Es el año 1953, centenario del natalicio de José Martí, y un hombre se defiende en su condición de abogado frente a un tribunal espurio que lo juzga por el asalto al cuartel Moncada. “Parecía que el Apóstol iba a morir en el año de su centenario –afirma indignado el orador--, que su memoria se extinguiría para siempre, ¡tanta era la afrenta! Pero vive, no ha muerto (...)hay jóvenes que en magnífico desagravio vinieron a morir junto a su tumba, a darle su sangre y su vida para que él siga viviendo en el alma de la patria. ¡Cuba, qué sería de ti si hubieras dejado morir a tu Apóstol!” Desde entonces ese hombre y sus coetáneos, héroes o mártires, conformarán para la historia la generación del Centenario. Cárcel, destierro, expedición y lucha armada en la Sierra Maestra, triunfo definitivo en 1959. “Te lo prometió Martí, y Fidel te lo cumplió”, dirá la estrofa del poema de Guillén que el pueblo hará suya. Mucho antes, una noche de 1895, en el humilde bohío de la familia Leyva, cerca de Playita de Cajobabo, habían aparecido dos hombres hermanados en la tarea de subir lomas y vencer obstáculos, José Martí y Máximo Gómez. Salustiano tenía 11 años, pero nunca olvidaría sus rostros, sus gestos, sus palabras. Tocado por la luz aquella noche, recordaría siempre haber visto allí el rostro de la Patria. “Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche. ¿O son una las dos?” había escrito Martí. Y el niño aquel estrechó su mano, escuchó su voz, intuyó su destino. Salustiano, envuelto en la luz de su imaginación de niño, había visto a la Patria llegar y partir en la noche. “Mi hermano Martí”, diría después, hijos los dos de aquel amanecer, de la Patria que nacía. Han pasado ochenta años. Salustiano tendrá 92 años cuando otro hombre toque a su puerta. Sus ojos cansados ya ven mal, pero recuerdan bien. El hombre lo interroga. Trae la justicia postergada de la Patria, al lugar donde primero se iluminó la noche. Salustiano dice: “Fidel es mi hermano, porque es hermano de Martí”. Apenas entonces descubre quién es su interlocutor. Encuadre de rostros, de manos, de sueños. La cámara ha seguido paso a paso la conversación, ha perseguido los recuerdos, los paisajes de la memoria y de la geografía. Entre Salustiano y Fidel está la cámara de Santiago Álvarez, que nos entrega uno de sus documentales más hermosos. Pero en ese instante, ocurre algo que la cámara no recoge, un vuelo imperceptible de ángeles sobre los rostros sonrientes. Fidel, parado en firme sobre el borde del tiempo histórico, extiende el brazo y su mano toca la mano extendida de José Martí. Dos décadas después, ya muerto Salustiano, se conmemora el centenario del desembarco de Martí y Gómez por Playita de Cajobabo, y Fidel regresa al lugar. Ha forjado una Revolución internacionalista, y frente al desplome de otras revoluciones, la nuestra, la suya, se afianza en sus raíces. No participa en el acto solemne de la mañana. Llega solo en la tarde que cae, con una bandera en las manos, y se detiene frente al mar. Durante unos minutos medita. Las olas se encrespan, un aleteo inesperado de ángeles provoca remolinos de agua. La foto que recoge el instante no muestra el encuentro fugaz, las manos que otra vez se tocan desde tiempos distantes. Son momentos de intenso simbolismo. Es el año 1995 y la contrarrevolución de todos los confines está eufórica. A tanto llega el triunfalismo que sus ideólogos, por primera vez, aceptan sin recato el veredicto de la historia: Martí es el “culpable”, el autor intelectual de un “delito” llamado Revolución y es menester acabar con su ejemplo. Ese mismo año, en Venezuela, otros ideólogos de la misma camada se apresuran en acusar a Simón Bolívar de transformar su culto vacuo en proyecto político. Los lacayos del imperialismo saben muy bien el riesgo que corren cada vez que despierta un mártir: sandinistas, tupamaros, zapatistas, martianos y bolivarianos, entre otros, han sacudido el continente. “¡Pero así está Bolívar en el cielo de América, vigilante y ceñudo, sentado aún en la roca de crear, con el inca al lado y el haz de banderas a los pies; así está él, calzadas aún las botas de campaña, porque lo que él no dejó hecho, sin hacer está hasta hoy: porque Bolívar tiene que hacer en América todavía!”, había escrito Martí. Una mañana, dos hombres se abrazan. Conversan sin formalismos, y trazan planes. De repente, los cerros de Caracas se llenan de médicos, de maestros. Al principio, Fidel y Hugo, próceres del antimperialismo, de nuestra segunda independencia, se confunden en la memoria histórica del pueblo con Miranda y Bolívar, próceres del independentismo. Pero la imaginación popular rectifica: