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General: Como Reagan ganó la guerra fría
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De: residente  (Mensaje original) Enviado: 29/10/2009 21:04

Cómo Reagan ganó la guerra fría

Dinesh D’Souza

Hace más de diez años, frente a la Puerta de Brandenburgo, Ronald Reagan dijo: ‘‘Secretario General Gorbachov, si usted realmente busca la paz, la prosperidad de la Unión Soviética y del este de Europa, si busca la liberalización: ¡Venga aquí! ¡Abra esta puerta! ¡Derribe este muro!’’

No pasó mucho tiempo antes de que el muro fuera derribado y el imperio más formidable en la historia del mundo se colapsara tan rápidamente que, según palabras de Havel, ‘‘no tuvimos tiempo ni para sorprendernos".

Con la desintegración de la Unión Soviética, concluyó el experimento político y social más ambicioso de la era moderna. El mayor drama político del siglo XX: el conflicto entre el Occidente libre y el Este totalitario, terminó con el fracaso de este último. Lo que probablemente sea el evento histórico más importante de nuestras vidas ya está en el pasado.

Es natural preguntarse, dado lo extraordinario de estos acontecimientos, qué fue lo que provocó la destrucción del comunismo soviético. Para nuestra sorpresa, sin embargo, se trata de un tema que nadie parece querer discutir. Esa renuencia es particularmente aguda entre los intelectuales. Consideren lo que sucedió el 4 de julio de 1990, cuando Mijail Gorbachov se dirigió a los estudiantes y profesores de la Universidad de Stanford. La Guerra Fría ha terminado, dijo Gorbachov, y la gente aplaudió con evidente alivio. Luego añadió: ‘‘Y es mejor no discutir quién la ganó.’’ En ese momento, la multitud se puso de pie y lo aplaudió delirantemente.

El deseo de Gorbachov de eludir este tema era muy comprensible. Pero ¿por qué estaban los aparentes triunfadores de la Guerra Fría igualmente dispuestos a no celebrar su victoria ni analizar cómo se había conseguido la misma? Quizás la razón fuera porque prácticamente todo el mundo se equivocó en relación con la Unión Soviética. Las palomas o apaciguadores estuvieron total y espectacularmente equivocados en todos los puntos. En 1983, por ejemplo, cuando Reagan califico a la Unión Soviética de ‘‘imperio maligno’’, Anthony Lewis de The New York Times se indignó tanto que tuvo que registrar su repertorio para encontrar un adjetivo adecuado: ‘‘simplista’’, "sectario", "peligroso", "escandaloso", nada parecía suficiente. Finalmente, Lewis se decidió por ‘‘primitivo’’ como "la única palabra para calificarlo’’.

A mediados de los años 80, Strobe Talbott, que entonces era periodista de Time, y que posteriormente fue funcionario del Departamento de Estado de Clinton, escribió: ‘‘Reagan está contando con la tecnología y la hegemonía económica norteamericana para imponerse al final’’ pero si la economía soviética está en algún tipo de crisis ‘‘es una crisis permanente, institucionalizada con la que han aprendido a vivir’’

La historiadora Barbara Tuchman alegaba que en vez de utilizar una política de confrontación, el Occidente debía congraciarse con los soviéticos siguiendo ‘la opción del pavo relleno", es decir, "dándoles todos los granos y bienes de consumo que necesitan’’. Si Reagan hubiera seguido ese consejo cuando se lo ofrecieron en 1982, probablemente el imperio soviético seguiría existiendo todavía.

Es cierto que los halcones anticomunistas comprendían mucho mejor el totalitarismo y la necesidad de armarse para disuadir la agresión soviética. Pero también ellos consideraban al comunismo soviético como un adversario permanente y prácticamente indestructible. Esta melancolía spengleriana se refleja en la famosa observación de Whittaker Chambers ante la Comisión de Actividades Anti-Norteamericanas en 1948 cuando dijo que, al abandonar el comunismo, estaba ‘‘dejando el lado ganador.’’

