ivo aquí y no me importa. Sigo teniendo miedo aunque viva tan lejos de Cuba porque sé que los brazos de muchos grandes allá pueden llegar a cualquier lugar de este mundo y mi madre todavía está en Cuba. Vi muchas cosas. Sé muchas cosas. No puedes escribir ahí mi verdadero nombre. Me llamo Myrna, fui Jinetera y alguna vez contaré toda mi historia.
Llegué a Myrna a través de un amigo libanés, periodista, exiliado en Madrid: Husni Al Ramly. Husni había trabajado con ella en un restaurante del barrio Lavapiés hasta el día en que “la cubana”, como la llamaban, encontró a sus parientes andaluces y se fue a vivir a Sevilla. El fue uno de los primeros amigos que intentó mover este libro (en su versión original) entre algunas editoriales madrileñas donde tenía algunos contactos, pero debo decir que en todos los casos a los que acudimos, los editores se interesaban sólo en el tema si podían sacarle filos promocionales anticubanos al tema. Por esos días, presenté también el manuscrito al escritor cubano Pío Serrano, para su editorial Verbum, y fue rechazado por un criterio que hasta hoy me ha ayudado mucho por lo patriótico que resultaba. Pío me escribió en esa nota de rechazo: “es un libro excelente, profundo y serio, si no lo publico es por razones de ética personal: no me interesa contribuir al morbo español con el sufrimiento de gente de mi pueblo”. Eso me detuvo, por lo justo y humano de su planteamiento, y por más de un año desistí de la idea de publicar el libro.
En mi segundo viaje a España, Husni me contó que había vuelto a ver a Myrna y ella, por razones que ahora no preciso, le contó una parte de su historia como prostituta en Cuba. Le pedí que me la localizara y a mi regreso a Madrid después del evento de Semana Negra en Gijón, Asturias, pude encontrarme con la muchacha, que asistía a un curso de verano sobre Gerencia Empresarial en la capital española.
Nuestra conversación duró más de tres horas, con la presencia de Husni, Arturo Daniel Asunción (periodista colombiano residente en Madrid) y un laureado y viejo escritor cubano que, en un momento del diálogo, pidió que no pusiera su nombre si llegaba a escribir aquello que estaba escuchando.
Debo aclarar que Myrna es Licenciada en Derecho por la Universidad de La Habana, que su carrera profesional y su activa militancia en la UJC y el PCC en Cuba la llevó a ser considerada “una persona altamente confiable” y que por ese motivo tuvo acceso a información y lugares donde a otros profesionales cuesta mucho trabajo, por razones obvias. Ella misma me pidió que no refiriera aquí las causas y la historia de su desencanto pues cree que pueden ser claves para que la localicen.
Respeto su miedo. Es tanto, que en seis ocasiones tuve que enviarle el texto de la transcripción de esta entrevista para que ella lo revisara, le hiciera enmiendas y diera forma a su conveniencia. Esta es su historia.
No fui Jinetera porque quise. Cada vez que oigo a la gente decir que las Jineteras lo son por puro descaro, siento deseos de que la vida vire el curso y sean ellos los que vivan lo que yo tuve que vivir. Es injusto que la gente se cuestione así como así la vida de otras personas, sin conocer de la misa ni la mitad. Pero los cubanos han perdido la memoria de cuando fuimos un país humano y sincero. Hoy, allá, la gente solamente piensa en sus problemas y en sobrevivir; se ponen el traje de buena persona y salen a la calle a comerse a los demás en aras de algo en lo que la inmensa mayoría no cree, porque es el único modo que tienen de salvarse. El socialismo, que debe ser lo más humano, ha hecho a los cubanos inhumanos y expertos en ponerse y quitarse las máscaras.
De niña tuve un sueño y creí que lo cumplía. Me dijeron que debía estudiar, que la Revolución se había hecho para que mujeres como yo tuvieran derechos y que esa Revolución lo único que me pedía era honestidad y entrega. Pero no precisaron qué tipo de entregas. Un día, conversando con uno de esos que todavía siguen allá, haciendo de las suyas, y con todo el poder suficiente como para hacerme polvo si cuento lo que han visto mis ojos, me dijo que a él le había costado mucho trabajo entender que para salvar la Revolución y lo que ella significaba era necesario incluso mentirle a la gente, cerrar la boca o hacerse el de la vista ciega. Eso no va en mí, por mi signo y por la misma educación que me dieron mis padres.
