La indiferencia mundial ante el genocidio perpetrado por el gobierno israelí en Medio Oriente, primero en Gaza y ahora en Beirut y el sur del Líbano, es una elocuente prueba de la descomposición moral de los líderes del “mundo libre y las democracias occidentales”. Estos honorables varones toleran y apañan una masacre que, desde el punto de vista del derecho, hace retroceder a la humanidad casi cuatro mil años, a épocas anteriores al Código de Hammurabi - siglo XVIII antes de Cristo- y en el que se estipulaba que sus leyes debían evitar que “el más fuerte oprimiese al débil” y garantizar que “la justicia acompañe a la viuda y al huérfano.” Hoy, esa ilustre pieza de arquelogía jurídica parece revolucionaria cuando se la mide con el inaudito retroceso experimentado por el derecho de gentes en Medio Oriente.
Se ataca a poblaciones indefensas sometidas a una salvaje destrucción por el sólo hecho de compartir, involuntariamente, su hábitat con el Hezbolá o Hamas. Los agresores aducen que, de ese modo, la presión social hará que los combatientes depongan sus armas y se den por vencidos. Cuesta pensar que puedan creer en semejante estupidez, sobre todo si se recuerda que tal cosa no ocurrió ni cuando Israel ocupó gran parte del Líbano durante dieciocho años. Uno de los “logros” de la ocupación israelí fue cerrar todas las puertas del diálogo político y empujar a crecientes sectores del mundo árabe a optar por la vía armada y el terrorismo. No es una sorpresa, por lo tanto, que al día de hoy se estime que cerca de la mitad de las víctimas de la maquinaria de guerra israelí en Gaza y el Sur del Líbano sean niños, y más del noventa y cinco por ciento civiles que nada tenían que ver con Hezbolá o Hamas. Un castigo indiscriminado y cruel, pero que no perturbó el banquete de los líderes del G-7 en San Petersburgo: sus comensales estaban demasiado preocupados discurriendo sobre la “temible amenaza” a la paz mundial que plantean las cañitas voladoras de Corea del Norte. La destrucción de Gaza y Beirut y “la limpieza étnica” practicada con fruición por los descendientes de las víctimas del Holocausto no fueron considerados en ese ágape como cuestiones merecedoras de la atención de tan magníficos estadistas.
Pero, ¿es posible discernir alguna lógica, alguna racionalidad detrás de tanta sinrazón? Veamos: Washington se preocupó por dejar en claro, a través de Condoleezza Rice, su oposición a cualquier proyecto de cese de hostilidades. Esta singular defensora de los derechos humanos –que sólo actúa como tal cuando estos son presuntamente violados por gobiernos desafectos- declaró que era necesario dejar que “Israel hiciera su trabajo,” eufemismo equivalente a arrasar, conquistar y purgar de enemigos la región, a cualquier costo y sin amedrentarse por los supuestos “daños colaterales” ocasionados por la operación. Luego de eso habría tiempo para poner en marcha los lentos e inoperantes mecanismos diplomáticos de las Naciones Unidas, cuyo jefe, el señor Kofe Anan, perdura en su cargo bajo una permanente extorsión: Estados Unidos se abstiene avanzar en la indagación sobre graves denuncias de corrupción que pesan en su contra a cambio de que se mantenga de rodillas y acepte sin chistar las órdenes que le lleguen desde Washington. Por supuesto, mientras tanto del Consejo de Seguridad ni hablar, pese a que los ataques de Israel ameritarían una reunión de urgencia del mismo y la aprobación de una inmediata resolución de alto el fuego poniendo fin a la ocupación israelí en Gaza y el Líbano. No hay que olvidar que tan honorable órgano está muy ocupado en monitorear el desarrollo de la cohetería norcoreana como para perder su precioso tiempo en minucias como las que en estos días tienen lugar en Medio Oriente.
