Debemos ser muchos –millones, seguramente—, los que, invisibles los unos para los otros, nos sentimos tan indignados como impotentes ante el espectáculo de la masacre de Gaza y la descripción de la misma, por parte a nuestros medios de comunicación, como “represalia contra el terrorismo” y ejercicio del “derecho de Israel a defenderse”. Hemos llegado a un punto en que responder a los argumentos sionistas es, además de inútil, indigno de la humanidad. Mientras no se reconozca que los obuses que caen sobre Ascalón probablemente sean lanzados por descendientes de los habitantes de esa misma región expulsados por los sionistas en 1948, hablar de paz no será sino una cortina de humo destinada a encubrir el repetido asalto de Israel a los supervivientes de aquella gran injusticia.
¿Qué hacer, entonces? ¿Un diálogo entre árabes “moderados” e israelíes “progresistas”? ¿El enésimo “plan de paz” destinado a convertirse en papel mojado? ¿Una declaración solemne de la Unión Europea (UE)?
Gestos y ademanes de los poderes establecidos, meras distracciones de la estrangulación que hoy sufre el pueblo palestino. También otras exigencias más radicales resultan parecidamente inútiles: el llamamiento a la creación de un tribunal internacional para juzgar los criminales de guerra israelíes, o a la intervención efectiva de la ONU, o a la implicación de UE; nada se consigue con eso. Los tribunales internacionales realmente existentes reflejan la relación de fuerzas en el mundo, y nunca resolverán contra los aliados más preciados de los EEUU. Es esa misma relación de fuerzas lo que debe cambiar, y eso sólo puede conseguirse de manera gradual. Es cierto que Gaza sufre una situación de emergencia calamitosa, pero también lo es que, hoy por hoy, no puede hacerse nada realmente eficaz para detenerla precisamente porque el paciente trabajo político que debería haberse hecho hace tiempo está aún por hacer.
En lo que respecta a las tres propuestas que siguen, dos son ideológicas y una es práctica.
1. Librarse de la ilusión de que Israel resulta “útil” para Occidente
Muchas personas, especialmente entre la izquierda, persisten en la creencia de que Israel es solamente un peón de una estrategia capitalista o imperialista para controlar el Oriente Medio. Nada podría estar más lejos de la realidad. Israel no tiene ninguna utilidad para nadie ni para nada: sólo, si acaso, para satisfacer sus propias fantasías de dominación. No hay petróleo en Israel, o en Líbano, o en Golán, o en Gaza. Las llamadas guerras del petróleo, en 1991 y 2003, fueron libradas por EEUU sin la ayuda de Israel, y en 1991 con la explícita petición de los EEUU de que Israel se mantuviera al margen (porque la participación israelí podría haber socavado la coalición árabe con Washington). Para las petromonarquías prooccidentales y los regímenes árabes “moderados”, la ocupación israelí de tierras palestinas es una pesadilla que radicaliza más a sus poblaciones y daña su papel. Fue Israel, con sus políticas absurdas, quien provocó la creación de Hezbolá y de Hamás: Israel es indirectamente responsable de buena parte de los avances recientes del “Islam radical”.
Además, lo cierto es que los capitalistas, en conjunto, hacen más dinero en paz que en guerra. Solamente cabe comparar los beneficios obtenidos por los capitalistas occidentales en China o Vietnam desde que hay paz en esos países con los que hacían cuando la “China roja” estaba aislada y los EEUU libraban una guerra contra Vietnam.
A la mayoría de los capitalistas les importa un higo que el “pueblo” deba tener a Jerusalén como su “eterna capital”; de alcanzarse la paz, tendrían las manos libres para explotar en Cisjordania y en Gaza una fuerza de trabajo harta calificada que apenas tiene otras oportunidades.
Finalmente, cualquier ciudadano estadounidense preocupado por la influencia de su país en el mundo puede ver de forma bastante clara que convertir a miles de millones de musulmanes en enemigos con el único fin de satisfacer el capricho criminal israelí de turno dista por mucho de ser una inversión racional de futuro.
Muchos sedicentes marxistas cuentan, los primeros, entre quienes no ven a Israel sino como mera emanación de fenómenos tan generales como el capitalismo o el imperialismo (Marx mismo, huelga decirlo, fue harto más circunspecto en la cuestión de la determinación económica de los fenómenos políticos). Pero no rinde el menor servicio al pueblo palestino el mantenimiento de esas ficticias gedeonadas: en realidad, nos guste o no, el sistema capitalista está muy lejos de ser tan robusto como para jugarse la supervivencia en la ruleta de la ocupación judía de Cisjordania: Y conviene recordar que al capitalismo le ha ido francamente bien en Sudáfrica desde el fin del Apartheid.
