EL TESTIMONIO GENERACIONAL DE UNA JOVEN HIJA DEL REGIMEN COMUNISTA
"A nuestros hijos les damos una vacuna para prevenir utopías"
Yoani Sánchez es la autora del blog más popular, censurado y premiado de Cuba. En un texto exclusivo para Clarín recuenta sus vivencias bajo el gobierno de Fidel, da por superados sus logros, reclama libertades y poder para los jóvenes.
Yoani Sánchez Blogger.
Eran los años setenta, y los que nacíamos nos encontrábamos un país muy diferente al de aquel mítico enero de 1959. Veníamos al mundo en medio de la sovietización de esta isla, mientras el estatismo gubernamental marcaba todos los detalles de nuestra vida. Nos criamos en un laboratorio de experimento social, cuyo producto más acabado sería el "hombre nuevo" que habitaría una Cuba donde la emancipación de la mujer, la erradicación de la discriminación racial y la igualdad para todos serían conquistas ya alcanzadas. Fuimos al círculo infantil con sólo cuarenta y cinco días de nacidos, para que nuestras madres pudieran incorporarse a la defensa de la Patria, a la producción agrícola o a sus flamantes cargos de directoras de empresas. Se nos hablaba de un futuro luminoso que estaba a la vuelta de la esquina, y se nos exigía el máximo sacrificio para llegar -cuanto antes- a él.
Nos tocó gritar consignas en los matutinos, repetir hasta el cansancio el slogan de "Pioneros por el comunismo, seremos como el Che", y pronto comprendimos que sólo la doble moral nos salvaría de ser reprendidos. El ensayo que se aplicó sobre nuestra generación, que hoy tiene entre veinticinco y cuarenta años, incluyó un nuevo modelo de estudio-trabajo de preuniversitarios en el campo. Íbamos allí a formarnos en las letras y en el azadón, pero en realidad nos dedicábamos a hacer interactuar nuestros cuerpos, alejados del control paterno. Nos graduamos en carreras universitarias impensadas por nuestros abuelos, pero al obtener el título vislumbramos que con él no lograríamos costearnos una vida decente. A nuestro lado, el portero de un hotel recibía diariamente en propinas lo que nosotros ganábamos en un mes.
La crisis de los años noventa nos encontró en plena adolescencia, casi sin ropa que ponernos y organizando fiestas con alcohol extraído de los hospitales. El mercado racionado nos había dado -hasta que llegó el Período Especial- un atuendo básico para cubrir nuestros púberes cuerpos, pero ese ascetismo material sólo logró fascinarnos por la moda y el consumo. Mientras la propaganda oficial nos contaba de un mundo exterior que se caía a pedazos, vivíamos en una isla que no acabábamos de comprender y comprobábamos el enorme abismo entre la "verdad" del periódico Granma y lo que ocurría en las calles. Fuimos los que no se bautizaron, y el mercado negro siempre fue parte inseparable de nuestra vida.
Carentes de posesiones materiales, vivimos aún bajo el mismo techo que los abuelos y los padres, a la espera de que algún día mueran para heredar su patrimonio. Apenas si aparecemos en el directorio telefónico y mucho menos en los registros de propiedad de autos y casas. El poder nos parece cosa de gente con más de seis décadas sobre sus hombros: las sillas del parlamento han visto posarse muy pocas de nuestras jóvenes asentaderas. Gobernados por ancianos, hemos optado por subirnos a un avión en busca de esos cambios que no pudimos hacer al interior de nuestro país. El paternalismo nos hizo expectantes de las órdenes que bajaban desde arriba y poco dados a la rebeldía. Para cuando llegó el nuevo milenio, nos hallábamos más lejos que nunca de aquel ideal social que nos habían descripto siendo niños; ya no seríamos el hombre del siglo XXI.
Vimos el renacer de las festividades de Navidad, la entrada de los religiosos al Partido, la caducidad del Invencible Líder y el naufragio de las esperadas reformas. Frente a nosotros retornó la prostitución, y los hambrientos ojos de ciertos turistas se posaron en nuestras gráciles piernas de hombre nuevo. Hoy, en las calles de cualquier ciudad, somos la generación que más nutre el intercambio de sexo por dinero, la delincuencia y la apatía. Contenemos la risa cuando alguien nos explica que habitamos la utopía soñada por millones y que nuestro pequeño país es el David de cierta historia bíblica. Para nosotros, que nunca hemos podido tirarle una sola pedrada a ese Goliat llamado Estado, la comparación nos suena a broma.
La Revolución que ayudaron a construir nuestros padres es hoy, para muchos inquietos jóvenes, algo del pasado. Las conquistas que -gracias en parte a la subvención soviética- este proceso logró, no han sido para mi generación la salvación mesiánica de la que tanto hablan los más viejos. Incluso el "mejor" momento del proceso fueron unos grises años ochenta que hoy recordamos por los dibujos animados rusos y algunos nombres como Boris o Natacha. Hemos recibido los frutos del sacrificio de nuestros progenitores y sin embargo tienen el sabor amargo del inmovilismo y el control, el rancio hedor de lo anticuado.
Para nosotros la revolución agotó hace mucho su combustible, su capacidad renovadora. Ya no le queda nada viejo por destruir, pero le falta mucho por hacer. Cincuenta años después, el país tiene más tierras improductivas que nunca y el más alto déficit habitacional de la historia. La moneda con que se paga a los trabajadores carece de valor real, y los dos renglones de mayor prestigio, la educación y la salud, transitan por una verdadera crisis. Se observa un índice demográfico en retroceso y una emigración creciente. La que una vez fuera la ideología oficial, el marxismo leninismo, es hoy una curiosidad arqueológica de la que sólo se habla en círculos académicos. El Partido Comunista, único permitido por las leyes, no realiza un congreso hace más de una década. Nunca más se habló de planes quinquenales, y el sueño de contar en el siglo XXI con una sociedad justa no es siquiera una quimera, más bien parece una burla.
Los cambios que esperamos no se limitan a lo económico. En el campo de los derechos ciudadanos aspiramos a que el gobierno elimine el humillante trámite de "permiso de salida" que limita los viajes al exterior. Especialmente la supresión del concepto de "salida definitiva", que convierte a los emigrantes en extranjeros que no pueden volver a radicarse en Cuba y con sus propiedades confiscadas. Ya se avanzó algo cuando fue permitido a los cubanos hospedarse en los hoteles y hacer contratos para telefonía celular, pero han sido apenas migajas frente a nuestro voraz apetito. Queremos tener acceso a Internet sin limitaciones o censura, derecho a poner en marcha nuestras pequeñas empresas y salarios en la misma moneda que necesitamos para comprar los productos básicos.
Algunos que ya hemos superado los treinta años, seguimos deseando poder expresar libremente criterios y tener el derecho a asociarnos alrededor de cualquier tendencia o preferencia, sin temor a represalias. Este es el punto más candente y en el que menos quieren ceder aquellos que una vez bajaron, jóvenes y barbudos, de las montañas. El país parece ser de ellos, que no dejan de repetirnos sus hazañas y de mostrarnos sus medallas. Mientras tanto, nosotros hemos comenzado a tener hijos a los que hemos administrado -por precaución- una saludable vacuna para prevenir utopías.
Pobrecita
SALUDOS REVOLUCIONARIOS
(Gran Papiyo)