En otra época, se podía establecer la extensión del imperialismo contando sus colonias. La versión estadounidenses de la colonia es la Base militar y si observamos los cambios en la política mundial de Bases, podemos aprender mucho en relación con la expansión de nuestras “huellas” imperiales y el militarismo que crece con ellas.
Por Chalmers Johnson
Traducido del inglés para La Haine por Felisa Sastre (*)
No resulta sencillo, sin embargo, evaluar el tamaño y el valor exactos de nuestro imperio de Bases. Los documentos oficiales accesibles al público relacionados con estos asuntos son engañosos aunque resultan instructivos. Desde 2002 a 2005, según el Base Structure Report , inventario anual del Departamento de Defensa relativo a los bienes raíces que posee en todo el mundo, existe un enorme baile en el número de instalaciones.
El total de Bases militares estadounidenses en otros países en 2005- según fuentes oficiales- era de 737. Si se tienen en cuenta el despliegue de tropas en Iraq y la estrategia de guerras preventivas que sigue el presidente Bush, la tendencia en el número de Bases en el extranjero sigue creciendo.
Resulta muy interesante que las treinta y ocho instalaciones militares estadounidenses de tamaño grande y medio diseminadas por el planeta en 2005 (la mayoría bases aéreas y navales para nuestros bombardeos y flota) casi igualan con exactitud las treinta y seis bases navales y guarniciones británicas en la época de su cenit imperial en 1898. El Imperio Romano en su momento de plenitud en el año 117 (a.C.) necesitaba treinta y siete grandes Bases para vigilar sus posesiones, desde Bretaña hasta Egipto, de Hispania a Armenia. Quizás el número óptimo de grandes fortalezas y guarniciones para una potencia imperialista aspirante a dominar el mundo se mueva entre treinta y cinco y cuarenta.
De acuerdo con los datos para el año fiscal 2005, los burócratas del Pentágono han calculado el valor de sus bases en el exterior en al menos 127.000 millones de dólares- seguramente una estimación muy a la baja pero incluso así todavía muy superior al producto interior bruto de muchos países- y en 658.100 millones el valor de todas sus Bases, exteriores e internas (el valor de una Base se establece según lo que considera el Departamento de Defensa que costaría remplazarla). Durante el año fiscal 2005, el alto mando militar tenía desplegados en nuestras bases en el exterior unos 195.975 soldados, un número similar de empleados y funcionarios civiles del Departamento de Defensa y 81.425 trabajadores extranjeros contratados.
El total mundial del personal militar estadounidense en 205, incluidos los que tienen su base en el interior del país, fue de 1.840.062, auxiliados por 473.306 funcionarios civiles del Departamento de Defensa y 203.528 contratados locales. Sus bases en el exterior, según el Pentágono, tienen 32.327 cuarteles, hangares, hospitales y otros edificios de su propiedad, y 16.527 más en alquiler. El tamaño de estas instalaciones, reflejada en el inventario, ocupa 687.347 acres(1) en el exterior y 29.819.492 en total, lo que convierte al Pentágono en el mayor terrateniente del mundo.
Estas cifras, aunque asombrosamente altas, ni siquiera suponen el total de las bases que ocupamos en todo el mundo. El Base Structure Report (Informe sobre la Estructura de las Bases) de 2005 no refleja, por ejemplo, ninguna guarnición en Kosovo ( es decir, en Serbia, país del que todavía es una provincia), a pesar de ser la sede del enorme Camp Bondsteel, construido en 1999 y mantenido desde entonces por la multinacional KBR (anteriormente conocida como Kellogg Brown & Root), una filial de la corporación Halliburton de Houston.
El informe excluye, asimismo, las bases en Afganistán, Iraq (106 acuartelamientos en mayo de 2005), Israel, Kirguizistán, Qatar y Uzbekistán, a pesar de que el ejército de Estados Unidos ha establecido una colosal estructura de bases en la región del Golfo Pérsico y Asia Central desde el 11-S. A modo de excusa, una nota en el prefacio dice que “las instalaciones ofrecidas por otros países en localidades extranjeras” no están incluidas, aunque ello no es estrictamente cierto. El informe incluye veinte instalaciones en Turquía, todas ellas de propiedad del gobierno turco y de utilización conjunta con los estadounidenses. El Pentágono sigue omitiendo en sus cuentas gran parte de los 5.000 millones que cuestan las instalaciones militares y de espionaje en Gran Bretaña, convenientemente disfrazadas como bases de la Royal Air Force. Si hubiera una contabilidad decente, el tamaño verdadero de nuestro imperio militar alcanzaría a 1.000 bases en el exterior, pero nadie- posiblemente ni el mismo Pentágono- sabe con certeza el número exacto.
