No existen estadísticas que permitan conocer con rigor el número de familias que hoy sobreviven en Cuba gracias a las remesas que les envían los suyos desde el exterior. De cualquier modo, el porcentaje debe ser muy alto, tal vez mayoritario.
Tampoco el dato exacto importa para el caso. No sería el único país pobre que localiza en las remesas una fuente clave para su sostenimiento. Sin embargo, hay ciertas particularidades que sí nos convierten en un fenómeno sin parangón.
Lo primero, y también lo más conocido, es que esos emigrantes y exiliados cubanos que, apremiados por su apego filial y por un sentimiento de sana solidaridad, trabajan allá para sostener a los de acá, no sólo reciben tratamiento de apestados por parte de la tiranía que domina la Isla. También fueron despojados de todos sus bienes e incluso de su propia identidad nacional, y luego han sido víctimas de las más absurdas regulaciones y leyes migratorias.
Lo segundo —que es mucho menos divulgado, aunque no se conozca menos entre los cubanos de a pie— radica en el hecho de que entre la inutilidad estatal para garantizar que el pueblo sobreviva gracias a su propio esfuerzo, y la real alternativa que constituyen las remesas ante esa inutilidad del régimen, está hallando acomodo una situación verdaderamente bochornosa y de futuro incierto.
Meros mantenidos
A fuerza de no encontrar en el trabajo, ni en la superación profesional o en cualquier otro desempeño productivo, lo mínimo que precisa para la supervivencia, el ciudadano medio, muy especialmente el joven, ha optado por sentarse a esperar, cada vez más inconscientemente —es decir, con menos reparos, sin consideración ni remordimientos—, por las remesas que le caen "del cielo".
Parte el alma verlos enracimados en las esquinas de cualquier barrio del país, a tiempo completo, excepto temprano en las mañanas; o jugando al dominó hasta las altas horas; o ensayando filigranas en el aire por las calles, sin que demuestren pena ni preocupaciones y sin que nada les llene el vacío, como no sea la expectativa de recibir la visita del mulo que vuela puntual con su premio.
Algunos, los menos, están inscritos formalmente en centros laborales; pero tampoco trabajan, ni falta que les hace, ya que su salario resulta ridículo comparado con la porción que les toca en la remesa familiar, por reducida que ésta fuere.
Son meros mantenidos por sus hermanos, madres, padres, primos, que en Estados Unidos o en Europa se levantan cada día antes de que amanezca y regresan a casa en la noche, luego de haber sudado la gota gorda manejando un camión, o realizando labores fabriles y constructivas, o lustrando cristales, estibando bultos, sirviendo mesas, limpiando pisos, atendiendo un mostrador, o entregándose a otras ocupaciones similares, propias, por lo general, de su estatus.
La voraz trituradora del totalitarismo empezó por convertir en polvo todas las perspectivas materiales de nuestra gente. Luego le pulverizó la iniciativa y, por consiguiente, la voluntad de acción, el espíritu emprendedor que le era innato. Y ahora, por si fuera poco, enfila los yerros contra la base de sus afectos íntimos.
Porque, al final, no podrán marchar bien los afectos cuando no media la armonía en el intercambio de actitudes como la consideración, el respeto y la escrupulosidad.
Y lo que está ocurriendo en torno a este asunto de las remesas —sin que muchos siquiera lo hayamos interiorizado y sin que tal vez estemos dispuestos a admitirlo—, es la culminación de una cadena de vampirismo diablesco, a través de la cual el régimen chupa implacablemente de los que todavía viven aquí, bajo su férula, y los de aquí chupamos sin misericordia de los que lograron escapar.
Aunque esté de más, no sobra aclarar que esta no es una argumentación en contra del envío de remesas. De lo que se trata no es de lanzar por la ventana el sofá de los adúlteros, sino de sopesar las causas del adulterio. Y los cubanos hemos sufrido ya lo suficiente como para conocer que la maldad nunca radica en el acto, sino en los orígenes del mal.
Esta no es una historia con buenos, malos y peores. Es la realidad de millones de víctimas a merced de un victimario, uno solo, aunque con cómplices a tutiplén.