.- Para pensar esos momentos difíciles, tan llenos de matices, Gramsci elaboró una categoría: la "revolución pasiva". La tomó prestada de historiadores italianos, pero le otorgó otro significado. La revolución pasiva es para Gramsci una "revolución-restauración", o sea una transformación desde arriba por la cual los poderosos modifican lentamente las relaciones de fuerza para neutralizar a sus enemigos de abajo. Mediante la revolución pasiva los segmentos políticamente más lúcidos de la clase dominante y dirigente intentan meterse "en el bolsillo" (la expresión es de Gramsci) a sus adversarios y opositores políticos incorporando parte de sus reclamos, pero despojados de toda radicalidad y todo peligro revolucionario.
Crisis orgánica y revolución pasiva: el enemigo toma la iniciativa Desde Marx y Engels hasta Lenin, Trotsky y Mao, desde Mariátegui, Mella, Recabarren y Ponce hasta el Che Guevara y Fidel, gran parte de las reflexiones de los marxistas sobre la lucha de clases han girado en torno a la necesidad de asumir la iniciativa política por parte de los trabajadores y el pueblo.
Pero ¿qué sucede cuando la iniciativa la toman nuestros enemigos? ¿Qué hacer cuando los segmentos más lúcidos de la burguesía intentan resolver la crisis orgánica de hegemonía, legitimidad política y gobernabilidad apelando a discursos y simbología "progresistas", poniéndose a la cabeza de los cambios para desarmar, dividir, neutralizar y finalmente cooptar o demonizar a los sectores populares más intransigentes y radicales?
Para pensar esos momentos difíciles, tan llenos de matices, Gramsci elaboró una categoría: la "revolución pasiva". La tomó prestada de historiadores italianos, pero le otorgó otro significado.
La revolución pasiva es para Gramsci una "revolución-restauración", o sea una transformación desde arriba por la cual los poderosos modifican lentamente las relaciones de fuerza para neutralizar a sus enemigos de abajo.
Mediante la revolución pasiva los segmentos políticamente más lúcidos de la clase dominante y dirigente intentan meterse "en el bolsillo" (la expresión es de Gramsci) a sus adversarios y opositores políticos incorporando parte de sus reclamos, pero despojados de toda radicalidad y todo peligro revolucionario. Las demandas populares se resignifican y terminan trituradas en la maquinaria de la dominación.
¿Cómo enfrentar esa iniciativa? ¿De qué manera podemos descentrar esa estrategia burguesa?
Resulta relativamente fácil identificar a nuestros enemigos cuando ellos adoptan un programa político de choque o represión a cara descubierta. Pero el asunto se complica notablemente cuando los sectores de poder intentan neutralizar al campo popular apelando discursivamente a una simbología "progresista". En esos momentos, navegar en el tormentoso océano de la lucha de clases se vuelve más complejo y delicado...
Dentro de ese conglomerado de olas y mareas políticas que se entrecruzan, no todo aparece tan nítidamente diferenciado ni delimitado como pudiera suponerse. En la actual coyuntura política latinoamericana verificamos, por ejemplo, una notable diferencia entre Cuba, Venezuela y posiblemente Bolivia (en este caso particular no tanto por las moderadas posiciones políticas de su presidente sino más que todo por los poderosos movimientos sociales que tiene por detrás), por un lado; con Chile, Argentina y Uruguay, por el otro.
Si Cuba y Venezuela encabezan la rebeldía contra el imperio, el segundo bloque de naciones —ubicado en el cono sur de nuestra América— expresa más bien cierto aggiornamiento del modelo neoliberal. En este sentido, aunque cada sociedad particular tiene sus propios desafíos, existen problemáticas generales que bien valdría la pena repensar, eludiendo los cantos de sirena embriagadores —por ahora hegemónicos— que hoy pretenden reactualizar las viejas ilusiones reformistas que padecimos hace tres décadas atrás y que tanta sangre, tragedia y dolor nos costaron. En el caso de Argentina, Chile y Uruguay ya no se trata hoy en día del añejo y deshilachado "tránsito pacífico" al socialismo sino, incluso, de una propuesta muchísimo más modesta: la reforma del capitalismo neoliberal en aras de un supuesto "capitalismo nacional" (en la jerga de Kirchner) o "capitalismo a la uruguaya" (para Uruguay) y así de seguido. Hasta el tímido socialismo del "tránsito pacífico" se diluye y el horizonte se estrecha con los vanos intentos por endulzar al capitalismo y volverlo menos cruel y salvaje...