En algunos casos, los propios países extranjeros han intentado mantener en secreto sus bases estadounidenses por miedo a las consecuencias de revelar su complicidad con el imperialismo estadounidense. En otros, el Pentágono parece querer minimizar la construcción de instalaciones encaminadas a controlar las fuentes de energía o, en una situación determinada, a mantener un red de bases que hicieran posible mantener Iraq bajo nuestra hegemonía, al margen de los deseos de cualquier gobierno iraquí futuro. El gobierno estadounidense intenta no divulgar información alguna sobre las bases que utilizamos para la escucha camuflada de las comunicaciones mundiales, o para nuestros despliegues nucleares que, como escribe William Arkin- una autoridad en la materia- “Han violado sus obligaciones internacionales. Estados Unidos está mintiendo a la mayoría de sus aliados más cercanos, incluso en la OTAN, sobre sus proyectos nucleares. Decenas de miles de armas nucleares, centenares de Bases, y docenas de barcos y submarinos existen en un mundo secreto especial sin razones militares ni de justificación como “fuerza de disuasión.”
En Jordania, por dar un simple ejemplo, hemos desplegado más de cinco mil soldados en bases a lo largo de las fronteras de Iraq y Siria. (Jordania ha colaborado asimismo con la CIA en la tortura de prisioneros que les hemos enviado para “interrogar”). A pesar de ello, Jordania sigue asegurando que no tiene ningún compromiso especial con Estados Unidos, ni bases ni presencia militar estadounidense.
El país es oficialmente soberano pero en realidad es un satélite de Estados Unidos y lo ha sido por los menos durante los últimos diez años. De la misma manera, antes de nuestra retirada de Arabia Saudí en 2003, habitualmente negábamos que manteníamos una flota de enormes y fácilmente detectables bombarderos B-52 en Jeddah porque así lo exigía el gobierno saudí. Mientras que los burócratas militares puedan continuar con su cultura secretista para protegerse, nadie sabrá el verdadero tamaño de nuestras bases en el mundo, y menos que nadie los representantes electos del pueblo estadounidense.
En 2005, los despliegues de tropas en el exterior y en el interior fueron constantes. Se dijo que ello se debía tanto a un amplio cambio en la estrategia de mantenimiento de nuestro dominio mundial cuanto al cierre de bases sobrantes en el interior pero, en realidad, muchos de los cambios parecían en gran medida motivados por la necesidad del gobierno de Bush de castigar a los países y estados interiores que no habían apoyado sus esfuerzos en Iraq y de recompensar a quienes sí lo habían hecho. Así, en Estados Unidos, se trasladaron bases hacia el Sur, a estados con actitudes , tal como señalaba el Christian Science Monitor: “ más inclinados a las tradiciones militares” que los del nordeste, el noroeste medio o la costa del Pacífico. Según un empresario de Carolina del Norte que se regodeaba con sus nuevos clientes: “El ejército va allí donde se le quiere y valora más.”
En parte, el realineamiento se hizo girar alrededor de la decisión del Pentágono de traer a casa en 2007 y 2008 dos divisiones desde Alemania (la primera División Blindada y la primera División de Infantería) y una Brigada (3.500 hombres) de la segunda División de Infantería situada en Corea del Sur (que, en 2005 fue oficialmente realojada en Fort Carson, Colorado). Mientras la resistencia iraquí continúa, las fuerzas implicadas son sobre todo las de ultramar y las instalaciones interiores no están preparadas para ellas (ni hay suficiente dinero presupuestado para adecuarlas).
Sin embargo, más pronto o más tarde, más de 70.000 soldados y 100.000 miembros de sus familias tendrán que ser realojados en el interior de Estados Unidos. El previsto “cierre de bases” de 2005 en Estados Unidos es en realidad una consolidación de instalaciones militares y un programa de ampliaciones con una enorme transferencia de de dinero y consumidores que van a unas pocas áreas seleccionadas. Al mismo tiempo, lo que parece ser una reducción del Imperio en el exterior se está demostrando ser en realidad un crecimiento exponencial de nuevos tipos de Bases- sin las cargas ni servicios que precisan- en zonas muy remotas donde el ejército estadounidenses nunca había estado antes.
