Ha comenzado diciembre con el raro espectáculo de árboles de navidad adornando las tiendas, los hoteles y otros sitios públicos. Después de varios años en los que se erguían sólo en las salas de algunas casas, han vuelto a brotar y su nieve espolvoreada contrasta con el sol allá afuera. Tal pareciera que la prohibición a colocarlos en las vidrieras, lobbies y cafeterías ha caducado o que el atrevimiento navideño nos ha hecho desoírla. Ya hemos vivido âvarias vecesâ este retoñar que luego tropieza con el filo del hacha cuando alguien por âallá arribaâ firma una circular proscribiéndolos.
La primera vez que vi uno de estos recargados arbolitos, tenía yo diecisiete años, la Unión Soviética había colapsado y ser ateo estaba ya fuera de moda. Parada en la entrada de una iglesia en la calle Reina, no me decidía a acercarme al Nacimiento y las bolas de cristal que pendían de las ramas. Las historias de lo ocurrido a quienes habían sido rechazados por tener una creencia religiosa me retenían en la puerta. Boquiabierta ante el tamaño de aquel abeto, rompí el temor y me aproximé al cálido pesebre.
Con la apertura de las tiendas en divisas y el auge del turismo, los adornados árboles se extendieron por todas partes y el hotel Habana Libre llegó a tener el más grande de toda la ciudad. Los padres llevaban a pasear a sus hijos cerca del verdor iluminado y bajo la estrella que lo coronaba. Pero ciertos empecinados âcon poderâ consideraron cada árbol como una derrota que había que revertir. Así, nos intentaron devolver al paisaje aburrido de aquellos diciembres de los años setenta y ochenta, pero ya el gusto por colgar las guirnaldas había arrastrado a unos cuantos.
Después de varios años sin ver el parpadear de sus luces en los locales públicos, este fin de año nos sorprende el grato retoñar de un bosque conocido. Bajo sus ramas, una mujer duerme a su bebé que no sabe aún de prohibiciones, árboles proscritos ni cruces escondidas bajo la camisa.