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General: “”” ENTRE GORRIONES.”””
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Respuesta  Mensaje 1 de 1 en el tema 
De: esteban_casa챰as  (Mensaje original) Enviado: 01/12/2007 19:28
“”” ENTRE GORRIONES.”””





Nieva intermitentemente desde hace unos días, el invierno se adelantó y mis pronósticos fallaron. Me equivoqué como los inteligentes meteorólogos que hoy permanecen callados, sus predicciones fueron erróneos también, no arribaron los huracanes calculados y El Niño duerme tranquilo. Cada tarde se hace más corta, cada día se convierte en enano hasta el veintitrés de Diciembre, ¿será ese día?, comienzo a olvidar mis clases de astronomía. No recuerdo la última vez que vi el cielo despejado, supe diferenciar estrellas de planetas por su magnitud, pero los confundo entre ellos, he perdido ese olfato de marino, el mar me queda muy lejos y la Polar muy alta. Me falta algo, siempre existe un vacío, nada nos llena tanto como la insatisfacción.

Me molesta que oscurezca a las cuatro de la tarde, me deprime no tener un horizonte y que el sol sea tragado entre edificios. Me disgusta una luna vaga que solo trabaja pocas jornadas, la he visto hermosa y embarazada mientras viajo en el auto, miradas que se apartan de las luces del semáforo, sube y cae, pero nunca sobre mi cabeza, pasa lejana. Si pudiera apagar todas las luces que molestan a las estrellas, si el río fuera salado y las siguas se pegaran a sus piedras. Si las ramas que arrastran a su paso fueran sargazos, si el salmón fuera un pargo, si la niebla solo fuera neblina que se disipa cada mañana. Si la nieve fuera rocío y la marisma invadiera el río, sembraría un malecón con todos sus recuerdos a su orilla y allí mataría al gorrión de mis espantos.

Viajo, regreso por los caminos que una vez gastaron las suelas de mis zapatos y me conformo con poco, lo hago a menudo, me alimento, me nutro con mi pasado, me detengo. Voy al encuentro de mis amigos, no fueron muchos tampoco, trato de levantar palacios con el polvo dejado por sus ladrillos, monumentos de mi infancia, templos de mi juventud, cuarteles de mi vida, prostíbulos de mis aventuras, cementerios de mis sueños desvelados. No reconozco a nadie, la esperanza ha envejecido, la lengua ha muerto, el oído es sordo, ¿y los ojos?, son armas indiferentes. No comprendo el lenguaje ni el movimiento de los cuerpos, donde había un edificio solo hay un parque, una fuente sin agua, un banco cansado, un tanque de basura agotado. Al lado del tanque hay una vieja que vende algo, frustraciones en cucuruchos que mantiene ocultos entre sus dedos arrugados, manos arrugadas, brazos arrugados, arrugada el alma. Junto a la vieja y cerca de la caja donde se encuentra sentada hay un perro casi inmóvil, ajeno a su existencia, cansado, hambriento, amargado, triste como la vieja. Trata de recordar como yo, no puede identificar el paisaje, perdió el olfato. Decenas de moscas cubren los espacios desnudos de su piel, arrugada como el de la vieja, sucio como ella. Muestra sin pudor el costillaje que ella no exhibe por una dignidad pasada de moda y encubre con trapos tan viejos como ella. Unos niños juegan en el espacio, en el vacío de lo que fuera un edificio, sitio que las losas se resistieron abandonar, están alegres, los niños siempre lo están. Corren, sudan, discuten la autoría de un gol, casi todos están sin camisa, el sol abraza. Cinco metros separada de la vieja y el perro hay una muchacha, viste una minifalda provocativa. Sus senos son cubiertos por una leve tira de tela elástica, un simple tubo de tela que le corre de los pechos a la espalda. La tela es casi transparente y se dibujan fácilmente unos graciosos pezones, erectos, apetecibles, oscuros, exquisitos, un manjar de pervertidos. Permanece muda y seca el sudor que corre por su frente con elegancia, trata de no dañar el maquillaje que la disfraza en adulta, todos deben serlo. Sonríe al paso de cada auto, algunos le tiran besos, hasta los oídos de la vieja llegan escandalosos piropos, nadie se detiene, solo el tiempo lo ha logrado. De vez en cuando mira su reloj impacientemente, mira hacia todos lados buscando algo, un uniforme tal vez. Los minutos pasan, las horas pasan, el día pasa, la desesperación se detiene, el hambre avanza, la miseria crece.