Ya yo estaba acá, en Madrid, trabajando de conserje en un hotel, cuando un amigo del trabajo me trajo un periódico donde denunciaban las posesiones y negocios que tenían los hijos de muchos altos dirigentes cubanos acá en España. Sentí vergüenza. Y sentí también mucha rabia, porque yo seguía con la máscara puesta, a propósito, quizás con el único pretexto que me quedaba para no hacer pedazos lo poco que me quedaba por dentro de mi país. Delante de todos hablaba maravillas de Cuba, del sistema, del gobierno. Y le había hecho creer a todos que yo era otra emigrante económica más. Y mi amigo venía a echarme en cara que yo debía abrir los ojos, que mis gobernantes, como todos, eran tipos ciegos de poder, y que como se dice por ahí: el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. Ese día supe que no se puede vivir siempre con la máscara puesta, sobre todo cuando ya no te hace falta. Pero ese es un trauma que a los cubanos que emigran les cuesta trabajo quitarse, y sé que será uno de los grandes traumas nacionales cuando se produzca cualquier tipo de apertura o cambio político en el país.
Esa noche, mientras recogía y separaba las toallas sucias que irían al día siguiente a la lavandería, tuve tiempo de pensar. Lo recordé todo. Me pidieron entrega, pero no me dijeron hasta dónde debía ser esa entrega. Era una entrega ciega, sorda, muda. Y eso iba precisamente contra lo que me habían enseñado: me enseñaron a pensar, me enseñaron a decir las cosas como las pensaba, y de pronto resultaba que no yo debía aceptar que no era conveniente pensar demasiado y no era conveniente decir las cosas como las pensaba. Querían que me convirtiera en un simple repetidor de ideas de otro. Y eso me pareció una ofensa tan grande a todos mis años de esfuerzo que algo dentro de mí se rebeló. Eso me costó el traslado a un puesto inferior. Voy a precisar: a un puestecillo de mierda, y perdona la palabra.
Un día, allá en Cuba, un familiar me pidió que viera la posibilidad de asumir la defensa de cierta persona procesada precisamente por un delito que tenía que ver con la libertad de palabra y de expresión. Esa tarde, luego de salir del trabajo, comencé a revisar la Constitución Socialista, la reformada en 1992 que era la válida en ese momento, y descubrí que los cubanos vivíamos en una cárcel. Lo creí horrible. Todavía hoy la inmensa mayoría de los cubanos no saben lo que dice su Constitución. Si lo supieran estarían preocupados, y los que se han atrevido a disentir sin conocer lo que la Constitución establece, estarían aterrados. No pude defender a esa persona. Me sentí sin argumentos. El artículo 38 dice que “es libre la creación artística” y hasta ahí la redacción corresponde a lo establecido para cualquier nación democrática. Pero luego agrega: ““es libre la creación artística siempre que su contenido no sea contrario a la Revolución”. Eso es una ofensa a cualquier pensamiento mínimamente democrático. Lo peor está en el artículo 52, que demuestra que en Cuba no hay libertad de palabra ni de prensa. Allí dice: “Se reconoce a los ciudadanos libertad de palabra y prensa”, y nuevamente hasta ese punto lo establecido está acorde a otras constituciones democráticas. Pero luego escribe: ““Se reconoce a los ciudadanos libertad de palabra y prensa conforme a los fines de la sociedad socialista”. Eso es totalitarismo, en Cuba o donde se escriba.
Pasaron varias cosas que me siguieron lanzando bajo, casi hasta el fondo. Finalmente, una mañana de julio que no voy a olvidar nunca, mi jefa me llamó para comunicarme que se estaba preparando en mi contra algo grande y que quizás hasta me retiraran el título. Me aconsejó que pidiera una licencia sin sueldo aprovechando mi embarazo. Me había unido con un hombre hacía un año y aunque apenas tenía unas semanas de embarazo, ella me sugirió que argumentara malestares y sacara un certificado. Así lo hice. Nunca más volví a ejercer.
