Cuando en la noche del 6 de octubre de 1976 la villaclareña María Ofelia Conquero escuchó en el televisor la noticia de que un avión de Cubana de Aviación había sido saboteado en Barbados, enseguida corrió a la habitación de la madre para ponerla al tanto del suceso.
Luego de escucharla, apenas sin reflexionar, la anciana se llevó la mano al corazón, y con esa intuición que solo poseen en grado sumo las progenitoras cuando presienten al hijo en peligro, exclamó: «¡En ese avión está Carlos!»
En efecto, Carlos Conquero, integrante de la tripulación del CU-455, se encontraba entre las 73 personas que perdieron la vida en el siniestro.
La anciana falleció de tristeza algún tiempo más tarde, mientras que María Odelia prolongó su existencia durante varios lustros, siempre apoyada en la esperanza de ver caer a los principales victimarios del hermano bajo el peso de la justicia, pero la vida no le concedió suficiente tiempo para tener, al menos, ese consuelo.
Murió hace unos años, poco después de la perversa actuación de la presidenta de Panamá, Mireya Moscoso, quien liberó de la prisión, en contubernio con la mafia cubano-americana, a Luis Posada Carriles, implicado en la voladura de la nave, y que cumplía sanción en la nación istmeña por un fallido atentado a Fidel durante la Cumbre Iberoamericana en esa capital.
«La decisión de la mandataria fue verdaderamente repugnante» —me confesó por aquellos días en su hogar la afligida mujer, y a seguidas dijo que con ese proceder la Moscoso demostró un profundo desprecio por el sufrimiento de los cientos de cubanos que cada día lloraban a sus seres queridos, impunemente masacrados en el interior de la aeronave.
«Ella no es capaz de entender el daño que ha causado ni el sentimiento de frustración y amargura que nos provocó con su indigno gesto», aseveró.
Como María, familiares de los demás mártires han muerto también a lo largo de un prolongado proceso de impunidad sin haber tenido siquiera la posibilidad ver a los culpables comparecer ante los tribunales.
Puede mencionarse en ese sentido a la ranchuelera Angelina Valdés, madre de Ángel Tomás, el copiloto. En medio del delirio en que la sumió el golpe homicida, solo atinaba a clamar por el retorno de su entrañable hijo. Y también el viejo Pablo Pérez, de la misma localidad villaclareña, que lamentaba en el ocaso de su vida la irreparable pérdida del sobrino Wilfredo, capitán de la nave.
¿Qué derecho tenían Orlando Bosch, Posada Carriles, Freddy Lugo y Hernán Ricardo, verdaderos jinetes del Apocalipsis, a tronchar vidas inocentes y a quebrar la armonía de modestos hogares cubanos?
Cada 6 de octubre deviene ocasión propicia para mantener en alto las voces de denuncia, y en cada aniversario igualmente se impone la evocación de lo acontecido hace 33 años en aguas caribeñas.
Ocho minutos habían transcurrido desde el despegue del avión del aeropuerto de Seawell, la capital barbadiense, cuando brotó la voz del copiloto: «Fello, fue una explosión en la cabina de pasajeros y hay fuego.»
—Regresemos de inmediato. Avisa a Seawell, indicó el piloto.
—Seawell, tenemos una explosión y estamos descendiendo inmediatamente. Tenemos fuego a bordo.
—CU-455, ¿regresarán al campo?, respondió la torre de control.
A las 5:25 p.m., aproximadamente, la nave averiada pide pista y obtiene la autorización. Segundos más tarde, los operadores de la torre escuchan por la radio gritos desde la cabina: «Cierren la puerta, cierren la puerta», y casi al instante otra exclamación: «¡Eso es peor!, ¡Pégate al agua, Fello!, ¡Pégate al agua!»
Luego, el silencio. Muchos bañistas, atónitos, observaron desde la playa cómo aquella mole metálica, convertida en una bola de fuego se precipitaba al mar. En tanto, un taxista denunciaba poco después a la policía de Trinidad-Tobago el extraño comportamiento de dos individuos que había conducido hasta el hotel Holiday Inn.
Se trataba de los venezolanos Lugo y Ricardo, quien en conversación telefónica con la novia en Caracas, pidió que transmitiera a Posada Carriles un mensaje, que por sí mismo revela la calaña de esos personajes: «el autobús con los perros se había caído», en alusión al siniestro.
Han transcurrido 33 años desde entonces y aún los cubanos esperan por el cese de la impunidad.