A diez metros de la muchacha que se encuentra separada a cinco del perro durmiendo su lenta muerte al lado de la vieja, varios vecinos juegan dominó en una mesa improvisada, sentados en cajas de cerveza que fueron convertidos en asientos. Desde el lugar de la vieja se escuchan las jaranas cruzadas, estaban alegres, eran felices, todo el mundo lo era. En el piso descansaban varias botellas, algunas de ellas vacías, la mesa estaba rodeada de curiosos. Metros después del grupo, un hombre pelaba a otro, no podía distinguirse si el cliente se encontraba totalmente vestido, anudado al cuello tenía una bolsa de polietileno negra. Junto a la silla del barbero y en el piso, había un radio de baterías donde se escuchaba un partido de pelota, se hizo silencio unos minutos, luego, una gran algarabía recorrió toda la cuadra. Desde balcones apuntalados aparecieron rostros y cuerpos maltratados, secos como los harapos colgados que batían una leve brisa. Palabras viajaron de una acera a la otra, todos celebraban el evento más importante de sus vidas. Dos ancianos permanecieron mudos, inmóviles, concentrados en sus acciones, participaban en un importante combate. Estaban sentados también sobre esos populares asientos y otra caja les servía como campo de batalla. Varios gorriones se movían como grillos a su alrededor, eran pocos, testarudos, juguetones, alegres también, no se habían ido. Busqué y no encontré un solo árbol, una flor que rompiera aquella monotonía asquerosa, solo palos que servían de puntales. Solo una flor se marchitaba junto a un tanque, se abre a las diez de la mañana, se cierra y vuelve abrir sin un horario establecido. Se abre y cierra entre gemidos, llora por dentro y nadie puede contar sus pétalos, finge reír y solo dibuja una mueca. Se muestra complaciente, su alegría es de una enorme tristeza, es mala vendedora de cariños, sus movimientos son telúricos, espasmódicos, sus gritos exagerados se confunden con la pitada de un barco cuando se va o se viene por el canal del puerto, su mirada mustia se pierde en el vacío.

Me acerco a la pareja encorvada, no se puede adivinar si las jorobas de sus espaldas se corresponden con la posición adoptada durante aquellos minutos que parecieron siglos. Uno de ellos, arrojaba migajas de su mendrugo a los gorriones, lo hacía con indiferencia, tal vez con sacrificio, ellos continuaban su extraña danza de grillos. Descubro una cabeza que me traslada a tiempos remotos, como el recuerdo de un parque donde jugué mi infancia perdida entre apuestas. Aquella cabeza era única, su semejanza con un balón de fútbol americano era exclusiva, no había encontrado otra similar, no era exactamente un balón, el mamey es más nacional. Su maxilar pronunciado al estilo de Amaury lo alejaba entonces de ser un simple balón o mamey, su perfil, muy peculiar, se inclinaba por una de aquellas hachas de piedras que usaron los indios en las películas cuando eran malos de verdad y buenos de mentira. Picado por la curiosidad aceleré el ritmo de mis pasos, pasé entre un grupo de niños que jugaba en el centro de la calzada por donde ya no pasaban vehículos. Junto al contén de la acera corría un arroyito de aguas negras, no puede asegurarse si ellos olían y eran capaces de distinguir su peste nauseabunda, el olfato pudo ser sustituido por agallas para mostrar tanta indiferencia.

A solo un metro de ellos, me llegó el recuerdo de aquellas clases de segundo grado y la antipatía que sentimos por la maestra de inglés. ¡Tom is a boy! ¡Mary is a girl!, lo repetimos hasta la saciedad, lo repetimos hasta el olvido. Hasta que las oraciones cansonas se escapaban por el window que daba a Belascoaín, era él, no me cabía la menor duda. Luciano nunca había sido un boy, su cabeza no era como la de Tom, ni su pelo enroscado y rebelde, ni sus labios escandalosos que todos llamamos bemba, ni aquel tic nervioso que nos molestaba a todos e interpretábamos como una burla. Era él, no cabía la menor duda, las dimensiones y forma de aquella cabeza era sui géneris, espectacular, razón de tantos problemas, motivo para deformar la gorra de marinero del uniforme de la escuela. Aquel gorrito de naranjita adquiría la figura de un velero que navegaba sin parar encima de Luciano.