Dicho esto, ¿por qué no pensar que la racionalidad de toda esta barbarie se encuentra en el plan imperialista de dominación mundial que alientan los ideólogos del “Nuevo Siglo Norteamericano” y sus personeros en Washington? Son gentes sin escrúpulos ni moral alguna, y oportunistas como los que más. Tal como ellos mismos lo reconocen, aprovecharon al máximo la oportunidad que se les presentara con los atentados del 11-S para implementar un proyecto reaccionario que en condiciones normales –es decir, sin una población aterrorizada- hubiera sido imposible llevar a la práctica. Y si la oportunidad no viene sola siempre se la puede crear. Recordemos que la carnicería en Gaza y el Líbano se desencadenó cuando una lancha patrullera israelí ametralló “por error” una playa atestada de veraneantes en Gaza, matando en esa ocasión a cinco personas que no eran guerrilleros ni miembros de Hamas. Ese crimen provocó la airada respuesta de los combatientes palestinos y ahí sobrevino la debacle. Los israelíes invadieron Gaza, destruyeron edificios públicos, encarcelaron a gran parte de sus autoridades y desencadenaron una represión tan feroz como indiscriminada cuyas víctimas principales fueron, una vez más, civiles inocentes. En ese contexto Hamas capturó un cabo israelí y, desmintiendo la fama de intransigentes y fanáticos que la “prensa libre” de nuestros países le ha adjudicado, propusieron a Tel Aviv realizar un canje de prisioneros. Hay casi diez mil palestinos en las cárceles israelitas, unos 900 de los cuales son niños, y había espacio para negociar un canje y evitar la escalada de la violencia. Fiel a la línea establecida por Washington la respuesta de Israel fue brutal: rechazó la propuesta de canje e intensificó aún más la ferocidad de la ocupación de los territorios árabes. El resto es de sobras conocido, y estremece la conciencia de nuestro tiempo.
Ahora bien: ¿es razonable pensar que las fuerzas armadas de Israel –probablemente uno de los ejércitos mejor entrenados y pertrechados del mundo- puedan haber incurrido en un error tan grosero como ametrallar a gente que estaba disfrutando de un día de sol en la playa? No es imposible, porque la estupidez humana es ilimitada, pero sí muy improbable. Aún así, si se hubiera tratado de un lamentable error Tel Aviv tuvo tiempo demás para buscar una solución de compromiso que hubiese evitado atizar la hoguera de la violencia. Pero no lo hizo. Ante lo cual un memorioso debe atar cabos y recordar que Estados Unidos es muy afecto a esta costumbre de crear “oportunos incidentes” que luego pasan a justificar una acción armada. En 1964 el presidente Lyndon Johnson estaba presionado por la derecha norteamericana para enviar tropas a Vietnam, pero la opinión pública estaba muy en contra y en el Congreso no tenía chance alguna de obtener la aprobación de una ley que lo autorizara a ello. Sin embargo, la situación cambió al conocerse la noticia de que la marina de Vietnam del Norte atacó en el Golfo de Tonkin a un par de destructores estadounidenses. Como era de esperar el incidente fue hábilmente manipulado por la Casa Blanca y los lobbies del complejo militar-industrial: la opinión pública norteamericana reaccionó con indignación ante lo que, evidentemente, aparecía como una cobarde e injustificada agresión. Inflamada de patriotismo -y evocando los ominosos fantasmas de Pearl Harbor en 1941- exigió al Congreso la inmediata aprobación de una ley que autorizara el envío de tropas a la zona para escarmentar a los agresores, y Johnson obtuvo lo que quería. Tiempo después se supo que tal incidente jamás ocurrió y que fue una escandalosa fabricación mediática. Washington inventó una burda mentira que caló muy hondo en un pueblo ya maliciosamente amaestrado por sus dominadores para aceptar las más desvergonzadas mentiras cual si fuesen verdades reveladas.
Como lo hemos demostrado en otros trabajos, la mentira y el doble discurso son componentes esenciales de la política exterior norteamericana. Son muchos los que hoy argumentan que Washington estaba al tanto de los planes del alto mando japonés de atacar Pearl Harbor, y que si nada se hizo para frustrarlos fue porque la Casa Blanca necesitaba un pretexto inapelable para entrar a la Segunda Guerra Mundial. Y lo consiguió. Mucho antes, en 1898, la misteriosa voladura del buque de guerra Maine anclado en el puerto de La Habana había precipitado el estallido de la primera guerra imperialista de los EEUU –en esa ocasión contra España- y a resultas de la cual ese país se apoderaría de Cuba (cuyas milicias populares ya habían vencido a los españoles) Puerto Rico y las Filipinas. Idénticos razonamientos han comenzado a tomar cuerpo acerca del conocimiento que las autoridades norteamericanas habrían tenido de los atentados del 11-S, que le permitieron a la extrema derecha profundizar su hegemonía y dejarle las manos sueltas para lanzar sus aventuras militares por toda la superficie del planeta. ¿Por qué habría que descartar ahora una hipótesis parecida para entender los sucesos de Medio Oriente? Lo que aquí está en juego es nada menos que la estabilización del dominio imperialista en la principal región productora de petróleo del mundo, puesto en jaque por la resistencia iraquí. Un “oportuno incidente” -como el ametrallamiento de veraneantes en una playa de Gaza- puede servir para justificar acciones que, bajo otras condiciones, serían totalmente injustificables. El asunto es muy complejo, pero sería conveniente ponderar cuidadosamente los méritos de esta hipótesis.