Por otra parte, los halcones también se equivocaron en relación con los pasos que había que dar para conseguir el desmantelamiento del imperio soviético. Durante el segundo período de Reagan, cuando éste apoyaba los esfuerzos reformistas de Gorbachov y buscaba acuerdos de reducción de armamentos con él, muchos conservadores denunciaron su aparente cambio de posición. ‘‘Ignorante y patética’’ fue como Charles Krauthammer calificó la conducta de Reagan. William F.Buckley Jr., por su parte, lo exhortó a reconsiderar su valoración positiva de Gorbachov: ‘‘Saludarlo ahora como si ya el régimen no fuera maligno es como cambiar nuestra posición en relación con Adolfo Hitler.’’ También George Will se lamentaba porque ‘‘Reagan ha acelerado el desarme moral del Occidente al elevar los deseos al status de filosofía política’’.

A nadie le gusta que cuestionen su conocimiento pero las palomas han sido especialmente renuentes en admitir que se equivocaron y que Reagan tenía razón. De aquí que en los últimos años hayan hecho un serio esfuerzo por reescribir la historia. En su opinión, el fin de la Unión Soviética no encierra ningún misterio: sufría de crónicos problemas económicos y se derrumbó por su propio peso. ‘‘El sistema soviético se colapsó debido a las fallas y defectos de su núcleo central’’, escribe Strobe Talbott, ‘‘no por nada que el mundo exterior haya hecho o dejado de hacer.’’

Desde el punto de vista de Talbot ‘‘la amenaza soviética no era lo que acostumbraba ser. Lo realmente importante, sin embargo, es que nunca lo fue. En el gran debate de los pasados 40 años, las palomas tenían la razón.’’ Mientras tanto, George Kennan, insiste en que "la extrema militarización’’ perseguida por Reagan y los hombres de línea dura del Pentágono, ‘‘fortalecieron consistentemente a los hombres de línea dura comparables en la Unión Soviética.’’ Lejos de acelerar el fin de la Guerra Fría, puede que lo hayan pospuesto.

Si este análisis es impresionante es por su audacia. La Unión Soviética realmente sufría de enervantes problemas económicos. Pero ¿por qué habría esto de aparejar el fin del régimen político? Históricamente es común que las naciones tengan malos rendimientos económicos pero nunca han sido las escasees de alimentos o el retraso tecnológico causas suficientes para la destrucción de un gran imperio. El imperio romano sobrevivió durante siglos la corrosión interna antes de ser destruido por la invasión de las hordas bárbaras. El imperio otomano se mantuvo durante generaciones como ‘‘el enfermo de Europa" y sólo la catastrófica derrota de la I Guerra Mundial pudo hacerlo desaparecer.

Tampoco el argumento económico puede explicar por qué el imperio se colapsó en el momento preciso en que lo hizo. Lo que los revisionistas vienen a decir es que "sucedió y, por consiguiente, era inevitable.’’ Pero si el colapso soviético era tan seguro, ¿por qué no fue pronosticado por los revisionistas, que eran unánimes en proclamar, como decía una columna de Anthony Lewis de 1983, que el régimen soviético ‘‘no va a desaparecer’’

Afirmar que Gorbachov fue el arquitecto del colapso de la Unión Soviética no es menos problemático. Sin duda era un reformador y un nuevo tipo de dirigente soviético pero Gorbachov no quería llevar al partido y al régimen al precipicio. Cuando la URSS se colapsó, nadie resultó más sorprendido que Gorbachov. Cuando fue barrido del poder no quería creerlo y todavía está indignando y perplejo por haber sacado menos del 1 por ciento de los votos en las elecciones de 1996.

Es curioso que el hombre que comprendiera bien las cosas desde el principio fuera, a primera vista, un improbable estadista. Cuando se convirtió en el líder del mundo libre no tenía experiencia en política exterior. Algunos pensaban que era un peligroso guerrerista, otros lo consideraban un hombre agradable aunque un poco torpe. Sin embargo, este peso ligero de California resultó tener una comprensión tan profunda del comunismo como Alexander Solyenitsin. Este amateur desarrolló una estrategia tan compleja y contra-intuitiva para tratar con la Unión Soviética que prácticamente nadie a su alrededor la apoyaba o ni siquiera la comprendía. Gracias una combinación de visión, tenacidad, paciencia y capacidad de improvisación produjo lo que Henry Kissinger considera ‘‘la hazaña diplomática más asombrosa de la era moderna.’’ 0 como dijo Margaret Thatcher: ‘‘Ronald Regan ganó la Guerra Fría sin disparar un tiro’ ‘