es José Martí, hijo legítimo de Bolívar, que se ha transformado en padre. No se trata de inducir falsas e inútiles comparaciones. No hablo de parecidos físicos, tampoco comparo palabras, caracteres o virtudes. Los grandes hombres se parecen no en la letra de lo que dicen, sino en la condición de sus actos. Conversan entre sí, se preguntan a veces. Expresan las virtudes de sus pueblos. Algunos asustadizos profesores del sistema piensan que Bolívar, Martí, el Che, Fidel, lamentablemente, son tan grandes que resultan inimitables. Esa afirmación paralizante es una estrategia de todas las oligarquías nacionales, pero las revoluciones dicen en la práctica lo contrario: todos podemos ser Bolívar, Martí, el Che, Fidel. La consagración del héroe individual no conduce a la adoración paralizante, sino a la multiplicación del heroísmo. El rechazo que expresan los ideólogos de esas oligarquías a los héroes individuales del pasado y del presente, refleja el miedo a la historia como generadora de héroes futuros, y de heroísmos colectivos. No se trata de que todos seamos genios. Tampoco significa que todos seamos héroes; pero si que todos los hombres y mujeres pueden asumir en algún momento de sus vidas actitudes heroicas. Se trata de que todos podemos alcanzar esa estatura moral. Augusto Mijares, el más importante biógrafo de Bolívar, ha escrito: “La humanidad ha dado siempre el carácter de heroísmo, no al combatir vulgar, sino a una íntima condición ética que pone al hombre por encima de sus semejantes: héroe es el que se resiste cuando los otros ceden; el que cree cuando los otros vacilan; el que se conserva fiel a sí mismo cuando los otros se prostituyen. El que se subleva contra la rutina y el conformismo en que se complacen los cobardes”. Bolívar y Martí alcanzaron la cima moral de sus respectivos pueblos, y sólo así pudieron transformarse en conductores. Pero la presencia de esos gigantes, obligó a cada ciudadano, a cada combatiente a empinarse, a dar de sí lo mejor. Nunca fue más hermoso, más grande, el venezolano común, que cuando marchaba descalzo y hambriento, pero inquebrantable, a liberar a sus hermanos americanos. Nunca más virtuoso el cubano que cuando peleaba a pecho limpio, machete en mano, contra las equipadas tropas colonialistas, o cuando marchaba, corajudo y generoso, a defender a los pobres de la tierra, como pedía Martí, en tierras africanas o americanas. Los cubanos no somos mejores ni peores que otros pueblos, pero tuvimos el privilegio de contar con un hombre que se situó en la cima de todas nuestras virtudes y nos empujó a la consumación de esa cuota de heroísmo que todos los seres humanos llevamos potencialmente: la alfabetización, Playa Girón, la Crisis de Octubre, el internacionalismo armado, como guerrilleros o como miembros de un ejército revolucionario, el internacionalismo médico, el pedagógico, las infinitas batallas cotidianas de estos casi cincuenta años. Fidel es grande porque lo es su pueblo; pero su pueblo es hoy más grande gracias a él. Fidel cumple 80 años. Apenas unos días antes se anuncia su convalecencia. Los que nacimos al borde de la nueva época, un poco antes, un poco después; los que en la primera infancia abrazamos intermitentemente a nuestros padres que llegaban o partían a labores voluntarias en la agricultura o a movilizaciones militares, zafras o madrugadas de guardia, e íbamos dos pasos a uno junto a ellos, a escuchar a Fidel en la Plaza y terminábamos sobre sus hombros exhaustos pero firmes, oteando el horizonte por sobre la multitud de cabezas, como ahora nuestros hijos; los que aprendimos a cantar himnos revolucionarios en familia, y a enamorar a las muchachas de la escuela vestidos con la única camisa de salir y los únicos zapatos, eso sí, nadie descalzo, nadie sin aulas, nadie desamparado; los que conversamos con él alguna vez en la beca, sentados a su alrededor; nosotros, los internacionalistas de ayer y de hoy, los que estuvimos en cada llamado, y cumplimos según nuestras posibilidades o fuerzas con los pequeños y grandes deberes cotidianos, hicimos Historia junto a Fidel. Los adversarios de Bolívar, de Martí, del Che, de la solidaridad, de la virtud y del honor, festejan su convalecencia. Piensan que la era de Fidel terminará el día --ojalá lejano--, en que desaparezca físicamente. No entienden que entonces nacerá Fidel, la era de su ejemplo, la de sus realizaciones. Nosotros, testigos y protagonistas de excepción, lo defenderemos como mismo él defendió a Martí: con nuestras acciones, conocimientos, principios éticos, y si es necesario, con nuestras vidas. Trabajadores (versión de papel). 14 de agosto de 2006. |