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General: EL PENSAMIENTO VIVO DE MARX ( PARTE 2 )
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De: ATTACmx (Mensaje original) |
Enviado: 11/03/2004 00:10 |
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La enseñanza de Marx: ¿está perimida? PARTE 2
Las cuestiones de la competencia, de la concentración de la riqueza y del monopolio llevan naturalmente a la cuestión de saber si en nuestra época la teoría económica de Marx no tiene más que un simple interés histórico -como, por ejemplo, la teoría de Adam Smith- o si sigue teniendo verdadera importancia. El criterio para responder a esta pregunta es simple: si la teoría estima correctamente el curso de la evolución y prevé el futuro mejor que las otras teorías, sigue siendo la teoría más adelantada de nuestra época, aunque date ya de muchos años. El famoso economista alemán Werner Sombart (6) , que era virtualmente un marxista al comienzo de su carrera, pero que luego revisó todos los aspectos más revolucionarios de la doctrina de Marx, opuso a El Capital de Marx su propio Capitalismo, que probablemente es la exposición apologética más conocida de la economía burguesa en los tiempos recientes. Sombart escribió: “Karl Marx profetizó: primero, la miseria creciente de los trabajadores asalariados; segundo, la ‘concentración’ general, con la desaparición de los campesinos; tercero, el colapso catastrófico del capitalismo. Nada de esto ha ocurrido”. A esos pronósticos equivocados, Sombart contrapone su propio pronóstico, “estrictamente científico”.“El capitalismo subsistirá -según él- para transformarse internamente en la misma dirección en que ha comenzado ya a transformarse en la época de su apogeo: al envejecer se vuelve más y más tranquilo, sosegado, razonable”. Tratemos de verificar, aunque no sea más que en sus líneas generales, quién de los dos está en lo cierto: Marx, con su pronóstico de la catástrofe, o Sombart, quien en nombre de toda economía burguesa prometió que las cosas se arreglarían de una manera “tranquila, sosegada y razonable”. El lector convendrá en que el asunto es digno de estudio.
A. La teoría de la miseria creciente “La acumulación de la riqueza en un polo -escribió Marx sesenta años antes que Sombart- es, en consecuencia, al mismo tiempo acumulación de miseria, sufrimiento, esclavitud, ignorancia, brutalidad, degradación mental en el polo opuesto, es decir, de parte de la clase cuyo producto toma la forma de capital.” Esa tesis de Marx, bajo el nombre de “teoría de la miseria creciente”, ha sido sometida a ataques constantes por parte de los reformistas y socialdemócratas, especialmente durante el período de 1896 a 1914, cuando el capitalismo se desarrolló rápidamente e hizo ciertas concesiones a los trabajadores, especialmente a su estrato superior. Después de la Guerra Mundial, cuando la burguesía, asustada por sus propios crímenes y espantada por la Revolución de Octubre, tomó el camino de las reformas sociales anunciadas, cuyo efecto fue anulado inmediatamente por la inflación y la desocupación, la teoría de la transformación progresiva de la sociedad capitalista apareció completamente asegurada ante los ojos de los reformistas y de los profesores burgueses. “El poder adquisitivo del trabajo asalariado -nos aseguró Sombart en 1928- ha crecido en proporción directa a la expansión de la producción capitalista.” En realidad, la contradicción económica entre el proletariado y la burguesía fue agravada durante los períodos más prósperos del desarrollo capitalista, cuando el ascenso del nivel de vida de cierta capa de trabajadores, bastante extendido por momentos, ocultaba la disminución de la participación del proletariado en la renta nacional. De este modo, precisamente antes de caer en la postración, la producción industrial de Estados Unidos, por ejemplo, aumentó en un 50% entre 1920 y 1930, mientras que la suma pagada por salarios aumentó únicamente en un 30%, lo que significa una tremenda disminución de la participación de los trabajadores en la renta nacional. En 1930 se inició un terrible aumento de la desocupación, y en 1933 una ayuda más o menos sistemática a los desocupados, quienes recibieron en forma de subsidio