Mi vida, a partir de ese momento fue un desastre. No puedo ya tener hijos. Tuve que vaciarme. Eran momentos tan amargos que me pasé los primeros meses disgustada, molesta, peleando por todo. Mi marido se ganó el sorteo de la Embajada de Estados Unidos y, como no estábamos casados legalmente, se fue solo. Eso me hizo saber que tampoco me quería lo suficiente como para sacrificarse por mí. Y aunque al principio me llegaron algunas cartas, un día dejó de escribir y tampoco volví a saber de él. Todo eso parece que me complicó la barriga y aborté. Entonces tuvieron que vaciarme. Mi padre había muerto siendo yo una niña y solamente tenía a mi madre, que todavía vive en su pueblito de Oriente, aunque ya gracias a mis parientes acá estamos haciendo todo para que venga a vivir con nosotros a Sevilla.
Intenté buscar trabajo, cualquier cosa, pero era como si una sombra me estuviera persiguiendo a todas partes. Conocí lo que era la paranoia. Creía que todos los ojos me seguían, que el teléfono estaba tomado, que me abrían las cartas de mi madre, que mi apartamento estaba lleno de micrófonos. Mi desilusión total se la debo precisamente a la presidenta del CDR. Es una buena mujer. Todavía le mando regalos, incluso dinero, pues su hijo fue uno de los tantos que se quiso ir en balsa a Miami y nunca llegó. Me quería como una hija y una noche me lo dijo por lo claro: ella sabía todos los trabajos que yo había ido a buscar porque siempre venían a verificarme y ella atendía a los verificadores. También siempre les decía que yo era buena muchacha y todas esas cosas, y el verificador ponía cara de disgusto y le replicaba diciendo que se tenían pruebas de que yo era contrarrevolucionaria. Su consejo fue bien directo: que me pusiera a pintar uñas o me fuera del país porque nunca me iban a dar trabajo.
Me puse a pintar uñas, a cinco pesos cubanos las manos, a diez pesos los pies y tampoco llegué siquiera a cubrir el gasto que hice comprando pinzas, limas y pinturas. Se me apareció un inspector y me puso dos mil pesos de multa. Tuve que sacar los ahorros del banco para pagarla y esa misma semana supe que al inspector lo habían mandado para que me velara y partiera en dos.
La misma presidenta del CDR me habló de un trabajo, ilegal pero que daba mucho dinero. Era por Centro Habana. Estaban buscando una muchacha joven, bonita, y que supiera idiomas. La plaza era de camarera en una casa de alquiler que también tenía un restaurante pequeño. Era ilegal porque el dueño solamente tenía autorización para el alquiler, pero no para el restaurante. Y allí iban muchos turistas, porque el hombre era hermano de un músico importante que tenía muchos contactos afuera, viajaba mucho, y siempre enviaba a sus amigos a que alquilaran en casa de su hermano. Esta lleno todo el tiempo. Y se trabajaba como una mula. Pero al final del día me llevaba a la casa los tres dólares que me pagaba el dueño como salario, la comida y las propinas de los clientes. Comencé a mejorar ostensiblemente.
Estaba trabajando allí cuando conocí a Fernando. Es vasco. Muy agradable y con un corazón de oro en medio del pecho. Estaba en Cuba trabajando en unos negocios con una de las disqueras españolas radicadas allá, pero se iba en unos meses. Fernando me gustaba y yo le gusté desde el primero momento. Poco a poco fuimos acercándonos. Intimamos. Y un día me pidió que lo acompañara a la casa donde estaba alquilado en Miramar, en calle Séptima, cerca del supermercado grande de 5ta y 40. Me esperó a la salida del trabajo, me llevó a la casa y nos fuimos a su apartamento.
Desde esa vez estamos juntos. Si a eso se le llama ser Jinetera, pues soy Jinetera. Pero no lo creo así. Yo estuve con Fernando entonces por amor. Y la prueba es que han pasado casi cinco años y sigo con él. El no es rico. En Cuba una se piensa que todos los extranjeros son ricos y nadie se imagina que yo, una abogada, tenga que trabajar en un hotel o en un restaurante siendo la esposa de un empresario español que en la isla se da vida de millonario. Ya no trabajo porque Fernando ascendió en su trabajo acá, pero cuando lo conocí era un simple vendedor en su empresa, con inversión mínima en Cuba aunque para los que conocieron esa discográfica pensaron siempre que era una inversión millonaria.