En esta situación compleja, en el cono sur latinoamericano asistimos a un difícil desafío: pensar desde el marxismo revolucionario no en la inminencia del asalto al poder o de ofensiva abierta de los sectores populares, sino en aquellos momentos del proceso de la lucha de clases donde el enemigo pretende mantener y perpetuar el neoliberalismo de manera sutil y encubierta. No lo pretende hacer de cualquier manera. Paradójicamente, las clases dominantes intentan resolver su crisis orgánica, garantizar la gobernabilidad y mantener sus jugosos negocios enarbolando nuestras propias banderas (oportunamente resignificadas). Resulta más sencillo enfrentar y golpear a un enemigo frontal que intenta aplastarnos enarbolando banderas neoliberales y fascistas (el caso emblemático de Pinochet en Chile y Videla o Menem en Argentina es arquetípico). Pero deviene extremadamente complejo responder políticamente cuando el neoliberalismo se disfraza de "progre", continúa beneficiando al gran capital en nombre de "la democracia", los "derechos humanos", la "sociedad civil", el "respeto por la diversidad", etc., etc., etc.
Estos procesos y mecanismos de dominación política utilizados en la actualidad por las clases dominantes del cono sur latinoamericano y sus amos imperiales se asientan en una prolongada y extensa tradición previa.
No han surgido por arte de magia. Sólo constituyen un "enigma irresoluble" si, como tantas veces nos sugirió el posmodernismo, hacemos abstracción de nuestra historia nacional y continental.
La revolución pasiva en la historia de América latina
Durante el siglo XIX, a lo largo de la conformación histórica de los estados-naciones latinoamericanos, se entabló una singular relación entre Estado y sociedad civil. A diferencia de algunos esquemas mecánicos y simplistas, supuestamente "marxistas"
[1], en América latina la relación entre sociedad civil y Estado ha sido en gran medida diferente al proceso de las sociedades europeas
[2].
Entre nosotros, en no pocas oportunidades, el Estado no fue un producto posterior que venía a reforzar una realidad previamente constituida sobre sus propias bases sino que, por el contrario, contribuyó de manera activa a conformar sociedad civil. No puede explicarse, por ejemplo, la inserción subordinada y dependiente de las formaciones sociales latinoamericanas en el mercado mundial durante el siglo XIX si se desconoce la mediación estatal. No puede comprenderse el proceso genocida de los pueblos originarios de nuestra América, el robo, la expropiación de sus tierras y la incorporación de la producción agrícola o minera al mercado mundial si se prescinde del accionar estatal. No puede entenderse la conformación de las grandes unidades productivas, como las plantaciones, las minas, las haciendas, que combinaban la explotación forzada de fuerza de trabajo con una producción de valores de cambio destinados a ser intercambiados y vendidos en el mercado mundial capitalista, si se deja de lado el rol activo jugado por el Estado. Ese protagonismo central no tuvo lugar únicamente en la llamada acumulación originaria del capital latinoamericano. Posteriormente, cuando el capitalismo y el mercado ya funcionaban en América Latina sin andadores ni muletas, el Estado siguió jugando un rol decisivo.
Entre las muchas instituciones que conforman el entramado estatal hubo una institución en particular que ocupó este rol central: el Ejército (entendido en sentido amplio, como sinónimo de Fuerzas Armadas)
[3]. Junto con la represión feroz de numerosos sujetos sociales —pueblos indígenas y negros, gauchos, llaneros, etc— reacios a incorporarse como mansa y domesticada fuerza de trabajo, los ejércitos latinoamericanos también ocuparon, gerenciaron y realizaron tareas estrictamente económicas.
Ese rol privilegiado y muchas veces preponderante en América Latina no sólo fue central a lo largo de todo el siglo XIX. En el siglo XX el bonapartismo militar
[4] ocupó el rol activo que no jugaron ni podían jugar las débiles, impotentes y raquíticas burguesías autóctonas latinoamericanas (injustamente denominadas "burguesías nacionales" por sus apologistas). Ante la ausencia de proyectos sólidos, pujantes y auténticamente nacionales, las burguesías latinoamericanas perdieron su escasa y delgada autonomía, si es que alguna vez la tuvieron
[5], y terminaron jugando el rol sumiso de socias menores y subsidiarias de los grandes capitales. Sólo podían disfrutar del solcito del mercado interno y del mercado mundial a condición de acomodarse con la cabeza gacha y el sombrero entre las manos en los lugares secundarios y los espacios semivacíos que les dejaban los capitales multinacionales. Es por eso que gran parte de las industrializaciones latinoamericanas del siglo XX fueron en realidad seudoindustrializaciones, ya que no modificaron la estructura previa heredada por las burguesías agrarias del siglo XIX
[6].
