Lección acelerada de capitalismo | | | | (IAR Noticias) 07-Octubre-08 En Estados Unidos se implementan medidas contradictorias frente al colapso financiero. Predomina la estatización y el aliento de las fusiones, pero también se insinuó permitir la caída de algunos bancos. La nacionalización de hipotecas tóxicas tendrá un costo inédito y no resuelve la insolvencia de los deudores. La recesión norteamericana tiende a globalizarse, la política monetaria europea acentúa el enfriamiento, Japón arrastra su propia depresión y se esfuma la expectativa de un desacople liderado por China. Las analogías iniciales con el crack bursátil (1987) y la burbuja tecnológica (2001) han perdido pertinencia, pero muchas comparaciones con el 30 omiten las diferencias creadas por el intervencionismo estatal y la asociación mundial de capitales y potencias. Ciertas semejanzas con la depresión japonesa son acertadas, pero la referencia de 1975-76 es más útil para graficar el cambio de etapa. La pérdida de autoridad política, las adversidades militares y los desequilibrios económicos limitan la capacidad norteamericana para exportar la crisis. Pero el paradójico refugio en el dólar abre interrogantes sobre su ocaso. La crisis refutó las creencias neoliberales y la teoría de atenuar riesgos con inversiones sofisticadas. Ha ganado primacía un discurso heterodoxo que oculta la articulación de las regulaciones con la ganancia. La especulación es inherente al capitalismo y los banqueros han actuado en sociedad con los industriales. El estallido obedece a una crisis peculiar de sobre-acumulación, asentada en valorizaciones ficticias y el endeudamiento de los asalariados. Expresa el agravamiento de la sobreproducción que genera la contracción salarial y la competencia global. Además confluye con un encarecimiento cíclico de las materias primas, potenciado por la devastación del medio ambiente. Estos procesos agotaron el hiper-consumo norteamericano provisto por Asia y financiado por el resto del mundo. Los países periféricos son candidatos a sufrir los mayores efectos de la conmoción, como lo anticipa la tragedia de Ãfrica y el brote de hambruna. Es también incierta la continuidad del espacio ganado por las clases dominantes de la semiperiferia. El tsunami financiero ilustra las dramáticas consecuencias del capitalismo e incita a construir una opción socialista. Por Claudio Katz (*)- Rebelión El terremoto de Wall Street ha desconcertado al establishment global. En la cúspide del poder predomina el pánico y las declaraciones alarmistas. Todos registran la presencia de un acontecimiento que podría inaugurar un cambio de época. La comparación con la caída del muro de Berlín es un indicio de esta dimensión histórica. El temblor actual comenzó a incubarse en junio del año pasado con el desplome de los fondos de cobertura administrados por Bear Stearns y cobró fuerza con la nacionalización del Northern Rock británico. De esta gestación se pasó a un estallido cuya profundidad salta a la vista. | Magnitud y costos La rápida conversión de problemas de liquidez en baches de solvencia ilustró desde el principio la enorme dimensión de una crisis, que no logró ser contenida con medidas parciales. La reducción de tasas de interés resultó tan inútil como el intento de formar un fondo de rescate manejado por los bancos. Tampoco sirvió la gran provisión de dinero al mercado o el auxilio de los fondos soberanos del exterior. El gobierno norteamericano ha puesto en práctica varias iniciativas contradictorias para atenuar la explosión. Al permitir el desmoronamiento de Lehman Brothers tentó la posibilidad de una limpieza brutal de los bancos quebrados y sugirió la fijación de ciertos límites al salvataje. Pero como precipitó el terror de los financistas revirtió rápidamente este curso, que le otorgaba a la Reserva Federal plenas atribuciones para dictaminar quién cae y quién se salva. La variante opuesta de estatizar todas las pérdidas se ha consolidado luego de la nacionalización de AIE. El sostén oficial de la mayor aseguradora del mundo (y de su gigantesco portafolio de fondos de pensión) complementó el rescate previo de Fannie Mae