La casa
Luis Cino
LA HABANA, agosto (www.cubanet.org) - A poco teme Manuel en la vida. Su mayor miedo es perder la casa. Es una de las cosas que le han dicho que perderá si la Revoluciòn cayera, amén del hospital gratis y la educación para sus nietos. Además, sería explotado por capitalistas despiadados, sus nietos caerían en la droga y el pandillerismo, y su hijo mayor, que es militante del Partido, tendría que enfrentar tormentos peores que los de Abu Grahib.
Lo dice el periódico Granma, la radio, la TV, el presidente del CDR, el compañero Alarcón y el delegado del Poder Popular. No cesan de decirlo desde que se anunciaron las medidas de Bush. Jamás un presidente americano le había causado tantos dolores de cabeza a Manuel.
Manuel nunca ha hecho mucho caso a lo que dice el gobierno. En realidad, ningún caso. De su lealtad a la Revolución sólo queda una pequeña chapa clavada en la puerta, en la que el óxido apenas permite leer la inscripción: "Fidel, ésta es tu casa".
No han sido pocos los problemas que ha tenido por hablar más de la cuenta sin reparar en oídos indiscretos. Sus "bateos" en las colas de la bodega son antológicos. Nunca le preocupó demasiado "la supervivencia del socialismo y sus logros". Siempre dice que "de aquí pa'lante no hay más pueblo". Que "si va a llover, que llueva, lo que no quiero es chin-chin".
A los 58 años, es un hombre acostumbrado a vivir de su sudor. Los hombres de trabajo no creen en futuros inciertos: "Mientras yo tenga fuerzas, mi familia no pasa hambre, con ningún gobierno, olvídate de eso".
Pero siente pánico de perder su casa y verse otra vez como en su niñez, rodando con sus padres y sus dos hermanos por las cuarterías y solares de La Habana. Ha conversado acerca de su preocupación con comunistas, disidentes y santeros. Todos dicen algo distinto, pero ninguno logra calmar su inquietud.
Sólo está seguro de una cosa: para desalojarlo de su casa a él y a los suyos hay que matarlo.
En 1961, la Reforma Urbana le dio a su padre el caserón de La Víbora. Sus dueños se habían ido a Miami hacía una semana. Cuando rompieron el sello y franquearon el umbral, con sus pocos tarecos a cuestas, pareció un sueño. Sería una horrible pesadilla que, más de 43 años después, Angel Villegas o sus descendientes, apoyados por papeles y gendarmes, aparezcan a reclamar lo suyo.
Manuel los entiende. No tiene nada contra ellos. Pero ésta, ahora, es su casa. Aquí se hizo hombre, murieron sus padres y nacieron sus hijos. Calcula que lo que han pagado el viejo y él en todos estos años es más de lo que le costó al propietario original.
Su padre pagaba un alquiler mensual de 20 pesos. En 1971 le dieron el título de propiedad. A la muerte del viejo, en 1975, Manuel tuvo que empezar a pagar alquiler de nuevo. La propiedad de la vivienda era a título personal, intransferible. Su padre murió sin dejar testamento. Manuel no tenía dinero para pagar un abogado ni paciencia para meterse en el intríngulis burocrático de la declaratoria de herederos. Es probable que muera sin haber terminado de pagar la casa.
La casa ya no es ni sombra de lo que fue. No es fácil hoy en día mantener un caserón de cinco cuartos y dos baños. Agrietada, falta de pintura, con goteras, los cristales de las ventanas rotos y la plomería en estado deplorable, sigue siendo una casa grande y cómoda. Lo suficiente para albergar a 12 personas, aunque sea recurriendo a barbacoas, tabiques e improvisadas divisiones.
Hasta el jardín ha cambiado en este tiempo. Era amplio y bonito, como el jardín bíblico en que crecía el árbol de la vida. La necesidad lo ha hecho cumplir muchas otras funciones: cocina, lavandería, cabaret, terreno deportivo, refugio amatorio, cagadero, mingitorio, vertedero y almacén de materiales de construcción, además de cementerio de las mascotas de la familia.
El período especial lo transformó en huerta para el abastecimiento familiar, que Manuel y los suyos atienden con esmero, dedicación y una perenne guerra contra las bibijaguas. Además, crían conejos y puercos en los improvisados corrales del patio, rigurosamente guardados de ladrones por turnos nocturnos de guardia, con machetes y reformazas por un imponente perro Doberman.
Para Manuel, su casa es intocable. En ella es soberano absoluto. Ni siquiera la proliferación de su familia lo ha hecho siquiera considerar la idea de permutar. A regañadientes ha ido aceptando las sucesivas particiones de la casona. En ellas, sus hijos, con sus respectivas esposas y niños, gozan de autonomía limitada. El pone los límites. Lo hará mientras viva.
De sus predios han sido expulsados, como bola por tronera, responsables de vigilancia y presidentes del CDR, chivatientes combativos, jefes de sector, portadores de citaciones del comité militar, inspectores de vivienda y de comunales, predicadores evangélicos, vendedores impertinentes, visitantes inoportunos, fumigadores, esposas celosas y maridos agraviados. Varios rateros han escapado con huesos rotos y casi despedazados por los perros.
La insistencia de la propaganda oficial en los riesgos de que lo desalojen de su casa ha trastornado tanto a Manuel que sus hijos decidieron llevarlo al psiquiatra.
Había comenzado a erigir una barricada en el portal, a almacenar provisiones y a leer manuales sobre las experiencias de guerrillas en Vietnam y El Salvador.
Costó mucho convencerlo para que acudiera al médico. Este le recetó dosis de sedantes como para dormir a un rinoceronte. Durante horas le explicó que si algún día regresan los descendientes de Angel Villegas les será más práctico construirse una nueva mansión en algún reparto en las afueras de La Habana.
Manuel se ha calmado un poco. No obstante, guarda una mandarria de 25 libras detrás de la puerta. Dice, y no bromea, que si un día aparecen los antiguos dueños a reclamar la casa, la demolerá a mandarriazos. En vista del estado de la casa, la tarea le resultará fácil.
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