Era inteligente, inteligentísimo, me sorprendió verlo sumergido en la afición que siempre amó, fue nuestro Capanegra en la escuela y la rapidez de sus movimientos promovieron muchas envidias. Recuerdo que perteneció al grupo de arte dramático, se desplazaba con agilidad sobre las tablas del escenario, pero ninguna obra de las montadas se ajustaba a su físico o personalidad. En el flautista de Hamelin solo alcanzó el papel de aquellos ratones que salían de la ciudad, no pudo ser el príncipe que despertara a la bella durmiente, ni enanito en el cuento de Blanca Nieves, los enanos negros no eran graciosos, ni fuente de inspiración para los autores de la época, ni en las posteriores tampoco. Su papel más destacado fue cuando interpretó al lobo de la Caperucita, pero nadie supo que era él, el premio de los aplausos los recibió el lobo. Nunca llegamos a montar El Patito Feo, la obra quedó pendiente antes de que partiéramos por la carretera de Volokolams. ¡Good bye!

La madre de Luciano era una ancianita, tuvo que haberlo traído al mundo muy tarde y con dolorosos pujos para expulsarlo de su vientre. Lo visitaba en la escuela todas las semanas y ya, su pobre y escasa cabellera era nevada, todos saben el precio de una cana en la cabeza de un negro. Siempre le llevaba una lata de leche condensada cocinada en baño de María que compartía conmigo, no recuerdo la capacidad que tenía aquella lata que nunca cambió de tamaño, pero me sorprendía la interpretación infantil de una austeridad que luego nos persiguiera con saña. Trato de descubrir aquella magia negra utilizada para que la lata nos alcanzara toda la semana, mientras endulzábamos nuestros miedos en espera de aquella dama blanca que cabalgaba cada noche en un corcel de su color por todo el polígono del antiguo Cívico Militar. Nuestros ojos permanecían horas frente a las persianas del pabellón esperando escuchar un relincho, nos cansamos de tanta espera y un día fuimos hasta la Ceiba donde habitaba aquella dama que no deseaba mostrarnos su rostro y belleza. Le dimos varias vueltas en extraño ritual para despertar su enojo, nunca lo logramos. Yo salía todas las semanas de pase, Luciano nunca abandonó su cautiverio, la madre lo visitaba religiosamente, como las madres que visitan a sus presos. Yo regresaba con las manos vacías, sin nada que ofrecer a mi amigo.

A Tom lo convirtieron en Tomás, Mary se transformó en María y se puso un uniforme de miliciana, el window se abrió y huimos de nuestros encierros injustos. La primera escapada fue una sublime aventura, Baracoa nos alimentó con sus Tocororos antes que supiéramos era el ave nacional. La vida salvaje llenó todo el vacío que produce una prisión inmerecida, la libertad de las montañas y los manantiales que rompen obstáculos en sus viajes descendentes, fue el elixir de nuestras vidas futuras. ¡Da, jarosheva!

La aventura se repitió el siguiente año, subimos y bajamos de Mayarí a Margot, de Margot a Mayarí, Calabaza, Soledad, Tánamo. Montañas que vivimos con la inocencia de aquella infancia que se perdía prematuramente, el lenguaje cambió y se tornó rudo al oído. El koniec nos dejaba un sabor amargo frente a la pantalla, los nombres demasiado extravagantes en las novelas, la música se convirtió en himno, y sin apenas percibirlo, el amor se pintó de odio. Mientras los ruiseñores cantaban, sus nidos fueron transformados en polvorines y nunca supimos que cercano estuvimos del fin. ¿Ponimai?