Tras el desplome de la Unión Soviética en 1991, para cualquiera que reflexionara sobre ello, resultaba obvio que las enormes concentraciones de fuerzas militares en Alemania, Italia, Japón y Corea del Sur ya no eran necesarias para afrontar eventuales amenazas militares. Ya no iba a haber guerras futuras con la Unión Soviética o con cualquier otro país de la zona.
En 1991, la primera Administración Bush debería haber empezado a desmantelar o redesplegar las tropas sobrantes; y, de hecho, el gobierno Clinton cerró algunas bases en Alemania, como las que protegían el desfiladero de Fulda, en otra época considerado la ruta preferente para una invasión soviética de Europa occidental. Pero no se hizo nada en realidad en aquellos años para planificar la nueva estrategia de recolocación del ejército estadounidense fuera de Estados Unidos.
A finales de los años 1990, los neoconservadores estaban desarrollando sus grandiosas teorías para promover un abierto imperialismo de la “superpotencia solitaria”, que incluía unilaterales acciones militares preventivas y anticipatorias, extensión de la democracia en el exterior a punta de pistola, obstruir el crecimiento de cualquier país o bloque de países que pudieran suponer una desafío a la supremacía militar estadounidense y a una concepción de un Oriente Próximo “democrático” que nos suministrara todo el petróleo que necesitáramos. Uno de los componentes de su gran proyecto era el redespliegue y el reforzamiento de la capacidad de aerotransporte militar. El argumento inicial era un programa de transformación que convirtiera las fuerzas armadas en más ligeres, más ágiles, con una alta tecnología militar que, se decía, iba a liberar fondos para invertir en la política imperial de vigilancia.
Lo que llegó a conocerse como “transformación de la defensa” empezó a hacerse público durante la campaña presidencial del 2000. Más tarde, se produjeron las guerras de Afganistán e Iraq, momento en que el programa neocon empezó a ponerse en práctica. Política que se centró por encima de todo en una rápida y sencilla guerra para incorporar Iraq al Imperio. En aquella época, los dirigentes civiles del Pentágono se encontraban peligrosamente seguros de lo que consideraban el esplendor y la imbatibilidad militar de Estados Unidos, demostradas en su campaña de 2001 contra los Talibán y al-Qaeda mediante una estrategia basada en reavivar la guerra civil afgana por medio de la financiación de los señores de la guerra de la Alianza del Note y la utilización masiva del potencial aéreo estadounidense para apoyar su avance sobre Kabul.
En agosto de 2002, el secretario de Defensa, Ronald Rumsfeld reveló su “estrategia de defensa 1-4-2-1” de reemplazar los planes de la era Clinton para conseguir un ejército capaz de llevar a cabo dos guerras a la vez: en Oriente Próximo y el nordeste de Asia. Ahora, los planificadores de la guerra deberían prepararse para defender Estados Unidos creando y reuniendo fuerzas capaces de “ disuadir las agresiones y amenazas” en cuatro “regiones críticas”: Europa, Asia del Norte (Corea del Sur y Japón), Este de Asia ( Estrecho de Taiwan) y Oriente Próximo, estar en condiciones de derrotar las agresiones en dos de estas regiones simultáneamente, y “obtener una victoria decisiva” (en el sentido de conseguir “cambio de gobierno”) en uno de esos conflictos “en el momento y lugar que elijamos”. Tal como el analista militar William M. Arkin comentaba: “(Con) las fuerzas militares ya desplegadas al límite, la nueva estrategia iba más allá de prepararse para actuaciones de represalia y se parecía más a un plan para iniciar enfrentamientos en nuevas regiones del mundo.”
La aparente fácil victoria en tres semanas sobre las fuerzas de Saddam Hussein en la primavera de 2003 sirvió para corroborar aquellos planes. El ejército estadounidense se veía tan fastuoso que podía llevar a cabo cualquier misión que se le asignara. El desmoronamiento del régimen Baazí de Bagdad sirvió también para que el secretario de Defensa, Ronald Rumsfeld, se envalentonara e hiciera uso de la “transformación” para castigar a los países que, en el mejor de los casos, habían sido tibios sobre el unilateralismo estadounidense- Alemania, Arabia Saudí, Corea del Sur y Turquía-, y para recompensar a aquellos cuyos dirigentes habían apoyado la Operación “Libertad para Iraq”, incluidos viejos aliados como Japón e Italia y también países ex comunistas como Polonia, Rumania y Bulgaria. La consecuencia fue el programa Integrated Global Presence del Departamento de Defensa, conocido familiarmente como “Global Posture Review”.
