Dos versiones de la libertad de soñar
Yoani Sánchez y los censores de la utopía
Cubarte
No sé cómo empezar estas reflexiones. Acabo de ver el estreno de “Y sin embargo, se mueve
(…desde Silvio Rodríguez)”, una puesta escénica de La Colmenita para
adolescentes y jóvenes, en su sede, la Sala Teatro Orden Tercera del
Convento de San Francisco en La Habana Vieja. Sé que no es tiempo aún
de escribir, que las emociones deben asentarse. Pero compartiré algunas
impresiones con ustedes, porque quiero después hablar de otro
espectáculo, para nada artístico, que presencié unas horas antes de la
obra teatral. La puesta de La Colmenita alude directamente a Galileo,
lo hace de forma explícita en el título y en algunos diálogos, y de
cierta forma a la obra de Bertold Brecht que aborda el trágico final
que tuvo el extraordinario hombre de ciencias. Recuerdo aquella obra
con afecto, la leí con fruición en mis años escolares, algo raro, pues
entonces uno solía despreciar las lecturas obligatorias, y la disfruté
en las tablas, creo que por Teatro Estudio, hace también muchos años.
Pero
esta es una interpretación diferente del viejo dilema: salvarse o no,
de un castigo, de la incomprensión o de la tortura y la muerte como en
el caso de Galileo, en defensa no de la verdad, sino de la fe, de los
sueños, de la fantasía. Salvarse o no de la utopía de poder hallar,
construir, otros mundos posibles. Siempre existirán tribunales
inquisitoriales para decretar, en nombre de Dios, o, paradójicamente,
de la Ciencia o de la Libertad, cuáles deben ser los límites de la
fantasía, de la justicia, del conocimiento. Siempre existirán hombres y
mujeres de alma mutilada, que se asusten ante los sueños “locos” de sus
contemporáneos, no porque desconfíen de la veracidad o de la justeza de
esos arrebatos cósmicos, sino por una razón más simple, y también más
convencional: porque necesitan preservar la “normalidad” de sus vidas.
La obra de Cremata se apoya en la música (y en las letras) de Silvio
Rodríguez y no puede hallar mejor asidero. De regreso a casa, pensaba
en que la fantasía, los sueños, la fe en el ser humano, en la
posibilidad de lo imposible, es el rasgo distintivo de los
revolucionarios. Que las Revoluciones se producen cuando se rompen los
diques que contienen los sueños, cuando se desbordan las esperanzas. De
ahí la incomodidad de los espíritus conservadores, el cansancio que
provoca en ellos la eterna navegación por mares ignotos en busca de
utopías.
Y recordaba el espectáculo que presencié por la tarde en los ya habituales debates de la revista Temas.
Se trataría esta vez el tema de Internet. Llegué un poco tarde, y ya el
panel de expertos había iniciado su exposición. Me hallé de repente
tras las rejas exteriores del local, junto a un grupo de jóvenes y no
tan jóvenes, entre unos y otros, encontré a los mismos
ciber-politiqueros de siempre, cámaras de películas y de fotos en mano,
que como yo, no habían podido entrar. Entre los que pujaban por hacerlo
estaban algunos estudiantes colombianos, que nos obsequiaron ejemplares
de una revista rústica, combativa. Como todos los estudiantes
universitarios, parecían un poco locos, y es evidente que sueñan con
transformar el mundo: por eso la revista recorre temas internacionales
(el derecho del pueblo palestino a la tierra y a la paz, por ejemplo, o
el hambre de los pobres), e internos (la represión del estado
capitalista colombiano). Asumí entonces que era un buen momento para
repartir también algunos ejemplares de La Calle del Medio que traía en mi mochila. Estuve a punto de marcharme, pero finalmente dejaron entrar a la mayoría de los retrasados.