y Freddie Mac, que financian la mitad de las viviendas norteamericanas. La contaminación de estas instituciones semipúblicas indicó hasta que punto han quedado desbordados los problemas iniciales con créditos de baja calidad (subprime). Con una nueva secuela de estatatizaciones se auxiliaría a las próximas víctimas del vendaval: los fondos de cobertura y los fondos de capital de riesgo (que operan con títulos altamente especulativos) y los fondos de dinero (que aglutinan inversiones menos audaces y carentes de garantía estatal). Pero el punto crítico son los bancos comerciales. La quiebra de Washington Mutual inauguró un desplome que amenaza extenderse a las 117 entidades minoristas que el FDIC (organismo oficial de garantía) tiene en observación. Algunas estimaciones pronostican un réquiem para la mitad de los 8.500 bancos actuales. En cualquier caso, ya es evidente que la crisis traspasó a los bancos de inversión (que recaudaban dinero directamente en el circuito financiero) y afecta a todo el sistema, con picos de parálisis en las operaciones interbancarias e insinuaciones de corralitos para los depósitos. En este cuadro se está desenvolviendo una vertiginosa oleada de adquisiciones. Merry Lynch fue capturada por Bank of America, Bearn Stearn fue tomada por Morgan Stanley, Wachovia pasó al Citigrup (o Wells Fargo) y Goldman Sachs ha puesto en venta su paquete accionario. Este virulento cambio de manos se extiende a escala internacional con la adquisición del británico HBOS por el Lloys y la absorción de las sucursales de Bradford and Bingley por el Santander español. Algunos compradores (Barclays) se apoderan por moneditas de sus viejos competidores (Lehman) o picotean sus desechos. El resultado de semejante aluvión sería un nivel de concentración bancaria nunca visto. Quiénes sobrevivan a sus apuestas (eventualmente el trío JP Morgan Chase, Bank of America y Citigrup) asumirán el comando de todo el sistema financiero norteamericano. Este nivel de centralización es precedido por una furibunda desvalorización de los capitales en juego, que hasta ahora se procesa dentro de la esfera financiera. Otra opción en curso es la nacionalización de las hipotecas tóxicas, que el Congreso discutió en un clima de chantaje bursátil. Los financistas (presentados como “el mercado”) exigieron el socorro público para permitir que la economía se mantenga en pie (“restaurar la confianza”). Reclamaron al gobierno que adquiera los títulos depreciados para su revalorizarlos y revenderlos. Este rescate se parece al salvataje que obtuvieron los financistas mexicanos en 1995. Allí también el estado compró títulos carentes de valor, limpió los balances de las entidades y comercializó papeles a pura pérdida del fisco. Los especuladores han creado un clima de pánico para que su nueva estafa sea bendecida como un alivio. Pero este descarado auxilio estatal a los responsables del colapso ha desatado una indignación contra los banqueros, que se burlan de sus sacrosantas reglas del libre mercado. Este rechazo a Wall Street –que no se observaba desde la época de Roosveelt- ha obligado a los legisladores ha incorporar ciertas restricciones al cheque en blanco que inicialmente reclamó la FED. Las enmiendas incluyen rebajas impositivas de distinto tipo, para crear la ilusión de una distribución más equitativa de la carga. El generalizado malestar expresa, además, la masiva intuición de un derroche inútil. Si el paso del tiempo confirma que dos tercios de los créditos hipotecarios son totalmente incobrables se habrá dilapidado una montaña de dinero. Es evidente que ninguna ingeniería financiera puede contrarrestar el desplome continuado del precio de las propiedades o el deterioro perdurable del ingreso de sus compradores. Por esta razón el Congreso también auspicia alguna forma de renegociación de las hipotecas entre deudores y bancos con la mediación del estado. Pero sólo un lejano contexto de recuperación económica brindaría algún sostén a esa iniciativa. Por el momento predomina una crisis sin solución a la vista que ha diluido todos principios neoliberales. En un clima de intervención y subsidios, el regulador es