Luciano continuó por Volokolams, nos separamos, yo me incliné por el mar. La montaña dejó de ser libre y se secaron los manantiales, escogí la libertad del delfín o la gaviota. La penúltima vez que lo vi, descubrí que vivía en el barrio de mi infancia, no recuerdo el nombre de la calle, no recuerdo haya sido bautizada alguna vez, no era calle entonces. Bajabas por Giral y en la tercera o cuarta cuadra doblabas a la derecha, a mitad de esa calle de tierra cruzaba un arroyito y después del arroyo había una enorme Ceiba. Luciano vivía con su madre antes de cruzar aquella zanja, nunca le pregunté por su padre, total, ¿qué diferencia había entre ella y la virgen María?, solo el color. Mi último encuentro con él fue accidental, como el de hoy. No recuerdo las razones de mi presencia en aquella zona, mis aventuras se acercaban a la costa. Entré a comprar unos sellos, tal vez a pasar un telegrama. Luciano entró al correo de La Palma con su bicicleta y una alforja vacía que le daban la misma imagen de aquellos mulos donde se transportaba el café en Mayarí. Vestía el mismo uniforme que usaba todo el mundo menos la policía, gruesas gotas de sudor corrían por su frente, amplias semicircunferencias color ámbar descendían desde sus axilas, olía mal, no me reconoció. Lo toqué al hombro mientras despachaba con una de las empleadas y se disponía a tomar una nueva carga de letras timbradas. Se sorprendió cuando lo llamé por su nombre, me recorrió con la vista de pies a cabeza, después, no pudo ocultar ese gesto involuntario de envidia, frustración, desencanto, derrota. Sentí compasión por él, lástima y pena que se conjugan en los deseos profundos de escapar a la influencia de la mala suerte. Nuestras diferencias marcaron la ruptura definitiva de una amistad sana, la única que se disfruta cuando la maldad no enajena el alma, la única posible cuando el pecado no justifica comulgarse y el padre nuestro puede ahorrarse, sobran cuando no se ha tenido padre. ¡Muito obrigado, da svidanya!

Permanecía inmóvil en aquella postura incómoda y su vista no se apartaba del tablero. Una pronunciada calvicie aproximaba su cabeza a la imagen del balón de fútbol, muy brillante, manoseado de tanto uso. Muy cerca de las orejas, amplios trillos nevados delataban una vejez anticipada. Sus labios exagerados conservaban aquel mismo tic aburrido, pero los movimientos eran más lentos, agotados. Tenía reservado un pedacito de su mendrugo entre los dedos para aquellos gorriones que lo solicitaban con descaro, él no se apuraba, los ofrecía con la misma velocidad que se consumía aquella latica de leche que nunca creció y vivió clandestinamente. Minutos después, movió agresivamente un caballo y dio un salto, ¡jaque mate!, se escuchó en toda la cuadra y los gorriones volaron asustados. El perro levantó la cabeza y miró a la vieja, ella giró el rostro con desgano y el dominó se detuvo mientras todos acostaban sus fichas para observarlo. La chica de la minifalda montó un carro con chapa de turista, los chicos continuaron sus juegos entre bromas y malapalabras, una que otra comadre se asomó al balcón apuntalado, los trapos de las tendederas eran las banderas de aquella olimpiada, faltaba el himno. ¡Eres un caballo! Gritó uno de los jugadores y Luciano se sintió muy orgulloso por la victoria, el perdedor se levantó y en un gesto caballeroso le tendió la mano derecha. En una cajita de tabacos guardó cuidadosamente todas las fichas plásticas, luego la metió en una jabita de saco, dobló el tablero y se lo colocó debajo del sobaco. Cojeaba al andar, sufría al levantar la pierna izquierda. Lento, silencioso, se perdía por los portales de Monte y dobló en la esquina del mercado esquivando charcos de aguas podridas y latones de basura desbordados. No quise seguirlo, me arrepiento de este viaje, hubiera preferido recordarlo como era antes de que el tiempo se detuviera y nadie se enojara por la ausencia de una flor. Capanegra trata de esfumarse en la bruma de mis memorias, yo lo atrapo y le doy mi abrazo de amigo, no dejamos de ser niños. Siento unos deseos salvajes de regresar a mi paisaje nevado, trataré de congelar mis recuerdos. ¡Au revoir!





                              Esteban Casañas Lostal.

                              Montreal..Canadá.

                              2007-12-01







Y si tenéis por rey a un déspota, deberéis destronarlo, pero comprobad que el trono que erigiera en vuestro interior ha sido antes destruido.
Jalil Gibrán.

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