Muchos
ciber-politiqueros entraron conmigo. Visten como los universitarios
colombianos, con esa estudiada dejadez que entremezcla aires hippies y
poses intelectuales, todo en ropa de marca. Parecen estudiantes
franceses de los sesenta. Pero hay algo raro: Yoss habló en nombre de
ellos, y los calificó como cubanos de a pie. Frase linda, de moda. Y
sin embargo, traen sofisticadas cámaras de video y de fotos, celulares
satelitales, sostienen blogs personales en Internet. Son jóvenes
graduados en universidades cubanas, que están cansados de tanto
sacrificio: quieren que dejemos de soñar. Aunque parecen de los
sesenta, se asemejan más a los franceses de los noventa. No gritan en
las paredes: “seamos realistas, hagamos lo imposible”; ellos no son
realistas, son pragmáticos. Su rebeldía consiste en repudiar, en
maldecir la rebeldía. Son rebeldes extrañamente promocionados por el
sistema que más le teme a la rebeldía. Tienen la apariencia de ser
“hijitos de papá”, no importa cual sea el origen real de cada uno de
ellos; son hijos adoptivos de un Papá ajeno y solvente, que los exhibe
y premia como ejemplos a seguir. Ellos quieren ser personas “normales”.
Normales, por supuesto, de los barrios altos de cualquier otra
sociedad. No normales de las favelas de Río, de los cerros de Caracas o
del Bronx neoyorquino. Visten como los revolucionarios de los sesenta y
piensan como los neoconservadores de los noventa. Aman la Coca Cola y
la comida chatarra.
Alguien me susurró al oído: “mira a Yoani
disfrazada”. En una esquina estaba Yoani Sánchez, con una fea peluca de
rubia teñida, y un vestido negro ajustado. Las cámaras de sus
colaboradores, y probablemente la pluma de algún corresponsal
extranjero, recogerán la escena: mientras todos se divertían en el
local a costa de la peluca, los reporteros dirán que pasaba
inadvertida. Pero el detalle es más significativo: despojada de su
indumentaria habitual de muchacha sencilla, aquel disfraz se acoplaba
mejor a sus aspiraciones de paz holgada. Alguien dijo que se había
vestido de alemana, y quizás el símil es más exacto en sus afanes
ideológicos que físicos. El verdadero disfraz de Yoani es su apariencia
cotidiana. Cuando fue llamada por su nombre y apellidos para
intervenir, el espectáculo mediático alcanzó su paroxismo: frente al
micrófono, se arrancaría la peluca en gesto farsesco, para
supuestamente descubrir su identidad. ¿Qué importaba entonces lo que
dijera? El habitual escenario académico se transformaba en la
plataforma de un show mediático contrarrevolucionario, en el espacio de
un estéril ciber-chancleteo. Era una pésima puesta en escena, pero una
puesta, al fin y al cabo.
Hay burócratas que son
inquisitoriales, por falta de alas para volar. Se reconocen enseguida.
Hacen daño, pero uno sabe que existen, porque en una sociedad humana,
existe todo tipo de ser humano, y los sortea. Estos jóvenes “rebeldes”,
sin embargo, viven disfrazados. Son inquisidores posmodernos. Hablan
contra todos los dogmatismos, contra los que cercenan sueños, para
acabar de una vez con la Imaginación, con la Esperanza, con la Fe.
Exponen sin recatos los sueños permitidos: una casa, un carro, una
buena vida. Cuando dicen que la Revolución los ata, no se refieren a
inexistentes pretensiones de vuelo: quieren decir que la Revolución no
los deja ocuparse de sí mismos, hacer mucho dinero, divertirse en
fiestas privadas. Que los acosa instándolos a volar.
Ayer en
la tarde no lo comprendí bien, aunque lo intuía. Pero los niños de
Cremata me lo aclararon, entre risas, lágrimas y canciones de Silvio.
Esos jóvenes y algunos mayores, elegantes, sofisticados señores,
conforman un oscuro e inadvertido tribunal que, en nombre de los
sueños, condena el acto de soñar; que en nombre de la Libertad, quiere
que regresemos a una época en la que los sueños no rebasaban el espacio
de un hogar. Ayer fue el día inaugural del Festival de Teatro de La
Habana, y casi de casualidad se enfrentaron, como arte y como farsa,
dos visiones del futuro: la que apela a la libertad del espíritu y la
que no trasciende los límites del cuerpo.
Fuente: Cubarte