Pasaron dos meses y Fernando tuvo que irse. Me pidió que dejara de trabajar y como me dejó bastante dinero, me propuse administrarme bien para sobrevivir hasta que él regresara. Así lo hice. El empezó a buscarme a la casa; a veces pasaba horas allí conmigo; salíamos a comer juntos y regresábamos caminando o en el carro de turismo que él había alquilado en Transtur. Eso llamó la atención de alguien y un día se apareció un inspector de la vivienda con el Jefe de Sector de la Policía. Alguien había hecho una denuncia de que yo alquilaba ilegalmente a turistas. Se formó el correcorre. Al final, luego de tres días de zozobra, y gracias a unos contactos que Fernando tenía en el Ministerio de Turismo, la denuncia fue retirada porque él mismo aclaró que el motivo de sus visitas a mi casa era de amistad. Yo le había dicho que no podía mencionar nuestra relación porque en Cuba no entendían que eso podía suceder sin que para ello una tuviera que ser una prostituta.
Nos seguimos viendo, pero en la casa donde él alquilaba. Al final volvió a irse para España y ahí fue que empezó mi mayor desgracia.
El Jefe de Sector regresó, esta vez con una denuncia de prostitución. Nunca pude averiguar quien hizo la denuncia. Lo único que supe fue que la presidenta del CDR se opuso a ese criterio y le dijeron que ella no sabía nada de las cosas que yo hacía fuera de la cuadra, que yo salía con turistas y que por eso mi nivel de vida había subido en unos pocos meses, a pesar de que yo no tenía un trabajo oficial.
Yo, que siempre creí en las leyes de mi país, soy testigo de que cuando es interés del Estado, el Gobierno y el Partido (que en Cuba son la misma cosa) no hay ley del Código Penal que pueda salvarte. Estaban de moda las granjas para Jineteras y sin hacerme juicio ni nada, fui a parar a una de esas granjas. Me dijeron que allí esperaría a la reclamación legal que hizo un abogado de oficio, pues no quise llamar a ningún conocido para no ponerlo en la disyuntiva de tener que defenderme en un juicio en el que todo estaba pactado para que se me condenara.
No quiero hacer los cuentos. Todavía me erizo cuando los recuerdo. Aquello no tenía nada que ver con una granja de rehabilitación, nombre que le daban oficialmente. Era una cárcel. Una cárcel con todas las desgracias de una cárcel. La violencia era asquerosa. Los atropellos entre las presas eran un bochorno. Me sentí mal siendo mujer. Me sentí con asco. No podía entender como otras mujeres pueden engendrar tantos pensamientos sucios, tanta violencia, tanta rabia. No había visto nunca caer a las mujeres tan bajo, hasta el punto de hacer componendas para violar a las más indefensas. Allí supe que poseía un valor que quizás en otras condiciones no hubiera descubierto.
Habían traído a una muchachita de unos diecisiete años. De las Villas. Le decían La Maga y creo que se llamaba Margarita. Estaba bañándose cuando dos de las mandantes fueron hasta ella y empezaron a tocarle las nalgas. La Maga se reviró y les gritó algo. Entonces una de las dos la agarró por el pelo y la viró hasta cogerla por la espalda, de modo que no podía moverse, mientras la otra comenzaba a chuparle las teticas a la pobre muchacha que empezó a llorar. Yo estaba en mi litera y desde allí se veía el baño. Pude ver lo que pasaba. Y el asco que sentí fue tan grande que me tiré de la litera y corrí hasta allí, en el momento en que la mandante dejaba tranquila las tetas de La Maga y se ponía a lamerle ahí abajo. Vi el trapeador en una esquina, lo agarré y se lo partí en la cabeza. Sin pensar lo hice. Era como si algo me cegara. El trapeador se había partido y cuando la otra vio a su amiga en el piso del baño, sin conocimiento y sangrando, se tiró hasta donde yo estaba. Tuvo mala suerte. Con mucho miedo, y para protegerme, eché el palo partido hacia delante y ella se enterró la estaca a un costado de la cadera. Se dobló y empezó a llorar de dolor. Empecé a patearle la cara, las tetas, la barriga. Las otras vinieron y nos separaron.
Ese mismo día se las llevaron para otra granja, o no sé, pero nunca más volvimos a verlas. A mí me respetaron mucho desde entonces, aunque sólo yo sé que fue la suerte la que quiso que yo enfrentara a esas dos degeneradas que no debieron nacer nunca.
