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General: A la muerte del tirano
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De: tango  (Mensaje original) Enviado: 09/02/2004 17:19
n 16 de julio del 2001

A los diez años de la muerte de Castro

Por Otto Martín Wolf

omartinw@yahoo.com


He llegado a La Habana por primera vez desde la muerte, hace ya una década, de Fidel Castro. Lo primero que me impresionó fueron los simples y eficientes trámites de migración y aduanas, además de que el aire acondicionado del aeropuerto José Martí funcionaba de maravillas. Creo que la facilidad en el papeleo no se debió precisamente a que ahora cuenta con computadoras y equipo especial, sino más bien a que nadie andaba buscando armas o bombas supuestamente dirigidas a matar o derrocar a Fidel Castro. Su muerte fue ocultada casi durante treinta días, hasta que llegó el momento en que fue imposible detener la noticia que, para sorpresa de algunos, fue celebrada con más júbilo en Cuba que en Miami. Desde luego que la Calle 8 y todos los barrios cubanos vivieron un carnaval improvisado, pero nada en comparación en la isla. La sorpresa se debió a que nadie en el ejército o el gobierno tenía un plan contingencial para un suceso que, a fuerza de ser muchas veces anunciado y muchísimas más negado, todos creían que no iba a ocurrir jamás. Raúl Castro, cuya voz sonó más débil e insegura que nunca, informó sobre la noticia por televisión y declaró diez días de duelo nacional, que no fueron respetados ni siquiera por los más cercanos colaboradores del gobierno, ya que todos corrieron a ponerse a salvo, mientras unos buscaban una sucesión que les permitiera seguir disfrutando del poder, otros trataban de sacar del país todo el dinero posible y depositarlo en lugares seguros para garantizarse un retiro con las mismas comodidades y lujos a los que se acostumbraron durante los cuarenta y pico de años que duró el régimen. Raúl lo siguió a la tumba apenas unos días después. No se supo -y a la verdad a nadie le importó- si en realidad había muerto de un infarto o si, como muchos sospechaban, se había pegado un tiro abrumado por el peso del mundo que empezó a derrumbarse inmediatamente, cuando aún no enterraban a Fidel. La muerte de Castro aclaró muchas dudas, una de las más importantes y que había permanecido durante mucho tiempo en la mente de algunas personas: ¿Qué harían los cubanos de Miami, contemplarían las cosas desde afuera o tratarían de regresar a su patria? Y esa fue la sorpresa general. El éxodo se produjo al revés. No partieron de Miami en improvisadas balsas o precarias embarcaciones, pero en yates de lujo y lanchas de pesca, de su propiedad o rentados. Y esos botes no fueron ocupados únicamente por cubanos venidos de Cuba, sino que también por sus descendientes, hijos de cubanos nacidos en el exilio, que verían por primera vez la patria de sus padres. Los soldados del régimen contemplaron impotentes como la solitaria barquilla que apareció en el horizontes, se convirtió en pocos momentos en toda una flota, imposible de contener. Los exiliado regresaron en forma masiva, uno a las casas de sus familiares durante tanto tiempo no vistos y otros a los hoteles de lujo a los que, hasta ese momento, sólo había tenía acceso el turismo internacional. Lo que siguió sólo podía ser visualizado como una película puesta a alta velocidad. La vieja Habana, el casco histórico, fue inmediatamente restaurado, sus bellos y descuidados edificios abandonados durante tanto tiempo por el régimen, recobraron el centenario atractivo original y pronto se convirtieron en pintorescos hoteles, tiendas de souvenir y cafeterías atestadas de clientela nacional y turistas de todas las partes del mundo. Fábricas y comercios, nuevas urbanizaciones, hoteles y restaurantes de todas partes del mundo empezaron a surgir en cada lote baldío o edificio que fue abandonado por la desidia que invadió a la gente cuando el castrismo le quitó el incentivo al trabajo. Los monumentos y estatuas construidos por doquier para ensalzar al poder máximo de la revolución, desaparecieron tan rápida y silenciosamente que muy pronto nadie recordaba realmente si alguna vez existieron. Lo mismo sucedió con Fidel Castro. Su nombre y leyenda se esfumaron con la misma rapidez que lo hicieron los uniformes y emblemas de todos los que le alabaron durante todo el tiempo. No hubo perseguidos, la gente estaba demasiado ocupada tratando de reiniciar una civilización interrumpida durante más de cuarenta años. Diez años después de la muerte de Fidel Castro, lo único que queda es el recuerdo vago, triste y lejano, como el de esas pesadillas borrosas que todos queremos olvidar. Es que nada dura para sie


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