Este momento no debió ser muy diferente al que ilustró Walt Disney en el personaje de Rico McPato: sus ojos centellaron con un símbolo de dinero ante una tribu de ingenuos primitivos que desconocían el correcto uso de lo que poseían. Si para recibir la verdadera religión esta ingenuidad valía oro, para desprenderse del prometido oro también. Tan ingenuos eran aquellos americanos, que se creyeron la historia de que los españoles comían oro, y de ahí el inexplicable hambre por ese metal. Más tarde, en tiempos de la Conquista, la “idiotez” de los nativos sirvió de justificación de los insaciables conquistadores. El teólogo Ginés de Sepúlveda no fue el único que justificó la esclavitud basándose en una Biblia que parecía condenar a los idiotas. Según E. Hostos (1873), fue “una guerra de exterminio hecha por los bárbaros de la civilización a los bárbaros de la naturaleza” en nombre de la paz y el derecho. Actualmente la acusación de “idiota” no sólo se ha popularizado en la tesis central de libros como Manual del perfecto idiota (1996) o El regreso del perfecto idiota latinoamericano (2007), sino además ya es costumbre de un mismo discurso repetido en talks shows y best sellers: es el regreso del método medieval donde el caballero probaba su verdad atacando al adversario y acrecentando su honor mediante la brutalidad. “Stupid liberal (progresista)” en Estados Unidos, “gilipollas” o “progresista maricón” en España, etc. Todo dicho a viva voz y con gran excitación, como si la antigua persuasión ensayística se redujera ahora al contagio del telepastor. No en vano nuestra época está marcada por el triunfo de los sofistas sobre los socráticos: el lenguaje, los símbolos son la realidad y todo lo demás es ficción (incluido el hambre, la tortura y la muerte).
Tan exitoso comienza a ser este antiguo método que intelectuales como el premio Nóbel José Saramago han decidido usarlo en público. En una reciente conferencia, para expresar su disconformidad o impotencia con el estado actual de cosas, nuestro respetado amigo declaró: “Antes nos gustaba decir que la derecha era estúpida, pero hoy día no conozco nada más estúpido que la izquierda”. Lo único que nos puede quedar claro es que esta facultad mental no es propiedad de ninguna tendencia ideológica sino del agotamiento de la energía intelectual en un mundo huracanado que busca desesperadamente un indicio de su nueva era.
En varios escritos, tanto Hostos como González Prada observaron, hace más de un siglo, la estratégica actitud científica de Europa al definir a los habitantes hispanoamericanos como una raza enferma. Incluso más acá del continente idiota: “crímenes y vicios de ingleses o norteamericanos son cosas inherentes a la especie humana y no denuncian la decadencia de un pueblo; en cambio, crímenes y vicios de franceses o italianos son anomalías y acusan degeneración de raza”. (G. Prada, Nuestros indios, 1908).
No hace mucho, el Diccionario de psiquiatría de Antoine Porot (1977) definió una enfermedad como “psicopatología de los negros” referida a las incapacidades intelectuales de los indígenas de África. Después de enumerar diferentes síndromes, que yo imaginaba cualidades culturales (como el onirismo), “soma-psicosomáticos” (como la depresión, el alcoholismo) y económicos (como el parasitismo intestinal y la sífilis), el especialista recomendó la repatriación de los negros enfermos. Todo a pesar de que años antes, en su célebre Peau noire, masques blancs (1952) el doctor Frantz Fanon había desenmascarado esa vieja estrategia de definir razas y esencias ajenas en lugar de considerar la dinámica psico-ideológica del colonizado y del colonizador. En pocas palabras lo resumió así: “el blanco [colonizador] me niega todo valor, toda originalidad, me dice que soy un parásito del mundo.” Aunque el negro se convierta en blanco para que su humanidad sea reconocida, le dirán: “tu no puedes, porque existe en lo profundo de tu ser un complejo de dependencia —le ‘complexe de Prospéro’—. [Por el contrario] el blanco obedece a un complejo de autoridad, a un complejo de jefe” (traducción nuestra) Establecido este orden, “tout le monde est satisfait”.
En la misma dirección, otro hito del pensamiento mundial lo marcó Orientalism (1978) del palestino-americano Edward Said. Allí, Said hizo un “inventario de trazas” sobre el sujeto representado (el oriental, el otro), en la cual los intereses del colonizador se revelan como la fuerza primaria de la representación del otro y ésta, como un instrumento de la misma colonización política y cultural. Por ejemplo, nos recuerda que, para Renan, “un semita era un rabioso monoteísta incapaz de producir mitología, arte, comercio, civilización […] todo lo cual representa una combinación inferior de la naturaleza humana’”. Y luego: “Ya en 1810 teníamos europeos como Cromer que afirmaban que los orientales necesitaban ser conquistados, y que esta conquista no era para dominar sino para liberar”. (traducción nuestra)
Si aún asumiésemos que todos estos críticos estaban equivocados —por no decir que eran “idiotas”, como lo afirman los autores del Manual para idiotas—, les queda la virtud incontestable de haber abierto brechas en la muralla del status quo, desafiado la violencia de las arbitrariedades de todo tipo: morales, políticas, culturales; la violencia de los mismos perfectos de siempre, de los exitosos, de los césares de turno y de los bufones del rey. Les queda la virtud de haber dinamizado el pensamiento y desafiado la historia, actitud siempre inconveniente a los principales intereses del poder bruto del momento, ese que no sólo ha colonizado el mundo sino que también pretende colonizar la crítica haciéndonos reconocer que le debemos el pan, la vida y todo lo que somos a un sistema del cual no podemos escapar sin caer en la marginalidad. ¿Por qué deberían irse los críticos a una isla en el Pacífico y no los dueños del mundo, con sus clérigos y bufones?
Si echamos una mirada a los horrores de la historia, podemos pensar que el capitalismo no es el peor de los sistemas que ha producido la humanidad. Lo peor que ha producido —después de la violencia de la explotación ajena— es la justificación de sus propios crímenes como necesarios y hasta como virtudes humanas. O como virtudes bíblicas: “El egoísmo capitalista resulta, pues, tan solidario que parece el que predica la Biblia” (Manual… Mendoza, Montaner y Vargas Llosa Jr.) Ni siquiera han podido aportar una sola idea nueva a la historia. Aunque su recurso principal es burlarse de los grandes del pensamiento, no hay una sola línea en tan extensos libros donde aparezca otra cosa que pálidos reciclajes (como cualquier junk food) de las repetidas y anacrónicas supersticiones del siglo XIX. Y eso que son tres, además de papá D’Artagnan que sólo aporta la fama de su nombre.
Junio de 2007