También estaban los encarnes. No los voy a escribir porque esa sería historia para un libro sobre las cosas que pasaron muchas mujeres en esas granjas. Cosas horribles que nada tienen que envidiar a los cuentos de horror que conocí por boca de muchas Jineteras con las que compartí esos cuatro meses. Hay de todo en ese mundo: las pobres que son arrastradas por chulos; las miedosas que no pueden enfrentar a su miedo y ceden a las presiones, incluso de sus maridos para que se prostituyan; las que lo hacen por puro placer sexual; las que apostaron por jinetear para salir del país, y muchas otras inocentes que, como yo, pagaban cuentas que algunas ni siquiera imaginaban.
Uno de esos encarnes tenía nombres y apellidos. Y lo escribo por si alguien se conduele de esas pobres mujeres que seguro todavía está torturando. Se llama Jorge Miguel, civil de las FAR, encargado de custodiarnos en el campo, mientras trabajábamos. Una especie de capataz que abusaba de su poder.
No recuerdo cuántas veces tuve que abrir las piernas para que se vaciara dentro de mí. Nos turnaba. Había seleccionado a las más bonitas y nos turnaba. Una por día. Con la amenaza de que sus influencias podrían hacer que nos pudriéramos allí. Un día descubrimos, gracias a un oficial, que era un comemierda sin poder ni influencias, a quien habían cogido robando como administrador en una Unidad Militar y lo habían mandado para la granja como castigo, con el sueldo rebajado incluso.
A partir de entonces se valía de su pistola y de la ayuda de otro hombre, un guajiro subnormal, tartamudo a quien llamaban Metralleta porque hablaba cortando las palabras, que siempre andaba con él, para obligar a otras muchachas, nuevas todas, a que lo dejaran hacer.
Fui viendo los cuentos que antes escuchaba en la calle y no creía: los guardias que aprovechan y sacian sus deseos sexuales sin ninguna contemplación; los que abusan de su poder y humillan a las presas obligándolas incluso a que se las chuparan delante de otros guardias; los abogados (una vergüenza más para ese oficio en nuestro país) que prometían sacar a las Jineteras de aquel lugar, cobraban una barbaridad y luego no hacían nada o se justificaban echándole la culpa a la rigidez del gobierno con aquellos casos; las muchachitas que no soportaban y se suicidaban (como Clara, la camagüeyana, de veintiún años, que se ahorcó colgando de un árbol un alambre de púas que ella misma había arrancado de una cerca, o como Luisa María, una de las muchachas que había sido amante de uno de los fusilados en el juicio de Ochoa y después que fue descubierta tuvo que servir de amante a otros jefes menores, que la amenazaron con procesarla porque sabía demasiado: amaneció desangrada en uno de los baños, luego de que se cortara las muñecas con el filo de la taza del inodoro que rompió a patadas para poder cortarse); los jefes de prisión que cambiaban mejoras en las condiciones de vida y pases a la ciudad a cambio de favores sexuales; los extremismos de algunos capataces (las mujeres guardianas eran las peores) que hacían casi reventar a las mujeres trabajando hasta altas horas de la noche âpara que paguen sus puterías, cabronasâ; las palizas de escarmiento a las que se resistían y querían denunciar (o denunciaban ante los psicólogos, abogados, y otros) los maltratos que recibían; e incluso el crimen: ninguna de nosotros creyó jamás que Liudmila, una negrita muy bonita que estaba allí por haberle dado candela a su chulo, decidiera tomarse por su propia cuenta una botella del salfumán que se utilizaba para limpiar los baños, y sí sabíamos que ella había descubierto un negocio entre alguien de la granja y los campesinos de la zona; un negocio de venta de ropa, jabones, detergentes, comida y zapatos de trabajo que debíamos utilizar nosotras y jamás llegaron a nuestras manos.
También vi, justo es decirlo, los esfuerzos de algunas psicólogas, abogados, y algunos oficiales que intentaban frenar tantas injusticias. Para ti, J.S.G, si lees este libro alguna vez, mi agradecimiento por todas las cosas que hiciste por mí, honrando tu profesión de psicóloga.
Vi los cielos abiertos cuando un oficial vino a buscarme al campo una tarde y me dijo que tenía que acompañarla. Fernando me esperaba en la Oficina Principal. Lo supo todo y nuevamente (esta vez no le pregunté, y jamás he vuelto a hacerlo) usó ciertas influencias para sacarme de allí.
— Mi desilusión con Cuba ya rompió todos los parámetros — dijo con una decisión que no le conocía —. Te vas conmigo a España.