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De: RudolfRocker1  (Mensaje original) Enviado: 24/07/2006 20:22
A 70 años de la Revolución española
El 18 de julio 1936 se sublevó parte del ejército español con el fin de acabar con las conquistas de la República e instaurar un régimen autoritario. La reacción de los trabajadores y campesinos, que salieron a calle para combatir el fascismo, supuso el fracaso de la sublevación en muchas ciudades.
Andy Durgan

Había empezado una Guerra Civil que fue uno de los acontecimientos históricos más importantes del siglo XX. Para algunos fue la antesala de la Segunda Guerra Mundial, para otros ‘la última gran causa’. Para millones de personas significó el desastre más absoluto: la muerte, el terror y casi cuarenta años de fascismo clérigo militar.

Ahora, a 70 años vista, según algunos la única cosa para aprender es la maldad de la guerra y la necesidad de evitar sus horrores. Pero también empezó en 1936 una revolución social cuyo alcance fue incluso superior que la revolución soviética del diecisiete. En esta experiencia única estuvo la posible clave tanto para evitar la derrota como para el futuro.

En gran parte de lo que sería la zona republicana, como respuesta a la sublevación militar fascista, las organizaciones obreras y populares tomaron el control no sólo de las calles sino también de las fábricas, los servicios públicos y la tierra. La revolución de 1936 sigue siendo un ejemplo riquísimo de cómo es una revolución, cómo las grandes masas de personas pueden en momentos muy determinados intervenir para transformar el mundo.

La revolución no vino de la nada. En las décadas anteriores a la guerra se había desarrollado una rica cultura y experiencia organizativa obrera, en el corazón del cual estaba la necesidad de crear una sociedad basada en un control popular de los medios de producción. Sin embargo, la revolución que se desató no fue la obra solamente de las minorías más conscientes o de un plan predeterminado, sino de una participación popular muy amplia y espontánea.

Sin que ninguna organización diera la orden, se procedió a colectivizar gran parte de la industria y servicios urbanos en Catalunya y València. En el campo, se tomaron las tierras de los grandes terratenientes o, incluso, se juntaron las parcelas pequeñas. Los muy diversos comités antifascistas organizaron la seguridad, además de suministrar provisiones tanto a la retaguardia como al frente. Las organizaciones obreras organizaron milicias para combatir a los sublevados y surgió también una embrionaria justicia popular.

Sobre todo se transformó la vida cotidiana; desde los restaurantes populares hasta los edificios confiscados convertidos en hospitales o escuelas. La vida de muchas mujeres se transformó con su entrada por primera vez en la actividad política, en las fábricas y hasta, en algunos casos, en la milicia.

El poder

Lo que iba a ser un simple golpe de estado se había convertido en una guerra civil gracias a la resistencia popular. El Estado republicano estuvo en ruinas y en su lugar se erigieron los comités, las colectivizaciones y las milicias obreras. Esta situación de, efectivamente, doble poder no pudo durar mucho. Por un lado, hubo cada vez más la necesidad de un esfuerzo militar centralizado y, por otro, las fuerzas políticas hostiles a la revolución se reorganizaron.

La gran división que surgió entonces en la zona republicana no fue entre guerra o revolución como muchas veces se ha dicho, sino sobre qué tipo de guerra se iba a llevar a cabo: una guerra ortodoxa o una guerra revolucionaria.

Lo que pasó en 1936 en el Estado español fue el mayor ejemplo de cómo no se puede cambiar el mundo sin tomar el poder. Para la poderosa central sindical anarcosindicalista, la CNT, la revolución fue un hecho: en las calles, en las fábricas y en el campo parecía que las masas controlaban la situación. Sin embargo no tenían todo el poder. Sin el control de las comunicaciones, el comercio, las finanzas y, sobre todo, las fuerzas armadas, la revolución quedó a medio camino.

Contrarios a cualquier estado, los anarcosindicalistas rechazaron la idea de construir uno nuevo, a pesar de que su sentido práctico les llevó a ver la necesidad de centralizar y organizar mejor la resistencia antifascista. Así, rechazando el establecimiento de un estado revolucionario, que significaría según los dirigentes cenetistas ‘una dictadura anarquista’, la CNT acabó colaborando en la reconstrucción del Estado republicano. En noviembre 1936, cuatro líderes de la CNT entraron a formar parte del gobierno.

El Frente Popular

En la lucha contra el fascismo en 1936 se planteó de una manera muy cruda la necesidad de la unidad. El Frente Popular, que se estableció antes de la guerra con el propósito de unir tanto a las organizaciones obreras como a las pequeñas burguesías en la defensa de la democracia, parecía una respuesta lógica a la terrible amenaza que representaba el fascismo insurgente.

La realidad era otra. Lejos de conseguir la unidad, el Frente Popular sirvió para canalizar una contrarrevolución en la retaguardia que minó seriamente la lucha antifascista. Esto no debe sorprender al lector cuando se tiene en cuenta tanto los orígenes del Frente Popular como la naturaleza de la Guerra Civil.

No es extraño que los sectores liberales (los partidos republicanos) y los socialistas moderados (Prieto, Negrín etc.), dado su nulo interés en una revolución social fuese como fuese la situación, optaran por la defensa de la democracia burguesa por encima de cualquier otra consideración. Más complejas resultan las razones por las que los comunistas, los más entusiastas defensores del Frente Popular, se opusieron a la revolución.

