23 de diciembre de 2008.- En mis fines de año no existía la Navidad.
La palabra se escuchaba en voz muy baja, y entrarle al tema significaba obligar a mi madre a explicar el tabú. Era la misma curiosidad de niña maldita que anhelaba pisar el templo repleto de imágenes y velas, en aquella Cuba de los años setenta.
Mami y yo, disfrazadas de invierno, caminábamos la ruta marítima que separaba la casa de nuestros mejores amigos del pequeño apartamento de provincias donde vivíamos.
Mis ojos se perdían mirando por las ventanas a 'los otros', a los cautivos de una fiesta familiar.
¿Familia? Siempre he sentido curiosidad por el término 'familia'.
¿Qué era lo que celebraban entre boleros y sones, danzones ("¿cuándo volverá, la Nochebuena, cuándo volverá?"), charangas típicas y veladas canciones en inglés?
Para mí, el fin de año resultaba interminable; una larga fiesta intrusa, algo que sustituía a los seres despedidos por los que teníamos a mano. Ahora lo comprendo, sustituíamos el silencio con música. Pocos hablaban del ritual religioso que había quedado en una vida anterior.
La festividad paralela, que yo desconocía, continuaba en los templos, esas enormes iglesias cubanas, visitadas por seres marcados que asumían su fe a pesar de cualquier calificativo o consecuencia.
A los siete años no entendía la Navidad. En la escuela era algo malo, de eso no se hablaba, era como discutir sobre sexo, 'manitas atrás'.
Mientras era verano, en casa, era fácil evadir los ritos de la educación protestante de mi madre y la vida de mis abuelos en la 'Fruit Sugar Company'. Pero el frío no deja olvidar, volvía diciembre con sus recuerdos. Uno y otro diciembre disimulando el gesto de aquella celebración ¿familiar?
El 31 y el primero, esta vez lícitamente, las familias se reunían para bailar y escuchar el Himno Nacional a las 12 de la noche. No se celebraba el fin de año, se celebraba el Triunfo. La noche se llenaba de tiros al aire y mi cuerpo se quedaba quieto, tumbado en el sofá de cualquier amigo que hubiera querido compartir su nostalgia y sus frijoles negros. Después, el largo enero de resaca dónde no pasa nunca nada. Ni los Reyes Magos.
Creo que a los siete años yo estaba en lo correcto. La Navidad se relacionaba con el sexo, el hogar y la familia. Diez años más tarde me enamoré de un hombre que tenía un pequeño retablo de cerámica. Él me explicó el significado de las piezas; camellos, vaca, pesebre, camino, era...
¡Un Nacimiento!
Cada diciembre, mi hombre y yo, secretamente, abríamos el árbol de Navidad escondido en un escaparate de su garaje.
Las bolas y las guirnaldas de los años cincuenta se mantuvieron intactas hasta que, con mi torpeza acostumbrada, añadí bajas a la levedad de esos colores flotantes.
Figuras y adornos navideños. (Foto: Nacho Alcalá)
Islas brillantes sobre el árbol. Achinaba los ojos y veía, en cada una de las bolas rojas, azules o verde botella a un amigo que partió, una historia circular y luminosa que nos punzaba el alma.
Pasaron los años y este hombre también se fue de mis manos. Se rompió contra el suelo con la misma facilidad con que se rompen las antiguas bolas de vidrio. Lo que entonces sentíamos se perdió, pero como un danzón que acompasara el viaje a Belén o a La Habana, en las noches del 24 y 25 de diciembre, aparece para encender sus ojos en mi árbol.
Aquí, el 25 de diciembre, ya es feriado. Y aunque los medios no explican el por qué de este 'milagro', sabemos que se lo debemos a la visita del Papa.
Yo sigo iluminando el árbol del deseo, el que me dejó aquel hombre de manos adiestradas. Con el mismo asombro de los 17 y mi cabeza despeinada, cotejo las ofensas y las perdono, organizo mis recuerdos junto a modestos regalos para los amigos. Reencuentro el arte de encender el árbol que no estuvo en mi infancia, pero que hace que me sienta parte de una familia enorme.
Único modo de pasar mi Navidad en el frente.