Captan a jóvenes con falsas promesas de trabajo para asesinarlos y que el ejército los presente como trofeos de guerra
Son las 11 de la mañana pero parece de noche. Enormes nubes de un gris plomizo y fúnebre se han posado sobre Soacha, dando al paisaje urbano un tono muy acorde con los sentimientos que cunden entre sus habitantes: la tristeza y el miedo.
Soacha, nombre indígena de la cultura chibcha que quiere decir varón del sol, tiene casi 400 mil habitantes y una larga historia de tragedias. Inundaciones bíblicas, deslizamientos de tierra que sepultan barrios completos, alcaldes corruptos que se roban su escaso presupuesto y violencia, mucha violencia.
Por estos días llora a sus jóvenes muertos. Decenas de muchachos que comenzaron a desaparecer a comienzos de este año y cuyos cadáveres han ido saliendo a la superficie tras permanecer meses enterrados en fosas comunes de lugares remotos. En la prensa colombiana se les conoce como “los desaparecidos de Soacha” y su historia promete ser uno de los más macabros sucesos de la violencia sin fin que sacude a Colombia desde hace décadas. “Si es que no la tapan a punta de amenazas y más muertes”, advierte el hermano de uno de los muchachos asesinados, único testigo de los hechos que accedió a hablar con La Jornada.
Camino a los hogares de algunas de las víctimas, ubicados en el barrio San Nicolás, se palpan el miedo y la desconfianza. Las miradas huidizas de los vecinos y su negativa a contestar cualquier pregunta se complementan con las puertas que se cierran al paso de los extraños y con una que otra advertencia pronunciada entre dientes:
–No pierda el tiempo, periodista. Aquí nadie le va a hablar de esos muchachos… esa vaina se quedó así.
“Esa vaina” comenzó a saberse en la primera semana de septiembre cuando la morgue de la ciudad de Ocaña, 610 kilómetros al nororiente de Bogotá, no pudo seguir guardando los cadáveres de jóvenes sin identificar que se amontonaban en sus bóvedas. El hecho llamó la atención de algunos periodistas locales lo cual hizo que se activaran las alarmas de un sistema gubernamental dedicado a establecer el paradero de personas desaparecidas.
Tras confirmar la identidad de Elkin Verano, Joaquín Castro y Julián Oviedo, todos menores de 20 años, sus familiares denunciaron que ellos habían salido meses atrás de sus casas atraídos por la promesa de un buen trabajo “en la costa” y nunca más había sabido de ellos. Agregaron que los cuerpos sin vida de sus seres queridos tenían impactos de bala de alto calibre y repitieron ante los medios las versiones que habían escuchado cuando fueron a recuperar los cadáveres: que las balas habían sido disparadas por soldados del ejército.
A lo largo de todo septiembre siguieron apareciendo cadáveres y con ellos se multiplicaron las denuncias de familias que exigían saber el paradero de sus hijos desaparecidos. Solamente de Soacha aparecieron 12 jóvenes muertos, pero la cifra de denuncias superó rápidamente los 50. Las fotografías de las madres desgarradas de dolor recibiendo los restos mortales de sus hijos se tomaron la primera plana de los medios y el ejército tuvo que pronunciarse.
Según su primera versión, se trataba de muchachos reclutados por las FARC muertos en combate. Sin embargo, días después se aclaró que los jóvenes no habían muerto en enfrentamientos con la guerrilla sino “con bandas emergentes de paramilitares que operan en las regiones de Ocaña, Acarí y Ábrego”.
El miércoles 24 de septiembre, la policía aseguró que un grupo de reclutadores pertenecientes a fuerzas paramilitares recorría zonas paupérrimas de las principales ciudades del país ofreciendo jugosos contratos a los jóvenes desocupados que deambulaban por las calles y los parques. La versión coincide con la del familiar de uno de los muertos.
“Mi hermano se mantenía por ahí, sin hacer nada. Tenía un parche de amigos que estaban en las mismas que él… Jugaban micro futbol todo el día y esperaban que les saliera cualquier trabajito. Un día me dijo: hermanito me voy, me salió camello en la costa, pagan bien y voy a conocer el mar. Al otro día se fue y nunca más supimos de él. Al principio pensamos que estaría ahorrando para poder llamar o que iba a llegar en cualquier momento, pero como al mes mi mamá comenzó a decir que le había pasado algo. Lloraba todo el día. Un día, de pura desesperada se fue para donde una señora que lee el tabaco y llegó muy triste. Decía que la señora le había confirmado sus presentimientos, que a mi hermano le había pasado algo muy malo”.
A comienzos de octubre, en medio del creciente escándalo por la sucesiva aparición de cadáveres de jóvenes que el ejército presentaba como “dados de baja en combate”, el ministro de Defensa, Juan Manuel Santos, anunció una investigación a fondo de los sucesos y pidió a la fiscalía general que tomara cartas en el asunto.
El gobierno se empeña en cerrar el caso
Unos días después, el 7 de octubre, el propio presidente Álvaro Uribe se pronunció sobre los hechos y tras calificar a los jóvenes de delincuentes “que no estaban recogiendo café en una finca”, intentó poner punto final a la polémica asegurando que según el dictamen de la fiscalía general, “ellos fueron dados de baja en combate”.
Con lo que no contaba Uribe era con que ese mismo día el fiscal general, Mario Iguarán, lo desmintiera, afirmando que su despacho no tenía evidencia de la forma en que habían caído los jóvenes.
Tanto interés del ejército y del presidente Uribe por cerrar el caso despertó las alarmas de numerosas ONG dedicadas a la defensa de los derechos humanos, así como de organizaciones juveniles que olfatearon un tenebroso escenario detrás de las versiones oficiales. Según versiones de prensa aparecidas en los últimos días, las muertes de los muchachos estarían asociadas a un tétrico negocio mediante el cual los reclutadores llevan a los jóvenes a zonas de guerra, los dotan de armas cortas y luego entregan al ejército las coordenadas geográficas de su ubicación para que las tropas ataquen el lugar y los exhiban como “trofeos de guerra”.
La macabra operación funciona, según las ONG, gracias a la política interna de las fuerzas militares, que premia con recompensas y otros beneficios a los soldados y oficiales que muestren resultados en sus operaciones. Las bajas de miembros de grupos irregulares son denominadas “positivos” y estos “son el rasero para medir la efectividad en las zonas de orden público”.
A la denuncia sobre las motivaciones de lucro que habría detrás de las muertes de jóvenes se suman las noticias de medios locales según las cuales por lo menos 20 miembros de la fuerza pública fueron condenados la semana pasada por “falsos positivos” en los que perdieron la vida 15 campesinos de diversas regiones del país, presentados inicialmente como integrantes de grupos irregulares.
Mientras la fiscalía general sigue las investigaciones, en Soacha todavía reina la oscuridad. Muy pocos creen que se vaya a hacer justicia “mucho menos con las amenazas que nos han hecho llegar para que guardemos silencio. Yo le he dicho a mi mamá que sigamos buscando la verdad pero ella me responde que ya perdió un hijo y no quiere vernos muertos a los que quedamos”, dice el hermano de una de las víctimas, mi único testigo, no sin advertir, al terminar su frase, que no quiere ver su nombre publicado en la prensa.