2. Permitir a los no judíos dar su opinión sobre Israel
Si el apoyo a Israel no se funda en intereses estratégicos o económicos, ¿por qué la clase política y los medios de comunicación aceptan pasivamente todo lo que Israel hace? Muchas personas pueden sentirse despreocupadas por lo que ocurre en un lejano país. Pero esto no se aplica a los líderes formadores de opinión, que nunca descansan en sus críticas a las pretendidas maldades políticas de Venezuela, Cuba, Sudán, Irán, Hezbolá, Hamás, Siria, Islam, Serbia, Rusia o China. Ni siquiera los más infundados rumores y las más ciclópeas exageraciones se libran de una persistente e insidiosa repetición. Sólo Israel ha de ser tratado con guantes de seda.
Una de las explicaciones ofrecidas para tal trato especial es la “el sentimiento de culpa” occidental por las persecuciones antisemitas del pasado, en particular por los horrores infligidos a los judíos durante la II Guerra Mundial. A veces se observa que los palestinos no son en absoluto responsables de esos horrores y que no deberían pagar el precio de crímenes perpetrados por otros. Y es verdad, pero lo que, siendo obvio, apenas se dice es que la inmensa mayoría de los franceses, de los alemanes o de los curas católicos de nuestros días son tan inocentes de lo que sucedió durante la guerra como los palestinos, por la simple razón de que nacieron después de la guerra o eran niños entonces. La idea de culpa colectiva era muy cuestionable ya en 1945, pero la idea de transmitir intergeneracionalmente la culpa colectiva es un concepto religioso. Aunque se dice que el Holocausto no debería justificar la política israelí, es sorprendente que las poblaciones que supuestamente se sienten culpables de lo sucedido (alemanes, franceses y católicos) sean las más reticentes a tomar la palabra.
Es extraño que, al mismo tiempo que la iglesia católica renunciaba a la noción de que los judíos eran el pueblo que asesinó a Cristo, tomara el relevo la idea de la culpa casi universal del exterminio de los judíos. El discurso de la universal culpabilidad por el Holocausto presenta analogías con el discurso religioso en general por la manera en que legitima la hipocresía, trasladando la responsabilidad de lo real a lo imaginario (conforme al modelo mismo del “pecado original”). Somos todos supuestamente culpables por los crímenes cometidos en el pasado, un pasado sobre el que, por definición, no podemos hacer nada. Pero necesitamos no sentirnos culpables o responsables por los crímenes que se cometen ante nuestras narices por parte de nuestros aliados israelíes o estadounidenses, sobre quienes sí podemos esperar influir.
Que no seamos todos culpables de los crímenes del Tercer Reich, es un hecho simple y suficientemente obvio, pero es preciso internalizarlo para permitir a los no judíos hablar libremente sobre Palestina. Porque lo cierto es que los no judíos a menudo sienten que deben dejar en manos de los judíos el monopolio del “derecho” a criticar a Israel y de defender a los palestinos. Pero dada la relación de fuerzas entre los judíos críticos de Israel y las influyentes organizaciones sionistas que dicen hablar en nombre del pueblo judío, no hay la menor esperanza de que solamente las voces judías puedan salvar a los palestinos.
Sin embargo, la principal razón del silencio, no ofrece duda, no es el sentimiento de culpa (precisamente, porque es demasiado artificial), sino, más bien, el miedo. Miedo a “qué pensarán”, miedo a la difamación, y aun a ser procesado “antisemitismo”. Si no duda de eso, haga el experimento: ponga a un periodista, a un político o a un editor en algún lugar donde nadie esté escuchando y no haya micrófono o cámara escondida, y pregúntele a él o a ella si dice en público lo que piensa sobre Israel en privado. ¿Qué si no? ¿Miedo a dañar los intereses del capitalismo? ¿Miedo a debilitar el imperialismo estadounidense? ¿Miedo a la interrupción del suministro de petróleo? Miedo, mas bien, a las organizaciones sionistas y a sus implacables campañas.
Después múltiples conversaciones con profesionales en este tipo puestos, nosotros albergamos pocas dudas de eso. La gente no dice lo que piensa sobre el sedicente “Estado judío” por miedo a ser tildada de anti-judía e identificada con los antisemitas del pasado. Este sentimiento es aún más fuerte, en la medida en que la mayoría de personas que están conmocionadas por la política israelita también están genuinamente horrorizadas por los crímenes perpetrados contra los judíos durante la II Guerra Mundial, y sinceramente indignadas por el anti-semitismo. Pensándolo bien, resulta claro que si existieran hoy en día, como antes de 1940, movimientos políticos abiertamente antisemitas, esas personas no se sentirían tan intimidadas. Pero, hoy, ni siquiera el Frente Nacional francés se dice antisemita, y quien critica a Israel, habitualmente comienza por proclamar que no es antisemita. El miedo a ser acusado de antisemita es más profundo que el miedo al lobby sionista: es el miedo a perder la respetabilidad lo que lleva a que la condena del antisemitismo y del Holocausto sea el valor moral contemporáneo más grande.
