Motivados por su brillante trayectoria revolucionaria, por la limpieza de su vida, por la altura de su ejemplo y lo dramático de su muerte, los admiradores del Che Guevara tienden a idealizarlo y a imaginar sus horas finales como hubieran querido que fueran.
Próximos al 8 de octubre, efemérides de su muerte, otra vez se habla de su caída en combate.
De ese modo, los que han convertido a Ernesto Guevara en un símbolo del desinterés y de la consecuencia, de la capacidad de insistir y de luchar aun cuando sean lejanas las probabilidades de éxitos, creen rendirle un homenaje mayor.
Caer combatiendo era para el Che una posibilidad con que se familiarizó desde su juventud, una alternativa frente a la estuvo cuando se enroló en el Granma y con Fidel Castro desembarcó en Cuba para luchar contra una tiranía de la que únicamente conocía los relatos y por la liberación de un pueblo donde nunca había estado.
La posibilidad de que en su camino se interpusiera el hierro, no lo atemorizaba ni lo detenía. El propio Fidel Castro, al enumerar sus cualidades, señala como una especie de talón de Aquiles, su excesiva agresividad. Caer rifle en mano en la Sierra Maestra, en una quebrada boliviana, en las márgenes de Lago Tanganica o en cualquier lugar en que lo sorprendiera la muerte, era para él un riesgo calculado.
Mas, el Che Guevara no murió en combate sino que fue fríamente asesinado.
Matar al Che Guevara cara a cara, como hacen los soldados que luchan por una u otra causa, en guerras donde el respeto al adversario cuenta, hubiera sido un galardón para sus enemigos que han de cargar eternamente con el estigma de haberlo asesinado muchas horas después de haberlo capturado herido, inerme y extenuado.
Sus adversarios no tuvieron la altura y la humanidad que se necesita para curar sus heridas, aliviar su dolor físico o mitigar su asma. Ninguno se le aproximó para demostrarle el respeto que sienten los hombres de armas por los adversarios que opusieron viril resistencia. Al Che Guevara no lo mató un soldado, sino que lo ejecutó un verdugo.
No importa que quien tiró del gatillo fue un soldado ebrio, se sabe que aunque la orden de ultimarlo la dio el entonces presidente René Barrientos, este la recibió del embajador norteamericano en la Paz quien fue directamente instruido desde Langley, la sede de la jefatura de la CIA.
Herido y prisionero, el Che los aterró. La perspectiva de llevarlo a juicio los desbordó porque era obvio que no podrían soportar el peso de sus argumentos ni la presión de la opinión pública mundial. Las palabras del Che hubieran sido más mortíferas que sus balas.
Encarcelar al Che hubiera sido convertido el Continente en un permanente hervidero.
Por eso lo asesinaron.