En su apreciación del poderío soviético, Reagan era mucho más escéptico que los halcones y que las palomas. En 1981 le dijo a su audiencia en la Universidad de Notredame: ‘‘El Occidente no va a contener al comunismo. Va a trascender al comunismo. Lo va a descartar como un extravagante capitulo en la historia cuyas últimas páginas se están escribiendo ahora.’’ Al año siguiente, dirigiéndose al Parlamento británico, Reagan pronosticó que si la Alianza Occidental permanecía fuerte produciría ‘‘una marcha de la libertad y de la democracia que dejará al marxismo-leninismo en el basurero de la historia’’

Esas proféticas afirmaciones -descartadas en su época, como simples artificios retóricos- suscitan una interrogante: ¿Cómo sabía Reagan que el comunismo soviético afrontaba un inminente colapso cuando las mentes más astutas de su época no tenían ni la más vaga idea de lo que iba a suceder? Para tratar de responder a esta pregunta lo mejor es empezar por sus chistes. Con el pasar de los años, Reagan acumuló muchos cuentos que atribuía al mismo pueblo soviético. Uno de ellos hablaba de hombre que va a un mercado y pide un kilo de carne de res, medio kilo de mantequilla y una cuarto de kilo de café. ‘ ‘No tenemos’’, le responde el dependiente, y el hombre se va. Otro, que está presenciando la escena, comenta: ‘‘ese viejo tiene que estar loco.’’ A lo que el dependiente responde, ‘Si, pero ¡qué memoria tiene!’’

Otra anécdota favorita es la del hombre que va a una oficina de transporte para pedir un automóvil. Le informan que tiene que depositar todo el dinero inmediatamente pero que hay una lista de espera de 10 años. Sin inmutarse, el hombre paga y llena todos los formularios. Tiene que llevar cada planilla a una oficina del gobierno diferente. Semanas después termina su recorrido y él ultima funcionario le dice: ‘‘Bueno, todo está listo. Venga este mismo día dentro de 10 años’’ Y el hombre le pregunta ‘‘¿Por la mañana o por la tarde?’’ Sorprendido, el burócrata le dice, ‘‘Estamos hablando de aquí a 10 años, ¿qué diferencia puede haber en que sea por la mañana o por la tarde? Y el hombre le responde, ‘‘Es que el plomero viene por la mañana.’

Reagan podía seguir así durante horas. Sin embargo, lo sorprendente es que sus chistes no giran sobre la malignidad del comunismo sino sobre su incompetencia. Reagan estaba de acuerdo con los halcones en que el experimento soviético que buscaba crear un ‘‘hombre nuevo’’ era profundamente inmoral. Pero también comprendía que era básicamente estúpido. Reagan no necesitó un título en economía para reconocer que cualquier sistema económico basado en una planificación centralizada, que decide cuánto deben producir las fábricas, cuánto debe consumir la gente y cómo se deben distribuir las recompensas sociales, está destinada a un desastroso fracaso. Para Reagan, la Unión Soviética era un ‘‘oso enfermo’’ y la única incertidumbre no era si se moriría sino cuándo.

Con todo, aunque la URSS tenía una economía débil, por otra parte tenía unas fuerzas armadas sumamente poderosas. Nadie dudaba que si los misiles soviéticos eran disparados contra objetivos norteamericanos causarían una enorme destrucción. Pero Reagan también sabía que el imperio maligno estaba gastando el 20 por ciento de su producto nacional bruto en la defensa. (La proporción real resultó ser todavía más alta.) Fue así como concibió la idea de que Occidente podía gastar más que Moscú en la carrera armamentista, utilizando los superiores recursos económicos de una sociedad libre para crearle terribles tensiones al régimen soviético.

