La homosexualidad era un delito tipificado en el Código Penal cubano y a los gays se los encerraba en campos de concentración para que realicen trabajos pesados con la idea de que a través de ello “se harían hombres”. Frase típica del Gobierno Comunista cubano.

Incluso una ley castigaba jurídicamente la manifestación de esa inclinación sexual. Durante años los homosexuales han sido blanco de persecución y represión estatal, como quedó plasmado en la laureada película Fresa y chocolate (1993).
En febrero de 1988, cuando se llevó a cabo en todo el país un masivo control sanitario en busca de todos los ciudadanos libres que portaran el virus del Sida, el objetivo del gobierno no era el de atender gratuitamente a esa población afectada, sino el de utilizarla como excusa por la cacería de homosexuales que habían iniciado desde 1963.
Fue ese año en el que quedaron saturados los campos de concentración a las afueras de La Habana, pero no sólo con los homosexuales infectados, sino con algunos sanos a los que también diagnosticaron contagiados. O sea, contagiados de libertad sexual a los que había que reprimir a golpes y a escondidas. A los que se hacía necesario aislar de la población heterosexual y la familia, pero sobre todo, a los que utilizarían para probar todo tipo de medicamentos sin pensar en el derecho humano. Fidel Castro, el líder de la salud pública gratuita, quería obtener resultados médicos antes que los americanos, pues si ello ocurría, la venta de la vacuna probada en el cubano lo enriquecería de inmediato.
En Junio de 1998, después que muchos de los campos de concentración ya habían cerrado por la ausencia de recursos para investigar en ellos, el gobierno de Castro se vio obligado a traer a Congreso Mundial del SIDA en Ginebra a un grupo de enfermos cubanos para mostrarlos como los mejores conejillos que aún quedaban en las indias.
Así es que llegan a Suiza el especialista en radiología del Instituto Pedro Kourí y un filólogo interesado en el teatro. Dos pacientes que sobrevivían en Cuba gracias a las medicinas que les enviaban sus familias desde el exterior, pero que debían leer una cartilla preparada y muy distinta de su realidad. En otras palabras, ellos debían reafirmar los magníficos cuidados que habían recibido del gobierno revolucionario del que ahora decidían desertar a pesar de su bondad y magnánima atención.
Al igual que los homosexuales, hay en Cuba y en el exilio otro grupo de individuos a los que sus ideas y profesión no les permiten clasificar de "machos puros". Ellos, son también un buen ejemplo a los que acudir en busca del horror gratuito que les dio Fidel. Un tirano que no se ocupa tan siquiera de acoger en un albergue a los mendigos que pululan por las calles de La Habana, pero va a Suiza a hablar de democracia y demostrar que su gobierno es un enfermo deficitario de ética y carente por completo de moral. Por tener un dictador así, hoy también piden asilo en Suiza más de una docena de cubanos a los que la revolución socialista de Fidel les negó su libertad. Por ello, algunos fueron allí, y a la espera de alguna protección: Músicos como Abdiel Montes de Oca, un magnífico pianista de música culta cubana, o gerentes de turismo como Orlando Alonso Avila, al que la nostalgia impone exquisitas recetas culinarias de una Cuba sin Fidel.

El costo con que el gobierno cubano ha asumido en la concentración de los enfermos de SIDA está incluido en el mismísimo presupuesto con que costea los hospitales psiquiátricos para disidentes políticos. Por eso, la gratuidad de la salud en Cuba es tan discutible como los objetivos que persigue. En aquella hermosa isla todo el que aspire a llevar la vida a cuestas debe pagarla antes con mentiras o silencio. Unicamente así, encarcelando a los enfermos, es que le resulta posible a Fidel Castro contar con una reserva de sexo saludable que ofrecer a los turistas. Turistas que le enferman el rebaño, pero que al pagarle en dólares no le inhiben su gestión de chulo.