Hoy en día resulta a todas luces errónea y fuera de foco la falsa imagen y la ilusoria dicotomía —construida artificialmente desde relatos encubridores y apologistas— que enfrentaría a "burguesías nacionales, democráticas, industrialistas, antiimperialistas y modernizadoras" versus "oligarquías terratenientes, tradicionalistas, autoritarias y vendepatrias". Nuestra historia real, repleta de golpes de estado, masacres y genocidios planificados, ha seguido un derrotero notablemente diverso al que postulaban los cómodos "esquemas clásicos" y los complacientes "tipos ideales" construidos a imagen y semejanza de las principales formaciones sociales europeas. La historia latinoamericana desobedeció a la lógica europea; la lucha de clases empírica no se dejó atrapar por el esquema ideal; el desarrollo desigual, articulado y combinado de múltiples dominaciones sociales desoyó los consejos políticos etapistas que aconsejaban apoyar a una u otra fracción burguesa ("burguesía democrática" la llamó el reformismo stalinista, "burguesía nacional" la denominó el populismo) contra el supuesto enemigo oligárquico. En América Latina las burguesías nacieron oligárquicas y las oligarquías fueron aburguesándose mientras se modernizaban. Las modernizaciones no vinieron desde abajo sino desde arriba. No fueron democráticas ni plebeyas, sino oligárquicas y autoritarias. No fueron producto de "revoluciones burguesas antifeudales" —como rezaban ciertos manuales— sino de revoluciones-restauradoras, revoluciones pasivas encabezadas e impulsadas por las oligarquías aburguesadas.
Fueron las propias oligarquías, a través del aparato de Estado y en particular de las fuerzas armadas, las que emprendieron —a sangre, tortura y fuego— el camino de modernizar su inserción siempre subordinada en el mercado mundial capitalista
[7]. El liberalismo latinoamericano no fue, como en la Francia de los siglos XVII y XVIII, progresista sino autoritario y represivo. En nuestras patrias despanzurradas a golpes de bayoneta y destrozadas a picana y palazos, jamás existió modernización económica sin represión política.
Las burguesías locales fueron históricamente débiles para independizar nuestras naciones del imperialismo pero al mismo tiempo fueron lo suficientemente fuertes como para neutralizar e impedir los procesos de lucha social radical de las clases populares.
Las sangrientas dictaduras latinoamericanas âcuyas consecuencias nefastas seguimos padeciendo hasta nuestro presenteâ que asolaron nuestro continente durante las décadas de los años â70 y â80 no fueron, en consecuencia, un rayo inesperado en el cielo claro de un mediodía de verano. No constituyeron una "anomalía", una excepción a la regla, el interregno entre dos momentos de normalidad y paz. Fueron más bien la regla de nuestros capitalismos periféricos, dependientes y subordinados a la lógica del sistema capitalista mundial.
Nuevos tiempos de luchas y nuevas formas de dominación durante la "transición a la democracia"
Agotadas las antiguas formas políticas dictatoriales mediante las cuales el gran capital —internacional y local— ejerció su dominación y logró remodelar las sociedades latinoamericanas inaugurando a escala mundial el neoliberalismo
[8] nuestros países asistieron a lo que se denominó, de modo igualmente apologético e injustificado, "transiciones a la democracia".
Ya llevamos casi veinte años, aproximadamente, de "transición". ¿No será hora de hacer un balance crítico? ¿Podemos hoy seguir repitiendo alegremente que las formas republicanas y parlamentarias de ejercer la dominación social son "transiciones a la democracia"? ¿Hasta cuando vamos a continuar tragando sin masticar esos relatos académicos nacidos al calor de las becas de la socialdemocracia alemana y los subsidios de las fundaciones norteamericanas?
En nuestra opinión, y sin ánimo de catequizar ni evangelizar a nadie, la puesta en funcionamiento de formas y rituales parlamentarios dista largamente de parecerse aunque sea mínimamente a una democracia auténtica. Resulta casi ocioso insistir con algo obvio: en nuestros países latinoamericanos hoy siguen dominando los mismos sectores sociales de antaño, los de gruesos billetes y abultadas cuentas bancarias. Ha mutado la imagen, ha cambiado la puesta en escena, se ha transformado el discurso, pero no se ha modificado el sistema económico, social y político de dominación. Incluso se ha perfeccionado
[9].
Estas nuevas formas de dominación política —principalmente parlamentarias— nacieron producto de la lucha de clases. En nuestra opinión no fueron un regalo gracioso de su gran majestad, el mercado y el capital (como sostiene cierta hipótesis que termina presuponiendo, inconscientemente, la pasividad total del pueblo), pero lamentablemente tampoco fueron únicamente fruto de la conquista popular y del "avance democrático de la sociedad civil" que lentamente se va empoderando de los mecanismos de decisión política marchando hacia un porvenir luminoso (como presuponen ciertas corrientes que terminan cediendo al fetichismo parlamentario). En realidad, los regímenes políticos postdictadura, en Argentina, en Chile, en Uruguay y en el resto del cono sur latinoamericano, fueron producto de una compleja y desigual combinación de las luchas populares y de masas —en cuya estela alcanza su cenit la pueblada argentina de diciembre de 2001— con la respuesta táctica del imperialismo que necesitaba sacrificar momentáneamente algún peón militar de la época neolítica para reacomodar los hilos de la red de dominación, cambiando algo para que nada cambie.
