No estamos tan mal
Algunos consideran que si fuéramos absolutamente conscientes de lo que nos ocurre, lo normal sería estar tristes.
Por tanto, se trata de olvidar. Así dicho, no estoy de acuerdo. Los que tienen buenas razones para estarlo no acostumbran a ser muy elocuentes en sus declaraciones. No se trata en esta ocasión de hacer un recorrido por los argumentos que acabarían concluyendo que en realidad lo que nos ocurre es no sólo que estamos vivos, sino que no siempre estamos a la altura de la vida. Ni la que nos toca, ni la que parecemos incapaces de vivir. Poderse permitir el lujo de hacer balance de las propias circunstancias es, aunque no lo creamos, un privilegio que suele competer quienes no les va del todo mal las cosas. Poder dedicar un tiempo, incluso unos recursos, a analizar los entornos, las causas, los efectos, a la adopción de medidas y de tantas otras imprescindible actuaciones es ya síntoma de que no estamos en descalabro alguno. También es cierto que no es imprescindible que éste venga a suceder para que podamos considerar nuestra situación, pero es necesario reconocer que todos estos males que nos aquejan son en general de la especie llevadera. No olvidemos a quienes se mueven en terrenos que claramente rozan lo insoportable o viven expresamente en ello. Nosotros tenemos malos momentos, incluso malas situaciones, hasta estamos mal, pero aún podemos hablar acerca de eso. La generosidad para con uno mismo empieza por reconocer que es evidente que podríamos empeorar, incluso del todo, incluso hoy. Además, con seguridad importamos a alguien.
La generosidad es también el sentimiento de la medida para no autocompadecerse una y otra vez y para no ser pesado con los demás. En realidad, esta tendencia permanente a darnos pena es un síntoma de la falta de coraje y de reconocimiento de las razones para festejar lo que nos sucede. No es necesario perderlo para comprobarlo. El asunto no se reduce a la comparación con tantos otros en estados y situaciones mucho peores. Basta que nos comparemos con nosotros mismos, con lo que no sucedió, con lo que nos podía suceder. O con lo que tenemos y nos merecemos. Muchas veces las quejas provienen de los más afortunados.
Por eso, la sencillez de asumir que no estamos tan mal no es ninguna resignación ni falta de ambición. Es la constatación de que recibimos permanente vida, sobre todo cuando la damos. Basta mirar más y mejor para comprobar que no es justo tanto lamento.