Reagan esbozó su teoría del ‘‘oso enfermo’’ en un discurso en su Alma Mater, el Erureka College. Allí dijo, ‘‘El imperio soviético está fallando porque el rígido control centralizado ha destruido los incentivos para la innovación, la eficiencia y los logros individuales. Sin embargo, en medio de sus problemas económicos y sociales, la dictadura soviética ha forjado las mayores fuerzas armadas del mundo. Lo ha conseguido echando a un lado las necesidades humanas de su pueblo pero, al final, ese camino socavará los cimientos mismos del sistema soviético’’

Sin embargo, los osos enfermos pueden ser muy peligrosos porque tienden a ser agresivos. Además, como no estamos discutiendo sobre animales sino sobre personas, está la cuestión del orgullo. No es probable que los dirigentes de un imperio internamente débil estén de acuerdo en permitir la erosión de su poder. Lo típico es que recurran a las fuerzas armas, la fuente primaria de su poder.

Reagan estaba convencido de que el apaciguamiento sólo aumentaría el apetito del oso e invitaría a ulteriores agresiones. Fue por eso que siempre trató a los soviéticos con firmeza. Tenía mucha más confianza que la mayoría de los halcones en que los norteamericanos podían afrontar el desafío. ‘‘Tenemos que comprender,’’ dijo en su primer discurso inaugural, ‘‘que no hay armas más formidables en el mundo que la voluntad y el coraje moral de los hombres y las mujeres libres.’’ Lo más visionario de Regan fue su rechazo de la premisa de que había que aceptar la inmutabilidad del régimen soviético. Cuando nadie se atrevía a hacerlo, Reagan se atrevió a imaginar un mundo donde el régimen soviético no existiera.

Por supuesto, una cosa fue avizorarlo y otra muy diferente hacerlo realidad. El oso soviético estaba de ánimo belicoso y hambriento cuando Reagan llegó a la Casa Blanca. Entre 1974 y 1989, por invasión directa o a través de sus títeres, había incorporado 10 países a la órbita comunista: Vietnam del Sur Camboya, Laos, Yemen del Sur, Angola, Etiopía, Mozambique, Granada, Nicaragua y Afganistán. Por otra parte, había construido el arsenal nuclear más formidable del mundo, con miles de misiles de cabezas múltiples dirigidos a Estados Unidos. El Pacto de Varsovia tenía una abrumadora superioridad sobre el Pacto del Atlántico en armas convencionales. Y Moscú había desplegado recientemente una nueva generación de misiles de alcance intermedio, los gigantescos SS-20, dirigidos a las ciudades europeas.

Reagan no se limitó a reaccionar ante estos alarmantes acontecimientos sino que desarrolló una amplia estrategia contraofensiva. Inició un proceso de rearme de $1.5 billones, el mayor que haya tenido Estados Unidos en tiempos de paz, dirigido a comprometer a los soviéticos en una carrera armamentista que estaba convencido no podrían ganar. Por otra parte, encabezó la Alianza Atlántica en el despliegue de 108 Pershings II y 464 misiles crucero Tomahawk en Europa para contrarrestar los SS-20 soviéticos. Pero no abandonó las negociaciones sobre control de armamentos. Por el contrario, propuso que las dos superpotencias debían de reducir drásticamente sus arsenales nucleares. Afirmó que si los soviéticos estaban dispuestos a retirar sus SS-20, dijo, Estados Unidos no instalaría los Pershing y los Tomahawk. Fue lo que se llamó la ‘ ‘Opción Cero’’

Y también estaba la Doctrina Reagan, que implicaba el apoyo militar y material para los movimientos nacionales que estaban luchando para desembarazarse de las tiranías sostenidas por los soviéticos. Reagan apoyó esas guerrillas en Afganistán, Camboya, Angola y Nicaragua. Y trabajó con el Vaticano y el ala internacional de la AFL-CIO para mantener funcionando al sindicato polaco Solidaridad pese a la dura represión de Jaruzelski. En 1983, tropas norteamericanas invadieron y liberaron Granada, derrocando al gobierno marxista y propiciando elecciones libres. Finalmente, en marzo de 1983, Reagan anuncio la Iniciativa de la Defensa Estratégica (SDFI), un nuevo programa de investigación y de eventual despliegue de misiles defensivos que prometían, en sus propias palabras, ‘‘hacer obsoletas las armas nucleares’’