Es imprescindible liberar a los críticos de Israel del atenazante miedo a ser falsariamente acusados de “antisemitismo”. Amagar con esa acusación es una forma insidiosa de un chantaje moral que acaso constituya hoy la sola fuente potencial de un surgimiento generalizado del resentimiento anti-judío.
3. Las iniciativas prácticas se resumen en tres letras: BDS (boicot, desinversión, sanciones)
La exigencia de sanciones ha sido adoptada por la mayoría de organizaciones propalestinas, pero como ese tipo de medidas es prerrogativa de los Estados, es evidente que no se adoptarán en breve. Las medidas de desinversión pueden ser tomadas por los sindicatos y las iglesias a partir de decisiones de sus miembros. Otras empresas que colaboran de cerca con Israel no cambiarán su política, a menos que estén bajo presión pública, esto es: la presión que pueden ejercer los boicots. Esto nos lleva a la controvertida cuestión de los boicots, no solamente de los productos israelíes, sino también de las instituciones culturales y académicas de Israel.
Esta táctica fue usada contra el régimen de apartheid en Suráfrica en una situación muy similar. Tanto el apartheid como la desposesión de los palestinos son herencias tardías del colonialismo europeo, a cuyos practicantes les resulta difícil percatarse de que esas formas de dominación ya no le resultan aceptables al mundo en general, ni siquiera a la opinión pública occidental. Las ideologías racistas subyacentes a ambos proyectos representan un ultraje al grueso de la humanidad, y traen consigo un sinfín de odios y conflictos enconados y duraderos. Se podría hasta decir que Israel es otra Suráfrica, una Suráfrica que explota “el Holocausto” a beneficio de inventario.
Cualquier boicot se arriesga a generar víctimas inocentes. En particular, se argumenta que, boicoteando a las instituciones académicas, podrían resultar injustamente castigados los intelectuales que están por la paz. Quizá sea cierto, pero Israel mismo admite de buena gana que hay víctimas inocentes en Gaza, cuya inocencia no estorba a su asesinato. Nosotros no proponemos asesinar a nadie. Un boicot es un perfecto acto no violento por parte de la ciudadanía. Puede compararse con la desobediencia civil o con la objeción de conciencia ante el poder injusto. Israel desacata abiertamente todas las resoluciones de la ONU, y nuestros propios gobiernos, lejos de tomar medidas para obligar a Israel a cumplirlas, simplemente refuerzan sus lazos con Israel. Tenemos el derecho, como ciudadanos, de exigir de nuestros propios gobiernos el respeto del derecho internacional.
Lo que más importa de las sanciones, especialmente en el plano cultural, es su valor simbólico. Es una forma de decir a nuestros gobiernos que no aceptamos su política de colaboración con un Estado que ha optado por convertirse en un forajido internacional.
Algunos ponen objeciones a un posible boicot por idénticos motivos a los avanzados tanto por algunos israelíes progresistas como por un cierto número de palestinos “moderados” (no por el conjunto de la sociedad civil palestina). Pero lo principal para nosotros no debe ser lo que ellos dicen, sino la política exterior que queremos para nuestros propios países. El conflicto árabe-israelí está lejos de ser un conflicto meramente local, y ha alcanzado relevancia mundial. Se trata de la cuestión básica del respeto al derecho internacional. Un boicot debería ser defendido como un medio de protesta dirigido a nuestros propios gobiernos para forzarles a cambiar de política. Tenemos derecho a querer viajar por el mundo sin necesidad de avergonzarnos. Razón suficiente para fomentar el boicot.
Jean Bricmont , miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO , es profesor de física en la Universidad de Louvain la Neuve, Bélgica. Es miembro del Tribunal de Bruselas. Su último libro acaba de publicarse en Monthly Review Press: Humanitarian Imperialism ( traducción castellana en la Editorial Viejo Topo, Barcelona). Es sobre todo conocido en el mundo hispano por su libro –coescrito con el físico norteamericano Alan Sokal— Imposturas intelectuales (Paidós, 1999), un brillante y demoledor alegato contra la sedicente izquierda académica relativista francesa y norteamericana en boga en los últimos lustros del siglo pasado. Una larga entrevista político-filosófica a Bircmont puede verse en el Número 3 de la Revista SINPERMISO en papel (mayo de 2008). Diana Johnstone es la autora de Fools' Crusade: Yugoslavia, NATO, and Western Delusions [Cruzada de Tontos: Yugoslavia, la OTAN y los engaños occidentales], Monthly Review Press, 2002.
Traducción para www.sinpermiso.info : Daniel Raventós