Por Luis Sexto
Los griegos de la antigüedad llenaron el olimpo de dioses y el aire de duendes. El desarrollo social, tecnológico, científico vació el olimpo y depuró el aire. Aparentemente desaparecieron todos los mitos. Menos uno: la democracia. El demos, el pueblo, de la democracia ateniense no incluía a los esclavos, a las mujeres. Era selectiva. Como en la democracia de los padres fundadores de los Estados Unidos de Norteamérica donde tampoco los esclavos y las mujeres podían votar.
La democracia burguesa fue en sus orígenes un deslumbramiento de la libertad. Pero hoy continúa siendo el mito inventado en Atenas para predominio de una mayoría sectaria, elitista, que es, paradójicamente, minoritaria. ¿Creeremos en la ronda infantil de que es el gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo? Convengamos en que la democracia no puede definirse por su etimología. Esta adulterada, desacreditada, en la mayoría de las sociedades del planeta, particularmente en los países capitalistas pobres y dependientes. Por lo tanto, no existe la democracia, sino existen democracias, porque las define su aplicación, según la fórmula de Lenin: de quiénes proviene y a favor de quiénes se ejerce.
He de advertirlo. Si estos párrafos resultan excesivamente académicos, lo son contrariamente a mis propósitos. Es inevitable. Y aún me resta algo por añadir. A ese género de democracia burguesa y occidental, que pretende ser único, global, insuperable, corresponde en lo económico el régimen de propiedad privada, el principal obstáculo de la igualdad, porque tiende a dividir la sociedad en propietarios y desposeídos, en beneficiarios de la riqueza y creadores de la riqueza ajenos al reparto o receptores de la menor porción.
La igualdad –concretada en la distribución armónica, equitativa, equilibrada- es el fundamento de la auténtica democracia: favorecería a todos o a la mayoría. En la situación contraria, la libertad, la democracia, en suma, agraciaría a las clases y sectores del poder económico. Estos integrarían la sociedad política. Al margen, los trabajadores y capas inermes. ¿O podremos aceptar los cascabeles publicitarios que anuncian que un carnicero tiene opciones para ocupar por cuatro años el despacho oval de la Casa Blanca? Preguntémosle a Ross Perot que, ni siendo millonario, pudo, hace varios años, como candidato independiente, agrietar las paredes de plomo de la democracia bipartidista norteamericana.
En los Estados Unidos, cuya clase gobernante propone al mundo su organización política como la más libre, eficaz y eficiente, el voto es una ilusión. Y aceptemos de paso que la acción de votar no compone la esencia de la democracia. La esencia democrática se define y se consolida en el control de los electores sobre sus elegidos. Y quién que ha sido electo rinde cuentas a sus electores. ¿Regresa acaso a exponer su fidelidad a las promesas de la campaña? Sonriamos irónicamente. El voto, sobre todo en los Estados Unidos, no significa que la voluntad del pueblo será obedecida. En las elecciones del 2000, el candidato del Partido Demócrata, Al Gore, como se sabe, ganó la mayoría de votos populares y, sin embargo, el sistema electoral norteamericano –concebido para seleccionar como ganador al que más convenga mediante el papel protagónico de los “votos electorales” de cada estado- dio su respaldo a George W. Bush, incluso con la confirmación del Tribunal Supremo, que desestimó la comisión de fraude en La Florida. Evidentemente, los fundadores de la Unión articularon una constitución y un sistema político que garantizan permanentemente el predominio burgués, aunque parece que lo disimulan con tanto acierto que hay quienes lo consideran un modelo de libertad.
En la misma línea de razonamiento, el pluripartidismo tampoco entraña la esencia o parte de la esencia de la democracia. Más bien es una forma de organizarla. En ese tipo de juego democrático, la participación se concentra y tipifica en los partidos que, por lo común, representan grupos de poder dentro de las estructuras dominantes. En los parlamentos, pues, no se halla representado el pueblo. Sí los partidos políticos. La democracia occidental ha evolucionado contemporáneamente, en casi todo su ámbito, hacia una partidocracia. El pueblo solo vota por lo que le ofrecen los partidos. Y los partidos, salvo alguna excepción, defienden sus intereses de grupo o de clase.
Y cuál, pues, será el camino político hacia ese mundo mejor cuya posibilidad convirtió en consigna el pensamiento zahorí de Ignacio Ramonet.
Todo apunta, a pesar de experiencias frustradas y decepcionantes que el socialismo con su democracia participativa –al margen de los partidos o del partido único- podrá enrumbar hacia una sociedad justamente gobernada mediante el voto y la voz del pueblo, sin exclusiones o limitaciones. Pero las experiencias del siglo XX demostraron que aún las fórmulas socialistas avanzan asediadas por riesgos que no pudo evadir, al menos, en la extinta Unión Soviética y en Europa oriental. Evidentemente, una sociedad rígidamente centralizada -como lo fueron las socialistas europeas- porta en su interior las bacterias de la burocracia.
La experiencia histórica del socialismo realmente conocido hasta ahora, demuestra que el problema para las clases trabajadoras no consiste en tomar el poder político. El problema primordial se define en preguntar y responder: bajo qué formas de organización de la propiedad y el gobierno, con qué leyes y mecanismos de participación, los trabajadores podrán ejercer la democracia socialista sin intermediarios, ni comisarios.
La democracia, que originariamente previó el sometimiento de la minoría a la voluntad de la mayoría, tiene que hallar en una sociedad plenamente humanista el equilibrio entre el nosotros y el yo; la relación equilibrada entre los derechos colectivos y las libertades individuales.
Todavía las izquierdas, que piensan con el lado del corazón, no han coincidido en el esquema apropiado para un conglomerado humano que se reproduce a la velocidad del vértigo, incrementando proporcionalmente, con el volumen de las multitudes, las dificultades teóricas y prácticas de gobernar. Y, sobre todo, gobernar en justicia, inmune a la rigidez burocrática, en nombre de las clases más proclives a la paz, la libertad y la igualdad.