apenas más de la mitad de lo que habían perdido en salarios. La ilusión del progreso “ininterrumpido” de todas las clases se ha desvanecido sin dejar rastro. La declinación relativa del nivel de vida de las masas ha dado lugar a una declinación absoluta. Los trabajadores comienzan por economizar en sus modestas diversiones, luego en sus vestidos y finalmente en sus alimentos. Los artículos y productos de calidad media han sido sustituidos por los de calidad mediocre y los de calidad mediocre por los de calidad francamente mala. Los sindicatos comenzaron a parecerse al hombre que se aferra desesperadamente al pasamanos mientras desciende vertiginosamente en un ascensor. Con el 6% de la población mundial, Estados Unidos posee el 40% de la riqueza mundial. Sin embargo, un tercio de la nación, como lo admite el propio Roosevelt, está subalimentado, mal vestido y vive en condiciones indignas para el hombre. ¿Qué se podría decir, pues, de los países mucho menos privilegiados? La historia del mundo capitalista desde la última guerra confirma de una manera irrefutable la llamada “teoría de la miseria creciente”. El régimen fascista, el cual reduce simplemente al máximo los límites de la decadencia y de la reacción inherentes a todo capitalismo imperialista, se hizo indispensable cuando la degeneración del capitalismo hizo desaparecer toda posibilidad de mantener ilusiones con respecto a la elevación del nivel de vida del proletariado. La dictadura fascista significa el abierto reconocimiento de la tendencia al empobrecimiento, que todavía tratan de ocultar las democracias imperialistas más ricas. Mussolini y Hitler persiguen al marxismo con tanto odio precisamente porque su propio régimen es la confirmación más horrible de los pronósticos marxistas. El mundo civilizado se indignó, o pretendió indignarse, cuando G철ering, con el tono de verdugo y de bufón que le es peculiar, declaró que los cañones son más importantes que la manteca, o cuando Cagliostro-Casanova-Mussolini advirtió a los trabajadores de Italia que debían apretarse los cinturones de sus camisas negras. ¿Pero acaso no ocurre substancialmente lo mismo en las democracias imperialistas? En todas partes se utiliza la manteca para engrasar los cañones. Los trabajadores de Francia, Inglaterra y Estados Unidos aprenden a estrechar sus cinturones sin tener camisas negras. B. El ejército de reserva y la nueva subclase de los desocupados El ejército de reserva industrial forma parte indispensable del mecanismo social del capitalismo, tanto como la reserva de máquinas y de materias primas en las fábricas o como el stock de productos manufacturados en los almacenes. Ni la expansión general de la producción ni la adaptación a los flujos y reflujos del ciclo industrial serían posibles sin una reserva de fuerza de trabajo. De la tendencia general de desarrollo del capitalismo -el aumento del capital constante (máquinas y materias primas) en detrimento del capital variable (fuerza de trabajo)- Marx saca la siguiente conclusión: “Cuanto mayor es la riqueza social, y mayor es la masa de sobrepoblación consolidada [...] tanto mayor es el ejército industrial de reserva, tanto mayor es la pauperización oficial. Esta es la ley general absoluta de la acumulación capitalista”. Esta tesis, unida indisolublemente con la “teoría de la miseria creciente” y denunciada durante muchos años como “exagerada”, “tendenciosa” y “demagógica”, se ha convertido ahora en la imagen teórica irreprochable de la realidad. El actual ejército de desocupados ya no puede ser considerado como un “ejército de reserva”, pues su masa fundamental no puede tener ya esperanza alguna de volver a encontrar trabajo; por el contrario, está destinado a ser engrosado con una afluencia constante de nuevos desocupados. La desintegración del capitalismo ha traído consigo toda una generación de jóvenes que nunca han tenido un empleo y que no tienen esperanza alguna de conseguirlo. Esta nueva subclase entre el proletariado y el semiproletariado está obligada a vivir a expensas de la sociedad. Se ha calculado que en el curso de nueve años (1930-1938) la desocupación ha privado a la economía de Estados Unidos de más de 43 millones de años de trabajo humano. Si se