El presidente Bush lo mencionó por vez primera en una declaración el 2 de noviembre de 2003, en la que prometió llevar a cabo “Un realineamiento global” de Estados Unidos. Volvió a pronunciar la frase y a reelaborarla el 16 de agosto de 2004, en un discurso pronunciado en la convención anual de los veteranos de guerra en Cincinatti. Debido a que el discurso de Cincinatti formaba parte de la campaña para las elecciones presidenciales de 2004, sus comentarios no fueron tomados muy en serio en aquellos momentos. Aunque dijo que Estado Unidos reduciría sus tropas en Europa y Asia entre 60.000 y 70.000 efectivos, aseguró a su audiencia que ello llevaría una década- mucho más allá que su presidencia- e hizo una serie de promesas que sonaron más parecidas a un reclamo para el reclutamiento que una declaración estratégica.
“Durante la próxima década, vamos a desplegar una fuerza más ágil y flexible, lo que significa que la mayoría de nuestras tropas estarán acuarteladas y se desplegarán desde aquí, desde casa. Trasladaremos algunos de nuestros soldados e instalaciones a nuevas localizaciones, de forma que puedan movilizarse rápidamente para afrontar amenazas imprevistas....Ello disminuirá la tensión de nuestras tropas y de nuestras familias militares...Es decir, nuestras fuerzas en activo tendrán más tiempo para estar en el frente interno y lo más previsible es que sufrirán menos traslados a lo largo de su carrera. Las mujeres de nuestros militares soportarán menos cambios de trabajos, tendrán una estabilidad mayor, dispondrán de más tiempo para sus hijos y para disfrutar de sus familias.”
No obstante, El 24 de septiembre de 2004, el secretario Rumsfeld reveló los primeros detalles concretos del proyecto al Comité del Senado de Fuerzas Armadas. Con su característica grandilocuencia, lo describió como “la mayor reestructuración de las fuerzas de Estados Unidos en el mundo desde 1945.” Citando al entonces subsecretario Douglas Feith, añadió: “Durante la Guerra Fría teníamos una gran seguridad de por dónde podían venir los principales riesgos y enfrentamientos, de manera que podíamos llevar a gente allí. Ahora tenemos que actuar con una idea totalmente distinta. Necesitamos ser capaces de abordar todo tipo de operaciones militares, desde el combate hasta el mantenimiento de la paz en cualquier lugar del mundo y lo más rápido posible.”
Aunque ello pueda sonar como algo plausible, en términos generales abría un enorme panorama de actuaciones diplomáticas y campos minados que los militaristas de Rumsfeld con toda seguridad infravaloraron. Para expandirse en las nuevas regiones, los Departamentos de Estado y Defensa deberían negociar con los países anfitriones asuntos como el Estatuto de las Fuerzas Armadas o SOFA (en sus siglas inglesas), que se explicarán con detalle en el próximo capítulo. Además, tenían que concluir otros muchos protocolos imprescindibles, como la entrada de nuestros portaviones y barcos en aguas y espacios aéreos extranjeros, y el acuerdo sobre el artículo 98 del Estatuto de Roma del Tribunal Penal Internacional que permite a los países eximir de la jurisdicción del TPI a los ciudadanos estadounidenses en su territorio.
Semejantes acuerdos sobre inmunidad fueron exigidos en el Congreso por la Ley de Protección de los Funcionarios estadounidenses de 2002, incluso aunque la Unión Europea mantuvo que eran ilegales. Además otros acuerdos necesarios eran los de compras e intercambio de servicios o ACSA, relativos al abastecimiento y almacenaje de fuel para vuelos, munición, etc; las condiciones de alquiler de los terrenos, los niveles de ayuda bilateral estadounidense política y económica (los denominados apoyo a los países anfitriones); los de entrenamiento y maniobras (¿están permitidos los aterrizajes nocturnos? ¿las maniobras con fuego real?;) y las responsabilidades por la contaminación del medio ambiente.
Cuando Estados Unidos no está presente en un país en calidad de conquistador o de salvador- tal como ocurrió en Alemania, Japón e Italia al acabar la II Guerra Mundial, y en Corea del Sur tras el armisticio de 1953 en la Guerra de Corea-, resulta mucho más difícil asegurar el tipo de acuerdos que permitan al Pentágono hacer lo que quiera y que obligan al país anfitrión a hacerse cargo de una gran parte de los costes. Cuando no se basa en la conquista, la estructura del Imperio de Bases estadounidense parece sumamente frágil