En cada etapa, la estrategia contraofensiva de Regan fue duramente criticada por las palomas. Los apaciguadores explotaban los temores públicos de que su política militar estuviera acercando el mundo a una guerra nuclear. Strobe Talbott consideró la Opción Cero como "sumamente irreal’’ y afirmó que había sido propuesta ‘‘más para anotarse puntos de propaganda que para ganar concesiones de los soviéticos.’’ Con la excepción del apoyo a los mujedines afganos, las palomas se opusieron en el Congreso y en la prensa a todos los esfuerzos por ayudar a los rebeldes anticomunistas. Y la SDI fue denunciada en palabras de The New York Times como ‘‘una proyección de la fantasía en política’’

Por supuesto, la Unión Soviética también era hostil a la contraofensiva de Reagan pero la percepción de su política era mucho más aguda. Izvestia dijo: ‘‘Quieren imponernos una carrera armamentista todavía más ruinosa.’’ El Secretario General Yuri Andropov afirmó que el programa de la SDI de Regan era ‘‘un intento por desarmar a la URSS.’’ Y Andrei Gromiko señaló que ‘‘detrás de todas estas mentiras está el frío cálculo que la URSS agotará sus recursos materiales y se verá obligada a rendirse.’’

Estas reacciones son importantes porque permiten establecer el contexto del ascenso al poder de Mijail Gorbachov a principios de 1985. Es cierto que Gorbachov era un nuevo tipo de Secretario General del PCUS pero pocos se han preguntado por qué fue nombrado por la Vieja Guardia. La razón principal fue que el Politburó había reconocido el fracaso de las anteriores estrategias soviéticas.

En otras palabras, Regan parece haber sido en gran medida responsable de haber producido el nerviosismo que llevó a Moscú a tratar de buscar un nuevo enfoque. La tarea de Gorbachov no era simplemente la de encontrar una nueva forma para enfrentar los problemas económicos del país sino también de buscar cómo afrontar los reveses del imperio en el exterior. Por esta razón, Ilya Zaslavsky, que fue miembro del Congreso de Diputados del Pueblo, dijo posteriormente que el verdadero originador de la perestroika y el glasnot no había sido Gorbachov sino Reagan.

Gorbachov inspiró un gran entusiasmo en la izquierda y en los medios de comunicación occidentales. Mary McGrory del Washington Post estaba convencida de que tenia ‘‘un plan para salvar el planeta.’’ Gail Sheehy estaba deslumbrada por ‘‘su luminosa presencia.’’ En 1990, Time lo proclamó ‘‘El Hombre de la Década’’ y lo comparó con Franklin D.Roosevelt. Tal como Roosevelt había tenido que transformar el capitalismo para poder salvarlo, así se pensaba que Gorbachov reinventaría el socialismo para poder salvarlo.

La razón de este embarazoso ‘‘Gorbasmo’’ estaba en que Gorbachov era precisamente el tipo de dirigente que los intelectuales occidentales admiraban: un reformista desde lo alto, un dirigente que se presentaba como progresista; un tecnócrata que daba discursos de tres horas sobre cómo se estaba desarrollando el programa agrícola. Pero lo admiraban, sobre todo, porque el nuevo líder soviético estaba tratando de hacer realidad la gran esperanza de la intelectualidad occidental del siglo XX: ¡Un comunismo con rostro humano! Un socialismo eficaz!

Sin embargo, como descubriría Gorbachov, y como ahora sabemos todos, simplemente no podía ser. Los vicios que Gorbachov trataba de erradicar resultaron ser características esenciales del sistema. Si Reagan era el Gran Comunicador, Gorbachov resultó ser el Gran Mal Calculador. En la medida en que pudiera tener una contrapartida occidental, no sería Franklin D. Roosevelt sino Jimmy Carter. Los duros del Kremlin, los que le advirtieron que sus reformas provocarían el colapso del sistema tenían razón. En realidad, los halcones de Occidente también fueron vindicados: era verdad que el comunismo no podía cambiar. La única reforma posible era su destrucción.

Gorbachov, como Jimmy Carter, tenía una buena cualidad: era una persona decente y un hombre de mentalidad relativamente abierta. Fue el primer líder soviético que surgió de la generación post-staliniana, el primero en admitir abiertamente que no se estaban cumpliendo las promesas de

Lenin.