bienvenido y el mercado es cuestionado. Pero como el rescate no es gratuito habrá que solventar una operación de costo desconocido. La emisión de títulos sobre títulos ha sido tan sofisticada que nadie sabe calcular cuál es el monto en juego. En julio del 2007 la FED estimaba pérdidas por 50 mil millones de dólares. A principio de año la cifra saltó a 512 mil millones y las evaluaciones actuales giran en torno a uno o dos billones de dólares. ¿Cómo se pagará semejante factura? Las grandes crisis bancarias de las últimas décadas tuvieron costos monumentales para los países subdesarrollados. Involucraron el 55,1 % del PBI de Argentina (1980-87), el 55% de Indonesia (1997-2004) y el 34% de Tailandia (1997-2004). Pero este porcentaje apenas alcanzó el 3,2 % en el último gran rescate financiero de Estados Unidos (1981-91). Por primera vez en décadas la primera potencia deberá afrontar un bache financiero-fiscal de gran escala. Impacto recesivo global El estallido de la crisis ha transformado la desaceleración económica en una recesión manifiesta. El freno ya se percibe en la caída de la inversión, el estancamiento del consumo y la fragilidad de las exportaciones estadounidenses. La discusión entre optimistas y pesimistas sobre el futuro nivel de actividad se ha zanjando con un diagnóstico coincidente de caída del PBI. Ya no hay margen para reactivar con reducciones de tasas de interés, mientras el “desapalancamiento” financiero (asumir pérdidas y limpiar carteras) precipita la contracción del crédito y la escalada deflacionaria. Desde los años 60 todas las recesiones precipitadas por colapsos inmobiliarios han sido particularmente prolongadas. El consumo a crédito que sostiene a la economía norteamericana ha quedado frontalmente afectado y se avecina una crisis social de proporciones. Los deudores desesperados que abandonan sus casas para evitar el remate son las primeras víctimas de esta pesadilla. El desbarajuste inmobiliario amenaza a una población ya irritada por el aumento del precio de la nafta, que avizora el temido desempleo en un país carente de protecciones sociales significativas. En este clima crece la indignación hacia los ejecutivos de Wall Street, cuyos ingresos en las últimas tres décadas saltaron de 40 a 344 veces del promedio laboral. La gravitación internacional de la economía norteamericana determina la acelerada transmisión de su recesión. Sólo Wall Street maneja un volumen de fondos superior al conjunto de las bolsas europeas. Estados Unidos concentra el 20% del PBI global, pero sus importaciones aceitan el comercio global y sus empresas transnacionales definen la tónica productiva de todo el planeta. El salto registrado en la mundialización ha incrementado, además, la sincronización internacional del ciclo económico. La expectativa inicial en un desacople liderado por Europa se ha desvanecido con la secuela de estatizaciones que siguen la huella estadounidense (Fortis de Bélgica-Holanda, Bradford and Bringley de Inglaterra, Glitnik de Islandia). El viejo continente afronta los mismos problemas de créditos incobrables que su par norteamericano, pero implementando una política monetaria dura, que buscó homogenizar en torno al euro las distintas situaciones nacionales. La crisis no sólo ha socavado ese intento y ha dividido a los gobiernos entre partidarios de un fondo general de rescate y promotores de salvatajes a cargo de cada presupuesto nacional. Esta fractura obviamente indica que la salud de los bancos es muy despareja en la región. Todo el intento europeo de sostener el proyecto neoliberal de unificación con altas tasas de interés se encuentra, además, seriamente amenazado por el enfriamiento que impone al nivel de actividad. Por su parte Japón tampoco contrarresta el giro recesivo, ya que arrastra las rémoras de su propia depresión. La economía nipona tiene menos autonomía que Europa para incidir fuera de su estrecho campo de influencia y cuando comenzaba a recuperarse ha chocado con el desplome norteamericano. El papel compensador que se esperaba de China e India se ha diluido, ya que ninguna locomotora puede empujar a un convoy totalmente descarrilado. Se ha