Hay rostros más hieráticos. Los nuestros son transparentes mapas del espíritu, y en ellos, las miradas son como el acento sobre la palabra, como el toque pícaro de la canela sobre la noble superficie del dulce.
Quien se detenga un momento en los ojos del cubano, despejará un universo de enigmas sobre sus principales obsesiones, designios, y ensueños. Hay miradas ávidas, curiosas, que entran como el vapor por la hendija del barrio, por entre barrotes o entre hojas de madera espesa, siempre a la caza de un detalle oculto, agazapado en cualquier hogar ajeno. Y hay miradas indiscretas, como si quisieran arrancar a toda costa algún secreto a quien pasó por delante.
Hay ojos que miran deslumbrados cualquier tipo de belleza y de suceso insólito. En algunos llueve. En otros asoma la nostalgia -miran vagamente cuando en verdad andan recorriendo la memoria-; y otros brillan cuando sus dueños tienen una buena pasión entre manos, o algún festín en lo más profundo de los sentimientos.
La gente de esta Isla acostumbra mirar de frente; mirar limpio mientras busca la mirada del otro. Aquí muchos hablan con los ojos: aprueban o desaprueban con un simple movimiento de párpados o arqueo de cejas; o despejan interrogantes con simples intercambios de vista; o se beben situaciones con un simple golpe de ojo. Ciertamente aquí las miradas, como dice un cantautor nuestro, son el más perfecto modo de decirlo todo, todo, aunque no se haya dicho una palabra.
Quien desee atrapar estampas y señales de la vida que llevamos, tendrá que buscar en un mar de rostros. Y en ese desfile de inocencias, pliegues, cicatrices, frescuras o cansancios, habrá que posarse en las miradas, intranquilas sucesiones que dejan entrever fumarolas y lenguas de fuego subidas desde lo más hondo de nuestras ilusiones y secretos.