Reagan, al igual que Margaret Thatcher, reconoció rápidamente que Gorbachov era diferente. Lo que hizo cambiar su opinión sobre Gorbachov fueron las pequeñas cosas. Descubrió que Gorbachov tenía una gran curiosidad sobre Occidente y que mostraba un particular interés en cualquier cosa que Reagan quisiera contarle sobre Hollywood. También tenía sentido del humor y podía reírse de sí mismo. Además, se sentía molesto porque Reagan hubiera dicho que la Unión Soviética era un ‘‘imperio maligno.’’ Para Reagan, era significativo que a Gorbachov le molestara dirigir un régimen maligno. Por otra parte, lo impresionó que Gorbachov acostumbrara referirse a Dios y a Cristo en sus declaraciones públicas. Cuando le preguntaron que resultaría de sus reformas, Gorbachov dijo: ‘‘Sólo Dios lo sabe.’’ Esto pudiera ser descartado como un recurso retórico pero Reagan no lo creía así.

Sin embargo, cuando estuvieron frente a frente en la mesa de negociaciones de Ginebra en 1985, Reagan trató a Gorbachov como a un áspero negociador y le respondió en una forma que pudiéramos describir como de ‘‘cordial dureza.’’ Mientras los comunicados del Departamento de Estado insistían en las preocupaciones norteamericanas sobre la ‘‘desestabilizadora’’ influencia de la ocupación soviética de Afganistán, Reagan confrontaba a Gorbachov directamente."Lo que ustedes están haciendo en Afganistán es quemando aldeas y matando niños’’, le dijo. ‘‘Es un genocidio, Mike, y tú eres el que tiene que detenerlo.’’ Según Kenneth Adelmar, un asesor que estaba presente, Gorbachov miró a Reagan estupefacto. Adelman piensa que nadie le había hablado nunca así.

Reagan también amenazó a Gorbachov. ‘‘No nos vamos a quedar sentados y dejarlos con superioridad de armamentos sobre nosotros’’, le dijo. ‘‘Podemos acordar reducir los armamentos o podemos seguir con la carrera armamentista, que creo que usted sabe que no pueden ganar.’’ Gorbachov tomó en serio las observaciones de Reagan. Esto se hizo obvio en la cumbre de Reikiavik en octubre de 1986. Gorbachov asombró al establishment occidental de control de armas aceptando la Opción Cero de Reagan. Aceptó los mismos términos que Strobe Talbott y otras palomas habían considerado absurdamente irrealistas.

Con todo, Gorbachov tenía una condición: Estados Unidos tenía que acordar no desplegar defensas antimisiles. Reagan rehusó. La prensa, por supuesto, lo atacó inmediatamente. Un titular del Washington Post decía ‘‘Colapsan las conversaciones en la cumbre Reagan-Gorbachov por estancamiento sobre SDI que borra otras ganancias.’’ ‘‘Hundida por la Guerra de las Galaxias’’, decía la portada de la revista Time, refiriéndose a las negociaciones.

Para Reagan, sin embargo, la llamada "Guerra de las Galaxias" era algo más que una ficha de cambio: era una cuestión moral. En una declaración televisada desde Reikiavik dijo: "No había forma que yo le pudiera decir a nuestro pueblo que su gobierno no lo protegería contra la destrucción nuclear.’’ Las encuestas mostraron que la mayoría de los norteamericanos estuvo de acuerdo con él.

Según Margaret Thatcher, Reikiavik fue el momento del gran viraje en la Guerra Fría. Gorbachov se dio cuenta de que tenía una opción: continuar una carrera armamentista que no podía ganar y que hundiría la economía soviética o abandonar la lucha por la hegemonía mundial, establecer relaciones pacíficas con Occidente y trabajar para que la economía soviética lograra ser tan próspera como las occidentales. Al parecer, Gorbachov se decidió por este segundo camino después de Reikiavik.

En efecto, en diciembre de 1987, abandonó su ‘‘posición no-negociable’’ de que Reagan renunciara a la SDI y visitó Washington D.C., para firmar el Tratado de Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio (INF). Las dos superpotencias acordaban, por primera vez, eliminar toda una clase de armas nucleares. Moscú inclusive estuvo de acuerdo en permitir verificaciones in sito, una condición que nunca había aceptado anteriormente..