Con discurso "progre" o sin él, la misión estratégica que el capital transnacional y sus socias más estrechas, las burguesías locales, le asignaron a los gobiernos "progresistas" de la región —desde el Frente Amplio uruguayo y el PJ del argentino Kirchner hasta la concertación de Bachelet en Chile— consiste en lograr el retorno a la "normalidad" del capitalismo latinoamericano. Se trata de resolver la crisis orgánica reconstruyendo el consenso y la credibilidad de las instituciones burguesas para garantizar EL ORDEN. Es decir: la continuidad del capitalismo. Lo que está en juego es la crisis de la hegemonía burguesa en la región, amenazada por las rebeliones y puebladas —como la de Argentina o Bolivia— y su eventual recuperación.
Desde nuestra perspectiva, y a pesar de las esperanzas populares, la manipulación de las banderas sociales, el bastardeo de los símbolos de izquierda y la resignificación de las identidades progresistas tienen actualmente como finalidad frenar la rebeldía y encauzar institucionalmente la indisciplina social. Mediante este mecanismo de aggiornamiento supuestamente "progre" las burguesías del cono sur latinoamericano intentan recomponer su hegemonía política. Se pretende volver a legitimar las instituciones del sistema capitalista, fuertemente devaluadas y desprestigiadas por una crisis de representación política que hacía años no vivía nuestro continente. Los equipos políticos de las clases dominantes locales y el imperialismo se esfuerzan de este modo, sumamente sutil e inteligente, en continuar aislando a la revolución cubana (a la que se saluda, pero... como algo exótico y caribeño), conjurar el ejemplo insolente de la Venezuela bolivariana (a la que se sonríe pero... siempre desde lejos), seguir demonizando a la insurgencia colombiana y congelar de raíz el proceso abierto en Bolivia.
Los desafíos de la izquierda latinoamericana antiimperialista y anticapitalista frente a su propia historia ¿Cómo enfrentar entonces ese aggiornamiento de las formas políticas de dominación, ese intento gatopardista por cambiar algo para que el ORDEN siga igual y nada cambie de fondo?
Descartada la visión ingenua de un optimismo eufórico que postula en el terreno de las consignas agitativas un peligroso y falso triunfalismo —calificando como "avance revolucionario" a los gobiernos de Tabaré Vázquez, Kirchner o Bachelet—, debemos hacer el esfuerzo por comprender nuestros desafíos políticos a partir de nuestra propia historia y nuestras propias necesidades
[10]. Así lo hizo Fidel cuando encabezó la revolución cubana, así lo hace Chávez en Venezuela. Así lo hicieron los sandinistas, los salvadoreños y los tupamaros en sus épocas fundacionales (cuando eran radicales y estaban contra el sistema), así lo hacen las FARC y el ELN en Colombia, al igual que los zapatistas en Chiapas. En el cono sur latinoamericano se nos impone encontrar nuestra propia perspectiva estratégica y nuestro rumbo político a partir de nuestra propia historia. ¡Debemos estudiar y tomar en serio a la historia!
Eso implica estar alertas frente a cualquier manipulación oportunista. Es cierto que todo relato histórico presupone construir genealogías en el pasado para defender y legitimar políticas hacia el futuro. Pero todo tiene un límite. No se puede ir al pasado, "meter mano", poner y sacar a gusto y
piacere según las oportunidades del caso...
Por ejemplo, en la Argentina, no se puede poner en las banderas y en los carteles las imágenes de Santucho y del Che Guevara y luego, como por arte de magia, borrar esos símbolos para reemplazarlos por la foto de Juan Domingo Perón. Y luego, si cambian las alianzas políticas del momento, archivar rápidamente a Perón y volver a poner a Santucho o a quien convenga en esa ocasión. Siempre con la misma sonrisa cínica. ¡Como si todo fuera lo mismo! Eso es poco serio. Eso es hacer manipulación vulgar de la historia en función del presente inmediato. Así no se construye una identidad política de masas que logre aglutinar a la juventud rebelde y a la clase trabajadora combativa en función de un proyecto de emancipación radical. Los cubanos designan a esas maniobras como vulgar "politiquería". Lenin las denominaba "oportunismo". En cada uno de los países de nuestra América hay un término para hacer referencia a lo mismo.
La historia debe ser nuestra fuente genuina de inspiración, no un cómodo salvoconducto oportunista.
CONTINUA.....