Yo no había nacido cuando en abril de 1961 se declaró el carácter socialista del proceso cubano. “Esta es la revolución socialista de los humildes, por los humildes y para los humildes…” anunció Fidel Castro cerca de las premonitorias puertas del cementerio de Colón. Muchos que lo escucharon, jubilosos y optimistas, suponían que el primer propósito revolucionario sería que dejara de haber gente humilde. Con esa ilusión, salieron a defender un futuro sin pobreza.
Al observar a los actuales destinatarios de lo anunciado hace casi cincuenta años, me pregunto cuándo la prosperidad dejará de verse como contrarrevolucionaria. ¿Querer vivir en una casa a la que el viento no logre arrancarle el techo dejará de ser -algún día- una debilidad pequeño burguesa? Todas las carencias materiales que percibo cuestionan el sentido de este colosal vuelco en la historia del país, sólo para que dejara de haber ricos, al precio de que hubiera tantos pobres.
Si al menos fuéramos más libres. Si todas esas necesidades materiales no se plasmaran también en una larga cadena que hace a cada ciudadano un siervo del Estado. Si la condición de humildes fuera una elección voluntariamente asumida y especialmente practicada por quienes nos gobiernan. Pero no. La renovada exaltación de la humildad lanzada por Raúl Castro este primero de enero nos confirma lo aprendido en décadas de crisis económica: que la pobreza es un camino que lleva a la obediencia.