Con esa serie de patrañas, el gobierno de Estados Unidos entrenó, armó y envió mercenarios contra la isla para herir, matar, mutilar, secuestrar; bombardeó escuelas, fábricas, cooperativas. Junto con los apátridas cubanos exiliados que atacaban su patria, en esas incursiones se enrolaban sus asesores estadunidenses, alguno de los cuales acostumbraba rebanar las orejas de los adolescentes campesinos de la isla, milicianos muertos mientras defendían sus cooperativas, escuelas y granjas de pollos. Tal mutilación post mortem, además de constituir una práctica denigrante propia de la mentalidad colonial (“trofeos” de guerra y pruebas contundentes), tenía el objetivo de sembrar el terror y aplicar medidas ejemplares y correctivas entre el campesinado isleño, para demostrarles quién era el amo.
Muchos años antes de que se popularizara el concepto de armas de destrucción masiva, aplicado de manera hipócrita a los enemigos del imperio (el caso de Hussein es la mejor ilustración de ello), fueron los gobernantes estadunidenses quienes las empleaban contra la isla. De laboratorios militares estadunidenses en el Canal de Panamá salieron cultivos biológicos para contaminar las granjas porcinas, a fin de destruir el stock alimenticio de Cuba y reducir por hambre al pueblo. De lo que se trataba, entonces, era de castigar a los cubanos por apoyar la Revolución. En un contexto más general, ¿qué mejor prueba del uso de armas de destrucción masiva utilizadas por Estados Unidos que el bloqueo imperial económico contra Cuba?