considera que en 1929, en la cima de la prosperidad, había dos millones de desocupados en Estados Unidos y que durante esos nueve años el número de trabajadores potenciales ha aumentado hasta cinco millones, el número total de años de trabajo humano perdido ha tenido que multiplicarse. Un régimen social afectado por semejante plaga se halla enfermo de muerte. La diagnosis exacta de esa enfermedad fue hecha hace cerca de ochenta años, cuando la enfermedad misma no era más que un germen. C. La decadencia de las clases medias Las cifras que demuestran la concentración del capital indican al mismo tiempo que la gravitación específica de la clase media en la producción y su participación en la renta nacional han ido decayendo constantemente, en tanto que las pequeñas empresas han sido, o bien completamente absorbidas o degradadas y desprovistas de su independencia, convirtiéndose en un mero símbolo de un trabajo insoportable y de una miseria desesperada. Al mismo tiempo, es cierto, el desarrollo del capitalismo ha estimulado considerablemente un aumento en el ejército de técnicos, gerentes, empleados, médicos: en una palabra, la llamada “nueva clase media”. Pero ese estrato, cuyo aumento no tenía ya misterios para Marx, tiene poco que ver con la vieja clase media, que en la propiedad de sus medios de producción tenía una garantía tangible de independencia económica. La “nueva clase media” depende más directamente de los capitalistas que los obreros. En efecto, estos están en gran medida bajo la dominación de esta clase; además dentro de esta nueva clase media, se ha verificado una sobreproducción considerable con su correspondiente consecuencia: la degradación social. “La información estadística segura -afirma una persona tan alejada del marxismo como el ya citado Mr. Homer S. Cummings- demuestra que muchas unidades industriales han desaparecido completamente y que lo que ha ocurrido es una eliminación progresiva de los pequeños empresarios como un factor en la vida norteamericana”. Pero según objeta Sombart, “la concentración general, a pesar de la desaparición de la clase de artesanos y campesinos” no se ha producido todavía. Como todo teórico, Marx comenzó por aislar las tendencias fundamentales en sus formas más puras; de otro modo hubiera sido completamente imposible comprender el destino de la sociedad capitalista. Marx era, sin embargo, perfectamente capaz de examinar el fenómeno de la vida a la luz del análisis concreto, como un producto de la concatenación de diversos factores históricos. Las leyes de Newton no han sido invalidadas por el hecho de que la velocidad en la caída de los cuerpos varía bajo condiciones diferentes o de que las órbitas de los planetas están sujetas a perturbaciones. Para comprender la llamada “tenacidad” de las clases medias es bueno recordar que las dos tendencias -la ruina de las clases medias y la proletarización de esas clases arruinadas-, no se producen al mismo paso ni con los mismos límites. De la creciente preponderancia de la máquina sobre la fuerza de trabajo resulta que cuanto más avanza la ruina de las clases medias tanto más aventaja al proceso de su proletarización; en realidad, en cierto momento este último puede cesar completamente e incluso retroceder. Así como la acción de las leyes fisiológicas produce resultados diferentes en un organismo en crecimiento que en uno en decadencia, así también las leyes económicas de la economía marxista actúan de manera distinta en un capitalismo en desarrollo que en un capitalismo en desintegración. Esta diferencia aparece con especial claridad en las relaciones mutuas entre la ciudad y el campo. La población rural de Estados Unidos, que crece comparativamente a una velocidad menor que el total de la población, siguió creciendo en cifras absolutas hasta 1910, fecha en que llegó a más de 32 millones. Durante los veinte años siguientes, a pesar del rápido aumento de la población total del campo, bajó a 30,4 millones, es decir, 1,6 millones. Pero en 1935 se elevó otra vez a 32,8 millones, con un aumento de 2,4 millones. Esta inversión de la tendencia, sorprendente a primera vista, no refuta en lo más mínimo la tendencia de la población urbana a crecer a expensas de la población