CRONICA DE DOMINGO
Yo, el Supremo, y los cimarrones
RAUL RIVERO
Madrid -- El controvertido y publicitado regreso a Cuba de dos boxeadores olímpicos que habían decidido abandonar la delegación de su país a unos juegos celebrados en Brasil y la presencia de Fidel Castro como policía, juez, cronista y chismoso de barrio en la tragicomedia, tiene que producir un sobresalto en los especialistas que desde hace meses aseguran que el personaje no dirige ni en su casa.
El episodio se recibe entre los tirones finales de la máscara que trata de fijarle la propaganda a la dictadura. Y ha puesto en escena --desnudos y con las manos en alto-- a dos hombres atemorizados que calcularon mal la bajada del ómnibus en marcha porque en la parada seleccionada había cómplices del chofer o porque quienes les ayudarían eran ineptos o indiferentes. O porque los protagonistas no tendrían más espacio en la cabeza que el que está dedicado a discernir los alcances del jab y los del opercut.
Los manejos del asunto con el compañerito Lula da Silva, la obligada presencia de gorilas cubanos en el trasiego y el repentino arrepentimiento de los atletas vuelve a enseñar al mundo (como si hiciera falta) la esencia represiva del régimen, la infinita variedad del miedo que produce y las distancias que pueden cubrir el odio y el desprecio por los cubanos.
La operación se completó con los textos que escribió desde su cama Fidel Castro en los que acusó a los dos jóvenes de mercenarios, primero; los perdonó, después y finalmente, con ellos afianzados en una casa de seguridad en La Habana, volvió a arrollarlos con su prosa de abogado de baratillo y los denunció ante sus esposas como gozadores perversos que disfrutaron, durante sus pocas horas de libertad, de unas seguramente espectaculares y cálidas prostitutas brasileñas que cobraban 100 dólares por día.
Para que no quedaran dudas de su autoridad anunció que no volverían a boxear, que se les daría un trabajo vinculado con el deporte y que Cuba no enviaría delegaciones deportivas a Estados Unidos ni a los Juegos Olímpicos de Pekín para no darle carne fresca a los promotores del boxeo profesional que tratan de reclutar talentos jóvenes.
Como está establecido desde hace medio siglo, comparó la escuadra de boxeadores con una unidad militar. Después, dio órdenes para que la jauría de los panfletos nacionales dieran cuenta de los restos de los dos atletas y, efectivamente, pusieron a uno de ellos en cámara a decir --con los ojos en el piso-- ``yo soy muy revolucionario''.
Punto final. Una carga de pastillas y a dormir. Ni el gobernante en funciones, nadie del consejo de ministros, ninguno de los fervientes y fraternales funcionarios que supuestamente ahora conducen el país por el camino correcto, salió desde la esquina roja del ring a tirarle una toalla a Fidel Castro para que saliera de las cuerdas porque él ya había anunciado su jubilación.
No hubo uno que se atreviera a quitarle los guantes, el short y el protector dental. Durante todos esos rounds reiteró que es el dueño del stadium y de los guantes, que alimentó a los peleadores y que es el campeón de todos los pesos. Hizo saber que es el árbitro y el narrador deportivo, al tiempo que representa al conjunto de jueces, hace de masajista, de médico y de entrenador.
Con esa muestra de dominio y de capacidad de manipulación desde la que decidió, en un párrafo, hasta el destino del boxeo olímpico del país, es muy difícil entender qué cantidad de poder transfirió hace un año Fidel Castro, mientras sostenía las primeras reuniones para arreglar su desembarco en el infierno.
En este circo se ha visto un solo gobierno supremo. Hay otro que vivaquea en los palacios y en los puestos de mando. De modo que son dos. Los dos espurios y con el mismo objetivo: permanecer. Aunque para ello haya que salir a fajarse de campana a campana, con la pistola en la mano, exponer la cara única de los totalitarios y sacrificar a dos boxeadores asustadizos que aspiraban a ser libres.