En un suspiro algo quedó, casi detenida contra el vidrio empañado, sintió arrebatar su cuerpo, no por el amante ocasional que le arrinconaba obscenamente sino por esos desmañados nubarrones matinales que solían recordarle el legado de imposibilidades adquiridas al momento de nacer, siendo la primera de ellas, el carecer de expresiones afectivas que le permitiesen, por ejemplo, acariciar el cabello del amante ocasional y, de algún modo, hacerle ver que más allá del silencio, que le calzaba como anillo al dedo, sentía elevar su espíritu y sus instintos más bajos, confundiéndose éstos en un algo sublime e imperecedero, al ritmo de los sucesivos empellones que se brindaban, dispuestos como animales en celo, como rocío bruto descansando sobre plantas carnívoras, como este ir y venir que terminará, a pesar de sus anhelos, dejándola abatida, mal herida, sufrida, fracasada, como tantas veces, como siempre, sin encontrar la llave liberadora de sus imposibilidades. Pasarán así los días y con ellos la vida entera sin que le haya sido posible tener un gesto convincente de afecto. Y el no entenderá. Y ella seguirá buscando asilo en otros amantes ocasionales, justificando el suspiro, con que comienza este relato…
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