Por Elena Desde Cuba
90 millas es la distancia que separa a La Habana con el sur de La Florida, Estados Unidos, un país al que miles de cubanos han querido llegar, buscando la libertad y una vida más próspera, incluso aún a riesgo de morir en el intento.
En agosto de 1994, más de 30 000 cubanos se lanzaron a la mar en precarias embarcaciones, huyendo desesperados de la profunda crisis en la que estaba sumida la Isla. Varios miles de personas (aunque no se sabe exactamente cuántos) murieron durante aquel éxodo masivo, y supongo que muchos de los que sobrevivieron, incluso después de ver cumplidos sus sueños, aún recuerden con tristeza y dolor todos los hermanos que perdieron en el camino, las complicaciones de la travesía y el tiempo de incertidumbre que tuvieron que vivir en la Base Naval de Guantánamo a la espera de ser enviados a Estados Unidos.
Mi padre fue uno de esos cubanos que una madrugada a principios de agosto del 94, se montó en una balsa con otras 17 personas más entre familiares y amigos y partió rumbo norte en busca del llamado sueño americano. No sabía cómo acabaría todo, ni siquiera si lograría salvarse de los muchos peligros que un viaje en esas condiciones entraña, pero estaba decidido y nada ni nadie podía hacerle cambiar de opinión.
Yo era apenas una niña en aquel entonces, incapaz de comprender la crítica situación de mi país, ni aquella ola migratoria que parecía que terminaría asolando La Habana, convirtiéndola en una ciudad fantasma, embargada por la nostalgia de sus hijos perdidos.
No podía comprender la desesperación de la gente por abandonar el país que les había visto nacer, dejando atrás a la familia, los amigos o peor aún, padres llevándose a sus hijos a sabiendas de que estaban poniendo en grave peligro sus vidas. No podía adivinar tampoco las razones para que se exacerbaran en la población sentimientos de odio hacia sus propios compatriotas, hacia aquellos que pensaban diferente o concebían un sueño distinto en una realidad distinta. Era una niña pero recuerdo tantas cosas y me da espanto, la sociedad se dividió en dos bandos,los que estaban con el sistema y los que no, los que seguían con una venda en los ojos y los que se la habían quitado, para descubrir que no vivían en el paraíso precisamente. La chivatería y el repudio de los que estaban con el sistema hacia los del bando contrario, se había vuelto parte indisoluble de la cotidianidad.
Ya los desfiles no eran de banderas, eran de balsas, o algo que se le diera el parecido, porque bien es cierto que el hambre agudiza el ingenio y los cubanos inventando no tenemos precio. Lo más inimaginable podía acabar siendo un componente de la embarcación, desde gomas de tractor y poliespumas, hasta la carrocería de un viejo cheverolet.
Recuerdo todos los preparativos de papá para irse del país con sus socios del barrio y mis tíos. Pero todo comenzó medio año antes de los sucesos de agosto de 1994, cuando no sabían que Fidel abriría las costas a los que quisieran salir de Cuba. Una vez que tomaron la decisión, como a finales de febrero de ese mismo año, empezaron a sobornar por aquí y por allá, para llegar a reunir todos los materiales necesarios para construir la balsa; lo que fue toda una odisea dada la crítica situación económica, cuando los recursos eran demasiado escasos y la competencia por conseguirlos demasiado elevada.
Tardaron tres meses entre adquirir los alimentos y los tanques de agua y en concluir aquella cosa a la que ellos llamaron balsa y que hasta bautizaron como Caridad del Cobre en honor de nuestra virgen patrona. Ahora en la distancia del tiempo no puedo imaginarme aquella balsa hecha de un conjunto de elementos tan hetorogéneos, endebles e inverosímiles flotando en alta mar, pero me figuro que en aquel entonces yo tenía demasiadas preguntas y muy pocas respuestas como para angustiarme con los principios de la flotación.
Ya en aquel momento mis padres se habían separado, mi papá había estado engañando a mi madre con una amiga común, y eso es algo que ella no podía perdonar. No sin buenos dolores de cabeza y discusiones, mi mamá accedía a que mi hermano y yo fuéramos a visitar a papá los fines de semana. Él nos hizo prometer bajo juramento solemne a mi hermano Alejandro y a mi, que no le comentaríamos nada a mamá de sus planes para irse del país. Los niños solemos ser muy ingenuos, las palabras de nuestros padres son sagradas, y para nosotros, acostumbrados a vivir con una doble cara ante la sociedad, no fue tan difícil guardar el secreto.
Así es que cuando llegábamos los sábados por la mañana al apartamento de papá en La Habana Vieja, el ajetreo era convulso, por lo que no era de extrañar que los dos nos sintiéramos algo confundidos en aquella vorágine. Subíamos a la azotea donde “se cocía” todo, las mujeres ayudaban en lo que podían mientras los hombres hacían el trabajo más duro y los más pequeños concebíamos aquello como un juego que aún no alcanzábamos a captar. El secretismo y la premura que se respiraba en el ambiente daba la sensación de que allí, en aquella alta azotea desde la que se divisaba media Habana, se estaba construyendo el mismísimo caballo de Troya…
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