26 de julio del 2006.
CARTA ABIERTA AL
Honorable Presidente George W. Bush
Presidente de los Estados Unidos de América
La Casa Blanca, Washington, U.S.A.
Honorable señor Presidente,
Cuando en 1956 yo decidía hacer estudios teológicos para entrenarme como sacerdote de la Iglesia Episcopal de Cuba, usted salía de la niñez para entrar en la pubertad, primera etapa de la adolescencia; y cuando ingresé al Seminario Evangélico de Teología de Matanzas, Cuba, el 11 de octubre de 1961, usted era un jovencito de quince años. Esa diferencia de edad en la niñez, la pubertad y la juventud, la vida la borra en la madurez: hoy usted tiene 60 años de edad y yo 66; a estas edades, seis años no hacen diferencia: pertenecemos a una misma época.
Pero, a diferencia de usted, desde que hice profesión de fe en Dios a través de la Iglesia Episcopal, siendo un jovencito, he entendido que el compromiso de la fe debe ser guiado por un sentido recto de la justicia.
Por lo que si aspiramos a ser fieles hijos e hijas de Dios, la sencillez debe orientar nuestras vidas, a las que debemos sumar la humildad de nuestros actos, que entiendo debe manifestarse –la humildad– en la compasión por los menos favorecidos, lo que no puede ser hecho a menos que veamos en todo ser humano la imagen de Dios. La maldad es lo que más nos impide esa visión. Por lo que la maldad es un impedimento para el ejercicio de la fe en Dios; y tiene que ver mucho con nuestro comportamiento ético.
Algunos, erróneamente, piensan que el comportamiento ético del cristiano es un atributo de los individuos y no de las comunidades, locales o nacionales: que podemos comportarnos éticamente como individuos, y arrastrar a naciones como agentes del mal en el mundo. Pero el comportamiento ético, más que una obligación individual, es una necesidad de las personas, de las comunidades y de las naciones, especialmente aquellas que se autoproclaman cristianas, para poder abrir sus corazones y mentes al escrutinio de Dios con toda conciencia de la pureza que él nos da a través del don de fe.
Señor Presidente, yo podría hacer aquí una larga enumeración de muchos de los actos irresponsables que usted diariamente comete, que se agravan cada vez que usted afirma ser un cristiano practicante, y que van desde ordenar guerras atroces, pasando por controles autoritarios a iglesias y organizaciones ecuménicas en su país y en el nuestro –como pretende con el Consejo de Iglesias de Cuba y el Seminario Evangélico de Teología, instituciones a las que amo y dedico todo mi tiempo–, hasta disponer no pagar mi jubilación y la de muchos de mis colegas que, llegados a la ancianidad, usted los condena a vidas materialmente precarias, pero ricas espiritualmente, algo que, posiblemente, usted no ha experimentado por mucho tiempo.
En lo más íntimo de su vida, señor Presidente, usted sabe que digo la verdad; por eso no le repito aquí el rosario de sus culpas –como casi todo el mundo hace–, por las cuales debería buscar el perdón de Dios, por todo el mal que diariamente hace al mundo. Señor Presidente, el perdón se alcanza con el reconocimiento de nuestras faltas, el arrepentimiento de ellas, la restitución a las víctimas y no incurrir más en faltas.
Como no soy ingenuo, por la dureza de su corazón, no le voy a predicar aquí el arrepentimiento, como lo haría un incauto predicador; ni le voy a prometer el infierno por sus culpas; no soy quién para ello, Dios es Juez. Tampoco le voy a pedir el cese de todas las agresiones y matanzas, en especial esta última de Israel al Líbano, que usted apoyó en el Consejo de Seguridad de la ONU, porque perdería mi tiempo, ya que usted haría oídos sordos a lo que pueda decir un simple clérigo, más si es cubano. Gobernantes como usted solamente reconocen el correctivo de la derrota, como en Viet-Nam. Solamente le recuerdo que los poderosos son arrogantes y contumaces, y que Dios, finalmente, los derriba de sus pedestales; y usted es uno de esos poderosos.
Yo, por quienes siento compasión es por los afganos, los iraquíes, los palestinos, los libaneses, y por todos aquellos otros que usted pueda tener en su diabólico portafolio de actos malvados y violentos —donde pudiéramos estar incluidos cubanos, venezolanos, bolivianos, sirios, coreanos e iraníes—, y espero que Dios tenga clemencia de ellos y que, un día, los reivindique; y que a usted le cambie el corazón, pero por sobre todas las cosas, la mente y la conciencia. Por los norteamericanos, siento pena, porque pueblo tan noble no merece tal persona en funciones de Presidente.
Atentamente,
Pablo O. Marichal
Presbítero de la Iglesia Episcopal de Cuba