La naturaleza del golpe de 1976 y el surgimiento de los derechos humanos
Del horror a la conciencia
Por Mario Wainfeld
Deben haber sido pocos los que (estando afuera o en la vereda de enfrente) entendieron de entrada qué significaría el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976. La, borrosa, hipótesis predominante era la repetición (agravada en violencia) de las experiencias autoritarias ya producidas durante el siglo XX. La marca mayor de la dictadura nacida en el ‘76, el terrorismo de Estado, seguramente no estaba en la mayoría de los cálculos previos.
El plan sistemático de exterminio fue la formidable novedad que aportó el autodenominado Proceso. Analizar las anteriores experiencias cívico-militares generó en una elite despiadada la convicción de que –para acceder a las reformas estructurales jamás conseguidas del todo por las sucesivas “revoluciones” cívico-militares– era imperioso desbaratar la trama de organizaciones sociales, sindicales y políticas que habían proliferado en tiempos de democracia, en los de dictadura, en los del Estado benefactor, en los de la lucha armada. Las organizaciones armadas y guerrilleras eran (ni más ni menos) parte de esa hidra de cien cabezas, que debía ser aniquilada para poder, sobre la tierra arrasada y regada con sal, edificar un nuevo (en verdad un recurrente, pero aggiornado) proyecto de país.
Las Madres de Plaza de Mayo tampoco sabían qué serían cuando salieron a la calle, a riesgo de sus vidas, pidiendo por sus hijos. Su primer discurso, que persistió en buena medida hasta los primeros tiempos de la democracia, era el de la inocencia de sus hijos, la de su (en general absoluta) ajenidad a todo tipo de compromiso político. No merecían el castigo propinado, no habían incurrido en el pecado de militar.
Tampoco podían imaginar que se convertirían en la vanguardia de la lucha contra la dictadura. Por su coraje, por su desprejuicio en la elección de los métodos, tal vez en alguna medida por haberse hecho dueñas de la Plaza de Mayo, a la que otras organizaciones intentarían volver muchos años después.
Un falso nacionalismo, vetusto (cuya existencia remitía, a veces, a antecedentes nobles de fuerzas nacionales y populares) encerraba a dirigentes políticos y sociales en el rechazo a lo foráneo, sin entender que si la dictadura era (en buena medida) una feroz innovación, quienes la resistían no podían quedar confinados en formas de lucha ancladas en el pasado.
Las campañas “Los argentinos somos derechos y humanos” o el patrioterismo de José María Muñoz eran salvajes, pero no disparatadas cuando buscaban sintonía con un registro de sospecha de lo foráneo arraigado en vastos sectores de opinión. La intuición de las Madres saltó, como si nada, esas vallas, como hiciera con el miedo o la pasividad. Otro era el enemigo, otro (consiguientemente) el mapa del mundo. Comparadas con políticos parroquiales, enfrascados entre cuatro paredes y distraídos de los cambios de época, las Madres de la Plaza fueron también adelantadas.
La derrota en Malvinas trastrocó los tiempos y sacó del freezer a una dirigencia política mayoritariamente apestosa a naftalina. Resucitaron de chiripa y se encontraron con el premio mayor de la reapertura democrática, dotados de una pobre lectura de todo lo sucedido. Raúl Alfonsín era quien mejor había registrado el arraigo de valores encarnados en la sociedad: el desprecio a la violencia, el ansia de libertad, reacciones a años de sojuzgamiento, mentira y brutalidad. Nadie sabrá decir cuánto del resquemor sobre la sangre tributaba a Malvinas y cuánto al genocidio. Lo cierto es que el dirigente que mejor percibió que las libertades básicas eran un piso inderogable ganó, con buena moraleja, las elecciones. Era, de los viables, el mejor de todos, pero compartía con el pelotón un paupérrimo diagnóstico de la coyuntura económica, de los cambios estructurales implantados en el país. Agachadas ulteriores le valdrían la sospecha de haber ejercitado siempre el doble discurso. Pero el hombre no mentía cuando profetizaba que con la democracia se comía, se educaba, se vivía. Sencillamente se equivocaba, como se sigue corroborando más de veinte años después. Le cupo, apenas, inaugurar una era en que el sistema defraudó, a niveles impensables por entonces, en sus desempeños económico-sociales.
El asco colectivo ante la violencia no tenía, cabe releer, una contrapartida pareja en la reivindicación específica de la militancia por los derechos humanos. La candidatura de Augusto Conte McDonnell en Capital, que catalizó reencuentros, reconocimientos y refundaciones de militantes de variada laya, alcanzó raspando los votos necesarios para llegar, parangonables (en proporción al padrón total) a los que hacen falta para elegir “medio” diputado.
Ese dato potencia la magnitud de las decisiones de crear la Conadep y promover el Juicio a las Juntas. Alfonsín obró entonces por delante de la media de la sociedad.
La sentencia de los camaristas federales no fue ponderada de modo unánime como se la ponderaría ahora. Muchos integrantes de organismos se sintieron defraudados por la supuesta liviandad de algunas condenas, por algunas absoluciones, por algunos límites impuestos a investigaciones futuras. El correr del almanaque revaloraría como cúlmines esos momentos, en los que las víctimas sobrevivientes recuperaron sus nombres, el derecho a la palabra, a la autoestima, atravesaran el olvido, el estigma, la ignorancia de los más.