rural, ni la tendencia de las clases medias a atomizarse, mientras que al mismo tiempo demuestra de la manera más categórica la desintegración del sistema capitalista en su conjunto. El aumento de la población rural durante el período de crisis aguda de 1930-1935 se explica sencillamente por el hecho de que poco menos que dos millones de pobladores urbanos, o, hablando con más exactitud, 2 millones de desocupados hambrientos, se refugiaron en el campo, en tierras abandonadas por los labradores o en granjas de sus parientes y amigos, con objeto de emplear su fuerza de trabajo, rechazada por la sociedad, en la economía natural productiva y poder vivir una existencia menos miserable en vez de morirse totalmente de hambre. No se trata, entonces, de una cuestión de estabilidad de los granjeros, artesanos y comerciantes, sino más bien de la abyecta miseria de su situación. Lejos de constituir una garantía para el futuro, la clase media es una reliquia infortunada y trágica del pasado. Incapaz de suprimirla por completo, el capitalismo la ha reducido al mayor grado de degradación y de miseria. Al granjero se le niega no solamente la renta que se le debe por su lote de terreno y la ganancia del capital que ha invertido en él, sino también una buena porción de su salario. De la misma manera, la pobre gente que reside en la ciudad gasta poco a poco sus reservas y zozobra en una existencia que vale poco más que la muerte. La clase media no se proletariza únicamente porque se pauperiza. A este respecto es tan difícil encontrar un argumento contra Marx como en favor del capitalismo. D. La crisis industrial El final del siglo pasado y el comienzo del presente siglo se han caracterizado por un progreso tan abrumador del capitalismo, que las crisis cíclicas parecían no ser más que molestias “accidentales”. Durante los años de optimismo capitalista casi universal los críticos de Marx nos aseguraban que el desarrollo nacional e internacional de los “trusts”, sindicatos y carteles introducía en el mercado una organización bien planeada y presagiaba el triunfo final sobre las crisis. Según Sombart, las crisis habían sido ya “abolidas” antes de la guerra por el mecanismo del propio capitalismo, de tal modo que “el problema de las crisis nos deja hoy día virtualmente indiferentes”. Ahora, solamente diez años más tarde, esas palabras suenan a burla, porque el pronóstico de Marx se nos aparece hoy en día en toda la medida de su trágica fuerza. Es notable que la prensa capitalista, que pretende negar como puede la existencia misma de los monopolios, recurra a esos mismos monopolios para negar como puede la anarquía capitalista. Si sesenta familias dirigen la vida económica de Estados Unidos, The New York Times observa irónicamente: “Esto demostraría que el capitalismo norteamericano, lejos de ser anárquico y sin plan alguno, se halla organizado con gran precisión”. Este argumento yerra el blanco. El capitalismo ha sido incapaz de desarrollar una sola de sus tendencias hasta el fin. Así como la concentración de la riqueza no suprime a la clase media, así tampoco el monopolio suprime a la competencia, sólo la ahoga y la contiene. Ni el “plan” de cada una de las sesenta familias ni las diversas variantes de esos planes se hallan interesados en lo más mínimo en la coordinación de las diferentes ramas de la economía, sino más bien en el aumento de los beneficios de su camarilla monopolista a expensas de otras camarillas y a expensas de toda la nación. En último término, el choque de semejantes planes no hace más que profundizar la anarquía en la economía nacional. La crisis de 1929 estalló en Estados Unidos un año después de haber declarado Sombart la completa indiferencia de su “ciencia” con respecto al problema de la crisis. Desde la cumbre de una prosperidad sin precedentes, la economía de Estados Unidos fue lanzada al abismo de una postración monstruosa. Nadie podía haber concebido en la época de Marx convulsiones de tal magnitud. La renta nacional de Estados Unidos se había elevado por primera vez en 1920 a 69 mil millones de dólares para caer al año siguiente a 50 mil millones de dólares (un descenso del 27%). Como consecuencia de la prosperidad de los años siguientes, la