discutido mucho si China podía contrarrestar la desaceleración mundial con la expansión de su mercado interno. Algunos economistas resaltaron esa posibilidad y otros la descartaron, recordando la dependencia del crecimiento asiático del mercado norteamericano. Pero el contrapeso chino requería un freno moderado de la actividad en los centros y no la abrupta recesión que se ha desatado. Por eso el anunciado desacople tiende a convertirse en un reacople de Asia a la caída general. Comparaciones Muchos analistas buscan en las crisis precedentes una guía sobre el posible devenir del shock actual. Las analogías iniciales con el crack bursátil de 1987 o con el estallido de la burbuja tecnológica del 2001 han quedado totalmente superadas. En ambos casos los activos en juego eran acciones y no viviendas y ninguno de esos temblores desembocó en colapsos bancarios. Sólo precipitaron recesiones de acotadas duración e intensidad, que fueron remontadas por la reactivación del consumo en un plazo relativamente breve. Descartada la semejanza con estos declives de poco alcance se ha impuesto una generalizada comparación con la depresión del 30. Numerosos economistas resaltan los puntos de coincidencia con este clásico antecedente del desplome general. Pero se equipara la eventual profundidad de la caída y no las modalidades de la crisis. Si la intensidad de la regresión productiva y social alcanzará esa magnitud es por el momento una incógnita. Pero la dinámica del proceso en curso presenta numerosas diferencias con el sendero que desató 1929. Las medidas que hace ocho décadas se aplicaron con posterioridad al crack se han implementando actualmente con anticipación. La inyección de liquidez de los últimos meses provocaría horror a Hoover y suscitaría los aplausos de Keynes. En la actualidad también se limita la caída de los bancos y se elude cualquier aumento de las tasas de interés. Habrá que ver si estas medidas atenúan o agravan el desplome económico, pero se desenvuelven en un contexto internacional muy distinto al pasado. En los años 30 no existía el actual entrelazamiento de capitales y tampoco operaba una coordinación entre la FED y los bancos centrales de Europa y Asia. En lugar de una moneda internacional de referencia prevalecía una disputa por heredar la primacía de la libra esterlina y en función de esa aspiración, las grandes potencias devaluaban sus monedas. El escenario proteccionista de áreas comerciales en pugna distaba mucho de la interconexión actualmente impuesta por las empresas transnacionales. La gran depresión derivó en una confrontación bélica entre las principales potencias, que nadie avizora al comienzo del siglo XXI. Un enfrentamiento militar entre Estados Unidos, Europa y Japón es inimaginable. Otra comparación en boga presenta el estancamiento padecido por Japón como un espejo de lo que sucederá en Estados Unidos. Esa economía asiática soportó una burbuja inmobiliaria muy semejante, con precios que se triplicaron (1986-91) y luego se desmoronaron en dos tercios. Pero Japón vaciló en implementar las medidas que Estados Unidos ha instrumentado rápidamente, confirmando la brecha que separa a una potencia subordinada de otra dominante. Además, la economía nipona nunca actuó como locomotora de la economía mundial y al depender de la protección militar norteamericana se remodeló con medidas comerciales y cambiarias (revaluar el yen y abrir su economía), que nadie se atreve a sugerirle a Estados Unidos. Quizás la comparación más adecuada con el desplome actual es lo ocurrido en 1975-76. Esa crisis clausuró una etapa (el boom posguerra) con la misma contundencia que el temblor del 2008 pondría el fin del neoliberalismo pleno (que instauraron Thatcher y Reagan). Tomando en cuenta esta referencia histórica hay que prestar atención a las medidas que expresaron giros significativos. Hace tres décadas estos virajes fueron la inconvertibilidad del dólar (1970) y el aumento de tasas de interés (1978). Seguramente la crisis actual incluirá transformaciones de ese alcance y en poco tiempo sabremos si las medidas que ya se han adoptado, atenúan o exacerban la intensidad de la conmoción. |