Fue entonces, aunque no todos lo terminaran de sopesar así, cuando el Estado estuvo a la altura de las circunstancias, algo que no se repetiría hasta que llegara a la presidencia Néstor Kirchner.
El punto final, la obediencia debida, los indultos, se sucedieron en un lapso breve y la impresión dominante era la de una irremisible vuelta hacia atrás. Pero no fue así, o no fue tan así. El movimiento de derechos humanos fue encontrando otras formas de buscar la verdad, otros ámbitos donde reclamar, otras geografías en las que trillar tribunales. Una etapa notable advenía aunque, como en todos los casos, era arduo percatarse en medio de la desazón. Los organismos de derechos humanos mejoraron, casi se diría a contracorriente, la calidad del sistema político con un haz surtido de herramientas democráticas. Sin apelar a la violencia, sofisticando los modos de comunicación, agudizando el estudio y la innovación del derecho. Su ejemplo fue cundiendo en otras víctimas (reales o autodefinidas) de las sevicias, desidias o violaciones del Estado. Su ejemplo repercutió en las puebladas por María Soledad Morales, en la vindicación de José Luis Cabezas, en Memoria Activa. Se fue instituyendo un discurso de las víctimas (los deudos lo son), que podría sintetizarse más o menos así: “Mi pérdida es única, personal, intransmisible. Las condiciones que la generaron son históricas, injustas, removibles. Vos no sufrís hoy lo que yo sufro. Pero podrás padecerlo si no te hacés cargo”. Un discurso político, que apela a la identidad de los que padecen, que les propone tareas comunes, que transforma el dolor en acicate para el hacer. El discurso de las víctimas fue una incorporación colectiva cuyo eco resonó en las frecuentes batallas contra los abusos de las agencias estatales. Tan hondo caló que Juan Carlos Blumberg pudo (debió) capturarlo, malversarlo, mas no contradecirlo.
El pasar de los años llevó a las Madres y Abuelas a revalorizar y ensalzar la militancia de los desaparecidos, a blandirla con orgullo. Una lectura histórica más precisa que la original que a veces incluye el riesgo de generar un mito aplastante o excesivo para generaciones ulteriores o de cerrar (vía argumento de autoridad) necesarios debates acerca del pasado. Es algo que ya han comenzado a discutir los hijos de sus hijos (el film Los rubios, de Albertina Carri, es un ejemplo sugerente) y que también prolifera en la abundante, muy variada literatura que explora lo ocurrido décadas atrás. Polémicas, luces que se encienden sin que sea exigible como contraseña de entrada la condición de protagonista, que habilita muchos reconocimientos, pero no el monopolio de la palabra.
Ni el show del horror, ni la candidatura de Conte, ni siquiera el Juicio a las Juntas, terminaron de permear el sentido común mayoritario. Lograrlo a través de los años fue un éxito de los organismos de derechos humanos. La incorporación al lenguaje común, con sentido inequívoco, de las expresiones “ESMA”, “represor”, “apropiador”, “recuperación de identidad”, “memoria y justicia”, testimonian sucesivos avances respecto de los que impusieron silencio, terror, otras jergas. Las Abuelas, con su búsqueda enderezada al futuro y a restaurar los lazos de la sangre, tuvieron participación esencial en posibilitar la identificación entre grupos sospechados de minoritarios y gentes del común.
Gentes de otra generación, en muchos casos con sagas familiares no trágicas, los jóvenes abogados que se especializaron en derechos humanos, dieron vuelta las vetustas reglas del Derecho Penal, pensadas para los ladrones de gallinas, ajenas a los crímenes de lesa humanidad. El salto de calidad que tuvo el Derecho argentino, pionero en la región, mucho le debe a la consistencia técnica y moral de un par de generaciones de profesionales, incluida una que no había emergido en los años de fuego.
El reconocimiento oficial de las tropelías estatales fue llegando de modo inexorable, aun en los opacos años del menemismo. El reconocimiento de indemnizaciones a las víctimas, la autocrítica de Martín Balza, no fueron concesiones, pero sí avances, espejo del expandido repudio al terrorismo estatal.
Kirchner, con su discurso, con la reapertura de la ESMA, recuperó simbólicamente la búsqueda de verdad y justicia. En el mejor cierre institucional de todas las iniciativas que ha tenido, enhebró la anulación legislativa de las leyes de la impunidad con el armado de una Corte Suprema que será garante por años de los derechos humanos consagrados por la mejor normativa internacional. El Estado volvió, después de casi 20 años, a situarse del lado que nunca debió resignar.
Treinta años son muchos en cualquier biografía, pocos en la historia de un país. Las pioneras, las magnas protagonistas de la gesta de los derechos humanos envejecen, pero no se privan de seguir poniendo el cuerpo y sus sufridos pies en cuanta movilización cuadre. Su dolor no mutila la alegría de su militancia, sus tropiezos no impidieron que se levantaran una y otra vez.
Muchos son sus aportes a la historia reciente, los más importantes de pura estirpe democrática: la templanza, la autolimitación, la perseverante apuesta a la justicia y la obstinada busca de la comprensión, incluso en momentos de patente soledad.
SALUDOS REVOLUCIONARIOS
(Gran Papiyo)