Los halcones, sin embargo, desconfiaban. Decían que Gorbachov era un gran maestro del ajedrez político. Pudiera estar dispuesto a sacrificar un peón para conseguir una ventaja general. ‘‘Reagan está cayendo en una trampa ," advirtió Tom Bethell en The American Spectator en 1985. ‘‘La única forma en que puede conseguir éxito en una negociación es haciendo lo que quieren los soviéticos.’’ Senadores republicanos como Steven Symms y Jesse Helms planearon ‘‘enmiendas asesinas’’ para matar el Tratado de INF. Howard Philips, del Grupo Conservador del Congreso, inclusive acusó a Reagan de ‘‘hacer el papel de idiota útil para la propaganda soviética’’.

Pero, como ahora admiten algunos halcones como Bethell, estas críticas no tenían en cuenta el curso general de los acontecimientos. Gorbachov no estaba sacrificando un peón sino entregando sus alfiles y su reina. El tratado de IFN fue la primera etapa de la rendición de Gorbachov en la Guerra Fría.

Cuando Gorbachov vino a Washington, Reagan sabía que la Guerra Fría había terminado. Gorbachov era una celebridad mediática en Estados Unidos y las multitudes lo aplaudían cada vez que salía de su limosina y estrechaba las manos del público. Por entonces y alejado de la publicidad, Reagan cenó con un grupo de amigos conservadores que incluía a Ben Wattenberg, Georgie Anne Geyer y R. Emmett Tyrell Jr. Según me contó Wattenberg, el grupo se quejó de que la prensa le estuviera dando a Gorbachov todos los méritos por el acuerdo aunque, en lo esencial, éste hubiera sido concebido en los términos de Reagan. Reagan se limitó a sonreír. Wattenberg le preguntó: "¿Hemos ganando la Guerra Fría?" Regan no respondió. Wattenberg insistió. Finalmente, Reagan le dijo que sí. Fue entonces que lo comprendieron. Él quería que Gorbachov disfrutara. Cuando la prensa le preguntó si se sentía opacado por Gorbachov, Reagan respondió: ‘‘Por supuesto que no. No me siento resentido por su popularidad. ¡Por favor! Una vez fui co-estrella con Errol Flynn’’.

Para apreciar la inteligencia diplomática de Reagan, es importante recordar que estaba siguiendo su propio camino, rechazando las recomendaciones tanto de los halcones como de las palomas. Sabía que el movimiento reformista era frágil en la Unión Soviética y que los cuadros de línea dura del Kremlin estaban viendo qué acciones norteamericanas pudieran utilizar para socavar las iniciativas de Gorbachov. Reagan comprendía la importancia de dejarle a Gorbachov un espacio de comodidad en el que seguir su programa de reformas.

Al mismo tiempo, cuando las palomas del Departamento de Estado le imploraban a Reagan que ‘‘recompensara’’ a Gorbachov con concesiones económicas y beneficios comerciales por anunciar que las tropas soviéticas se retirarían de Afganistán, Reagan reconocía que esto pudiera hacerle recuperar la salud al oso enfermo. El objetivo de Reagan, como el mismo Gorbachov dijo una vez en broma, era llevar a la IJRSS al borde del abismo y luego inducirlo a ‘‘dar un paso al frente’’.

Simultáneamente, Reagan apoyó los esfuerzos reformistas de Gorbachov y lo presionó constantemente para que avanzara más y más rápido. Esa fue la significación del viaje de Reagan a la Puerta de Brandenburqo el 12 de junio de 1987, en la que exigió que Gorbachov demostrara que hablaba en serio cuando se refería a la apertura echando abajo el Muro de Berlín. El Departamento de Estado le quitaba esa línea al discurso una y otra vez pero Reagan la volvía a poner. Y en mayor de 1988 Reagan se paró bajo un gran busto blanco de Lenin en la Universidad de Moscú y dio la más ardiente defensa de una sociedad libre que se haya ofrecido nunca en la Unión Soviética. En ese viaje visitó el antiguo monasterio de Danilov y habló de la importancia de la libertad religiosa y de la renovación religiosa. En la residencia del embajador norteamericano, le aseguró a un grupo de disidentes y ‘‘refusniks’’ que el día de la libertad estaba cerca. Todas estas medidas estaban calculadas para forzar la mano de Gorbachov.