renta nacional se elevó de nuevo, en 1929, a su punto máximo de 81 mil millones de dólares, para descender en 1932 a 40 mil millones de dólares, es decir, ¡a menos de la mitad! Durante los nueve años de 1930 a 1938 se perdieron aproximadamente 43 millones de años de trabajo humano y 133 mil millones de dólares de la renta nacional, teniendo en cuenta el trabajo y la renta de 1929. Si todo esto no es anarquía, ¿cuál puede ser el significado de esta palabra? E. La teoría del colapso La inteligencia y el corazón de los intelectuales de la clase media y de los burócratas de los sindicatos estuvieron casi completamente dominados por las hazañas logradas por el capitalismo entre la época de la muerte de Marx y el comienzo de la Guerra Mundial. La idea del progreso gradual (evolución) parecía haberse asegurado para siempre, en tanto que la idea de revolución era considerada como una mera reliquia de la barbarie. Al pronóstico de Marx se oponía el pronóstico cualitativamente contrario sobre la distribución mejor equilibrada de la renta nacional con la suavización de las contradicciones de clase, y con la reforma gradual de la sociedad capitalista. Jean Jaurès, el mejor dotado de los socialdemócratas de esa época clásica, esperaba llenar gradualmente la democracia política con un contenido social. En eso reside la esencia del reformismo. Tal era la predicción opuesta a la de Marx ¿Qué queda de ella? La vida del capitalismo monopolista de nuestra época es una cadena de crisis. Cada una de las crisis es una catástrofe. La necesidad de salvarse de esas catástrofes parciales por medio de murallas aduaneras, de la inflación, del aumento de los gastos gubernamentales y de las deudas prepara el terreno para otras crisis más profundas y más extensas. La lucha por conseguir mercados, materias primas y colonias hace inevitables las catástrofes militares. Y todo ello prepara ineludiblemente las catástrofes revolucionarias. Ciertamente no es fácil convenir con Sombart en que el capitalismo actuante se hace cada vez más “tranquilo, sosegado y razonable”. Sería más acertado decir que está perdiendo sus últimos vestigios de razón. En cualquier caso no hay duda que la “teoría del colapso” ha triunfado sobre la teoría del desarrollo pacífico. La decadencia del capitalismo Si bien el control de la producción por el mercado ha costado caro a la sociedad, no es menos cierto que la humanidad, hasta cierta etapa, aproximadamente hasta la Guerra Mundial, creció, se desarrolló y se enriqueció a través de las crisis parciales y generales. La propiedad privada de los medios de producción era en esa época un factor relativamente progresista. Pero hoy el dominio ciego de la ley del valor se niega a prestar más servicios. El progreso humano se ha detenido en un callejón sin salida. A pesar de los últimos triunfos del pensamiento técnico, las fuerzas productivas naturales ya no aumentan. El síntoma más claro de la decadencia es el estancamiento mundial de la industria de la construcción, como consecuencia de la paralización de nuevas inversiones en las ramas fundamentales de la economía. Los capitalistas ya no son capaces de creer en el futuro de su propio sistema. Las construcciones estimuladas por el gobierno significan un aumento en los impuestos y la contracción de la renta nacional “sin trabas”, especialmente desde que la parte principal de las nuevas construcciones del gobierno está destinada directamente a objetivos bélicos. El marasmo ha adquirido un carácter particularmente degradante en la esfera más antigua de la actividad humana, en la más estrechamente relacionada con las necesidades vitales del hombre: la agricultura. No satisfechos ya con los obstáculos que la propiedad privada, en su forma más reaccionaria, la de los pequeños terratenientes, opone al desarrollo de la agricultura, los gobiernos capitalistas se ven obligados con frecuencia a limitar la producción artificialmente con la ayuda de medidas legislativas y administrativas que hubieran asustado a los artesanos de los gremios en la época de su decadencia. La historia dará cuenta de que los gobiernos de los países capitalistas más poderosos concedieron premios a los agricultores para que redujeran sus plantaciones, es