La estrategia comunista estaba subordinada a los intereses de la URSS, que buscaba una alianza con las democracias occidentales contra la Alemania nazi. A Stalin no le interesaba una revolución en España, sobre todo una revolución dirigida por fuerzas fuera de su control. Por eso, en nombre de la unidad se acabó con muchas conquistas revolucionarias y se lanzó una campaña de calumnias contra sus defensores que culminó en los Hechos de Mayo. Entre el 4 y el 5 de mayo de 1937 se provocó un conflicto violento en las calles de Barcelona entre los defensores y detractores de la revolución y la subsiguiente ilegalización del POUM, que fueron las consecuencias del frente populismo.

Además de acabar con la revolución para atraer a las clases medias a nivel doméstico, la otra justificación central para presentar la guerra como una sencilla lucha para defender la democracia fue la necesidad de ganar el apoyo de las grandes potencias occidentales; más aún cuando los poderes fascistas suministraron a Franco grandes cantidades de material bélico y apoyo humano de todo tipo.

El grave problema de la estrategia republicana fue que los gobiernos democráticos tuvieron sus propios intereses imperiales y de clase y por eso nunca hubieran apoyado a una república tachada de roja. A pesar de todos los intentos de la República de convencer a Gran Bretaña y a Francia de la bondad de sus intenciones, éstos se encerraron en la cínica política de “no intervención” que en realidad no hizo más que facilitar la ayuda alemana e italiana a los franquistas.

De las grandes potencias, solamente la URSS se puso del lado de la República. No obstante, la ayuda soviética supuso un gran coste: tanto económico – los precios de las armas fueron manipulados – como político – el desmantelamiento de la revolución y la persecución de los revolucionarios. Fue la época de las grandes purgas de los viejos bolcheviques y el talante represivo y paranoico del estalinismo se importó a la España republicana.

El único apoyo internacional real de que gozó la República fue el de las clases populares. En las democracias, fuera de las instituciones, el movimiento de solidaridad con la República fue masivo. Los alrededor de 35.000 voluntarios extranjeros que lucharon en España, la gran mayoría en las Brigadas Internacionales, fueron casi todos obreros. El compromiso de muchos de estos luchadores, a pesar de los intentos de la cúpula comunista de esconder esta realidad, fue con la visión de un mundo mejor, el socialismo, y no solamente el antifascismo. Los instintos de clase fueron una garantía mucho mas firme de solidaridad que los intereses de las clases pudientes.

El empeño del gobierno del Frente Popular en presentar al mundo la guerra como una defensa de la democracia burguesa significó que su estrategia militar se planteara en términos ortodoxos: grandes ofensivas y batallas de una envergadura similar a la Primera Guerra Mundial. Dada la cada vez mayor superioridad material y técnica del ejército fascista, esta estrategia significó un desgaste enorme para los republicanos que terminó con su derrota total.

Mientras que las milicias se basaron en la democracia -- muchos jefes fueron elegidos por la tropa, no hubo distinciones de rango o privilegios y, fuera de situaciones de combate, hubo bastante discusión política --, el Ejército Popular que las reemplazó fue un ejército con una estructura clásica. Todos aceptaron, incluso los anarquistas, la necesidad de un mando único y una fuerza militar centralizada, pero un ejército revolucionario hubiera mantenido el espíritu democrático, voluntario y combativo de las milicias.

Con los recursos disponibles para la República, otra estrategia se hubiera basado en la movilidad, los ataques relámpago en un frente muy extendido, combinado con una defensa en profundidad. Sobre todo se podría haber aprovechado tanto de la geografía como de la existencia de una base social potencial muy importante en la retaguardia fascista para organizar una guerra de guerrillas de gran envergadura.

Para una guerra revolucionaria hacía falta otra política y otro centro de poder. El temor a la reacción de los poderes imperiales, por ejemplo, significó que la República nunca apoyó el movimiento nacionalista marroquí a organizar una rebelión en la retaguardia franquista. Del mismo modo, la República no aprovechó su control de la Marina, dado que la presencia activa en el Mediterráneo de una flota roja hubiera molestado a Gran Bretaña y Francia.

La alternativa revolucionaria

El POUM fue la única organización que planteó una política alternativa a la estrategia del Frente Popular. En el centro de sus planteamientos estuvo la necesidad de establecer un gobierno revolucionario elegido por comités de obreros, campesinos y combatientes. Tal gobierno habría profundizado el proceso revolucionario, organizado un ejército ‘rojo’ y perseguido una estrategia militar no subordinada a las prioridades de los gobiernos imperialistas.

La política interior de un gobierno revolucionario habría incluido la protección de los intereses de la pequeña burguesía, pero desde una posición de independencia política de las organizaciones obreras. Por ejemplo, en lugar de la colectivización forzosa de la propiedad privada a pequeña escala, que a veces pasó, se podría haber optado por la colectivización voluntaria para demostrar a las clases medias sus ventajas prácticas.

El POUM también defendió la creación de un frente obrero revolucionario tanto para unificar las fuerzas antifascistas como para defender la revolución. La formación del flamante Frente de la Juventud Revolucionaria por parte de jóvenes poumistas y libertarios pudo haber sido un paso importante en la consolidación de la tan ansiada unidad.

Pero para llevar a cabo una alternativa revolucionaria y de clase hacía falta una organización con suficiente influencia y apoyo popular para dirigir el asalto al poder o, mejor dicho, la construcción de “otro poder”. El POUM no tuvo fuerza suficiente para empujar la situación en tal dirección y, temeroso de quedarse aislado, no estuvo dispuesto a romper públicamente con la dirección de la CNT.

La tragedia de la Revolución Española nos muestra que la construcción de una organización política que agrupa los elementos más combativos en una estructura plenamente democrática no es una tarea que pueda esperar hasta un futuro indeterminado, sino que debe empezar en el día de hoy.

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