Derrota de EEUU: Prólogo aéreo de una invasión esperada
inSurGente/ Prensa Latina (Alberto Salazar).- Los pilotos que iban a bombardear tres aeropuertos cubanos el 15 de abril de 1961 habían visto demasiadas películas de los Siete Halcones y otras fábulas de celuloide o papel sobre las hazañas de los marines estadounidenses. "Será un paseo: además del factor sorpresa, tenemos a nuestro favor que casi no tienen artilleros y que sus aviones apenas pueden despegar. ¡Vamos a dejar sus aeródromos más lisos que campos de béisbol!", comentaban poco antes de despegar de Puerto Cabezas (Nicaragua). Como cantó Carlos Puebla: "
Vinieron los mercenarios/ por el único camino:/ la ensenada de Cochinos,/ cochinos extraordinarios."
Por allí vinieron
pero allí quedaron
Por alli vinieron, ¡los pobres!
pero allí quedaron.
La incursión tenía un propósito fundamental: destruir en tierra la menguada y vieja flotilla de guerra cubana para garantizarse total impunidad en el aire cuando, según se decía, una bien entrenada fuerza atacara la isla por un punto mantenido en el más estricto secreto.
Tanto el bombardeo y ametrallamiento de los aeródromos como la invasión habían sido planeados por los estrategas de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y el Pentágono, así que la cosa no podía terminar sino con el consabido "happy end" de las películas.
Los propios nombres de las tres escuadrillas involucradas en la aventura -Puma, Linda y Gorila- parecían sacados de un guión hollywoodense.
La primera y la segunda tenían la misión de atacar los aeródromos de Ciudad Libertad y San Antonio de los Baños, ambos en La Habana; la tercera, el aeropuerto Antonio Maceo, en la oriental ciudad de Santiago de Cuba.
En la madrugada del día 15, los ocho B-26 salieron hacia sus destinos. Sus tripulantes iban confiados, pues para mayor ventaja los aviones llevaban las insignias y colores de los cubanos para hacer creer en una rebelión interna de la fuerza aérea.
"Un verdadero paseo", se decían.
Lo que no sabían
Desde hacía varios meses, los servicios cubanos de inteligencia y amigos de la Revolución en el extranjero venían alertando sobre una inminente invasión a la isla.
Y aunque los mandos militares del país, incluido el entonces primer ministro Fidel Castro, ignoraban cuándo, por dónde y cómo sería la agresión, la daban por segura y presumían con muy buen juicio que estaría precedida por un ataque aéreo.
El propio Fidel Castro visitaba a menudo San Antonio de los Baños y entre otras instrucciones ordenaba dislocar los aviones para que el enemigo desgastara su poder de fuego sobre objetivos dispersos, incluidos los dados de baja por razones técnicas.
En el orden operativo, mecánicos y pilotos alistaban a toda prisa los aparatos aún utilizables, aunque así y todo en algunos -como contarían más tarde sus tripulantes- era riesgoso remontar vuelo sin necesidad de enemigos en el aire.
En ese y otros campos militares los miembros de la defensa antiaérea y la artillería completaban a marchas forzadas su preparación, pues la inmensa mayoría carecía de experiencia en tales trajines y eran jóvenes donde apenas asomaba el bozo.
Ellos y decenas de miles de combatientes destacados en otros puntos de la isla sabían de sus desventajas en experiencia y calidad de armamento, pero estaban dispuestos a suplir sus carencias con una palabra muy fuerte que los manuales militares suelen llamar espíritu combativo.
Sueño calenturiento de una madrugada de abril Puma, Linda y Gorila se lanzaron en lances individuales de bombardeo y ametrallamiento sobre sus objetivos. Tras el primer lance, los atacantes sonrieron: la metralla que llegaba de abajo era tan espaciada que solo representaba un peligro relativo. ¡Ni campos de béisbol iban a dejar abajo!
A la segunda fue distinto. Un inusitado fuego graneado partía de tierra, haciendo sospechar a los agresores que el factor sorpresa se había disipado y que, contra lo que le habían asegurado, los milicianos cubanos no iban a salir huyendo a las primeras andanadas.
Las incursiones se repitieron una y otra vez, hasta que al cabo los tripulantes de los B-26 creyeron o quisieron creer cumplida su misión.
Densas columnas de humo negro enturbiaban la madrugada abrileña cuando, aún perseguidos por fuego antiaéreo, enfilaron hacia su punto de partida.
Abajo, el saldo era doloroso: siete cubanos resultaban muertos y 53 heridos, entre ellos, cinco niños que vivían cerca del aeródromo de Ciudad Libertad.
En términos militares, el daño no había sido tan grande como suponía el enemigo, pues los aviones destruidos solo eran tres.
Tiempo después se supo que Puma, Linda y Gorila no habían salido ilesos de la aventura. Uno de sus aparatos fue derribado, dos tuvieron que realizar aterrizajes forzosos en distintos sitios, y todos los regresados al punto de partida recibieron numerosos impactos.
Los ataques a los tres aeropuertos cubanos dejaron a la isla erizada, pero no de miedo, sino de rabia e indignación. Y de cuatro-bocas y fusiles, porque habían sido el prólogo anunciado de una invasión que se produciría a los dos días.