengo la sensación de que la amistad se hace la sueca. Anda por ahí, de fiesta en fiesta, admitiendo sin dudar las buenas nuevas, pero sabiendo, como saben los sabios y los viejos que nada será para siempre y que habrá tiempo, alguna vez, de rescatar lo que quede en la resaca azul de la tormenta vencida.
Pero hay un día, un día de tantos en los que nos levantamos de la cama sintiéndonos renovados, en el que tenemos la sensación de que algo ha sucedido en el tiempo en que soñamos. Y es que aquel sentimiento que desde siempre nos escolta, alcanza la madurez en el soplo repetido de las velas. Es entonces, en ese momento dulce en que quedaron atrás los desafíos del oleaje, cuando se nos presenta serena, con el encanto del trabajo rendido. Y como siempre queda algo en la piel del tatuaje borrado, volvemos a los orígenes y a los recuerdos con sensatez y agradecimiento, un poco sorprendidos de que esta señora de pelo cano, vuelva a traernos desde el corazón el pellizco aquel que un día nos enseñó a confiar en el amigo, a ser confidentes fieles y compañeros de viaje.
Me encanta estar en esta etapa aunque sepa de antemano que la amistad creció conmigo y que he cumplido los años de ver el sueño consumado. Me alegra el alma saber que ya no es tiempo de fingir que nos queremos, que estoy en ese momento de mirar con la sinceridad que se aprende con los años y aceptar lo bueno y lo malo, lo igual y lo diferente de cada uno de mis amigos.
Por todos aquellos a los que ahora recibo desde la calidez de mi sofá, por todos los que quedaron en el vaivén del camino cuando la amistad se despistaba, por vosotros, por los que sabéis que estáis a pesar de no compartir conmigo todas y cada una de mis definiciones, siempre por vosotros. Gracias.
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