decir, para disminuir artificialmente la renta nacional ya en disminución. Los resultados son evidentes por sí mismos: a pesar de las grandiosas posibilidades de producción, frutos de la experiencia y la ciencia, la economía agraria no sale de una crisis putrescente, mientras que el número de hambrientos, la mayor parte de la humanidad, sigue creciendo con mayor rapidez que la población de nuestro planeta. Los conservadores consideran como una política sensible, humanitaria, la defensa de un orden social que ha caído en una locura tan destructiva y condenan la lucha del socialismo contra semejante locura como una utopía destructiva. El fascismo y el New Deal Actualmente hay dos sistemas que rivalizan en el mundo para salvar al capital históricamente condenado a muerte: son el Fascismo y el New Deal (Nuevo Pacto). El fascismo basa su programa en la disolución de las organizaciones obreras, en la destrucción de las reformas sociales y en el aniquilamiento completo de los derechos democráticos, con el objeto de prevenir el renacimiento de la lucha de clases del proletariado. El Estado fascista legaliza oficialmente la degradación de los trabajadores y la depauperización de las clases medias en nombre de la salvación de la “nación” y de la “raza”, nombres presuntuosos bajo los que se oculta al capitalismo en decadencia. La política del New Deal, que trata de salvar a la democracia imperialista por medio de regalos a la aristocracia obrera y campesina sólo es accesible en su gran amplitud a las naciones verdaderamente ricas, y en tal sentido es una política norteamericana por excelencia. El gobierno norteamericano ha tratado de obtener una parte de los gastos de esa política de los bolsillos de los monopolistas, exhortándoles a aumentar los salarios y a disminuir la jornada de trabajo para aumentar así el poder adquisitivo de la población y para extender la producción. Léon Blum intentó trasladar ese sermón a Francia, pero en vano. El capitalista francés, como el norteamericano, no produce por amor a la producción, sino para obtener ganancia. Se halla siempre dispuesto a limitar la producción, e inclusive a destruir los productos manufacturados, si como consecuencia de ello aumenta su parte en la renta nacional. El programa del New Deal muestra su mayor inconsistencia en el hecho de que mientras predica sermones a los magnates del capital sobre las ventajas de la abundancia sobre la escasez, el gobierno concede premios para reducir la producción. ¿Es posible una confusión mayor? El gobierno refuta a sus críticos con este desafío: ¿Podéis hacerlo mejor? Todo esto significa que en la base del capitalismo la situación es desesperada. Desde 1933, es decir, en el curso de los últimos seis años, el gobierno federal, los diversos Estados y las municipalidades de Estados Unidos han entregado a los desocupados cerca de 15 millones de dólares como ayuda -cantidad completamente insuficiente por sí misma y que sólo representa una pequeña parte de la pérdida de salarios, pero al mismo tiempo, teniendo en cuenta la renta nacional en decadencia, una cantidad colosal-. Durante 1938, que fue un año de relativa reactivación económica, la deuda nacional de Estados Unidos aumentó en 2 mil millones de dólares y como ya ascendía a 38 mil millones de dólares, superó en 12 mil millones de dólares al punto alcanzado a fines de la guerra mundial. En 1939 superó muy pronto los 40 mil millones de dólares. ¿Y entonces, qué? El crecimiento de la deuda nacional es, por supuesto, una carga para la posteridad. Pero el mismo New Deal sólo fue posible gracias a la tremenda riqueza acumulada por las generaciones precedentes. Únicamente una nación muy rica puede llevar a cabo una política económica tan extravagante. Pero ni siquiera esa nación puede seguir viviendo indefinidamente a expensas de las generaciones anteriores. La política del New Deal, con sus resultados ficticios y su aumento real de la deuda nacional, tiene que culminar necesariamente en una feroz reacción capitalista y en una explosión devastadora del imperialismo. En otras palabras, conduce a los mismos resultados que la política del fascismo.
¿Anomalía o norma? CONTINUA PARTE 3
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