Primero, Gorbachov se mostró de acuerdo en hacer profundas rebajas unilaterales en las fuerzas armadas soviéticas en Europa. A partir de mayo de 1988, las tropas soviéticas empezaron a salir de Afganistán, la primera vez que los soviéticos se habían retirado voluntariamente de un régimen títere. Poco después, las tropas soviéticas y de sus satélites se estaban retirando de Angola, Etiopía y Camboya. Así comenzó la carrera hacia la libertad en el este de Europa y, ciertamente, el Muro de Berlín fue echado abajo.

Durante este periodo de fermento, el gran logro de Gorbachov, lo que le reconocerá la historia, fue abstenerse del uso de la fuerza, que había sido la reacción de sus predecesores cuando hubo alzamientos populares en Hungría en 1956 y Checoslovaquia en 1968. Pero ahora no sólo Gorbachov y su equipo estaban permitiendo la desintegración del imperio, como había previsto y querido Reagan, sino que hasta adoptaron su forma de hablar. En octubre de 1989, el vocero del ministerio de Relaciones Exteriores Gennadi Gerasimov anunció que la URSS no intervendría en los asuntos internos de los piases de la Europa del Este. ‘‘La Doctrina Breznev esta muerta’’, dijo Gerasimov. Los reporteros le preguntaron que ocuparía su lugar, y replicó, ‘‘¿Ustedes conocen la canción de Frank Sinatra ‘A mi Manera?’ Pues bien, Hungría y Polonia están haciéndolo a su manera. Ahora tenemos la Doctrina Sinatra’’. El Gipper no hubiera podido decirlo mejor el mismo.

Finalmente, la revolución llegó hasta la Unión Soviética. Gorbachov, que había perdido completamente el control de los acontecimientos, se encontró desalojado del poder. La URSS decidió abolirse a sí misma. Quedarían serios problemas de ajuste a las nuevas condiciones pero los pueblos emancipados saben que esos problemas son infinitamente mejores que vivir bajo la esclavitud.

Inclusive algunos que habían sido escépticos en relación con Reagan se vieron obligados a admitir que su política había sido completamente vindicada. El viejo adversario de Reagan, Henry Kissinger observó que aunque Bush presidió la desintegración final del imperio soviético, ‘‘fue la presidencia de Ronald Reagan la que consiguió el viraje.’’ El Cardenal Casaroli, secretario de Estado del Vaticano, observó públicamente que el esfuerzo militar de Reagan, al que él se había opuesto en su momento, había llevado al colapso del comunismo.

Estas conclusiones eran ampliamente aceptadas en el antiguo imperio soviético y en la Europa del Este. Cuando el presidente checo Vaclav Havel visitó Washington D.C., en mayo de 1997, le pregunté si la estrategia de defensa y la diplomacia de Reagan habían sido factores vitales en el fin de la Guerra Fría. Por supuesto, dijo Havel, añadiendo que ‘‘tanto Reagan como Gorbachov merecen crédito porque aunque el comunismo soviético hubiera podido implotar con el tiempo, sin ellos ‘‘hubiera tomado mucho más’’.

La observación de Havel es incontestable. Con todo, fue Reagan el que ganó y Gorbachov el que perdió. Si Gorbachov fue el gatillo, Reagan fue el que lo apretó. Por tercera vez en el siglo, Estados Unidos había peleado y ganado en una guerra mundial. En la Guerra Fría, Reagan resultó ser nuestro Churchill: fue su visión y su liderazgo lo que nos condujo a la victoria.

SOBRE EL AUTOR

Dinesh D'Souza es un un Asociado John M.Olin del American Enterprise Institute. Fue asesor de política nacional del gobierno de Reagan y es autor de varios libros importantes, entre ellos, Liberal Education, The End of Racism y Ronald Reagan: Cómo un hombre ordinario se convirtió en un líder extraordinario. (Free Press). Todos son excelentes. Infortunadamente no están traducidos al español. "Como Reagan ganó la Guerra Fría" es una adaptación, publicada en National Review, de su biografía de Ronald Reagan recién publicada.



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